No hay otro grupo que alcance un registro emocional tan extenso como Los Delinqüentes: pueden hacerte reír a carcajadas o llorar de nostalgia. Esa gente se anticipó a las lecciones de la vida. Tenían 18 años y ya sabían lo que hay que saber, y cómo había que saberlo. Al menos lo parecía y nosotros queríamos creerlo. Hacían mascullar de rabia a esos que se pertrechan en la edad para dar lecciones. Tenían 18 años. Ya lo sabían. Sacaron el primer disco en 2001, El sentimiento garrapatero que nos traen las flores, en poco tiempo consiguieron un disco de oro. Era una época difícil para el mercado. Como dijo Er Migue, Miguel Benítez, la voz, la garrapata padre: “Están los de Operación Triunfo, están los niños estos que se lo comen todo con la academia de los cojones”. Aquellos eran una compota química, un preparado para el éxito, y Los Delinqüentes eran lo contrario. Tenían el sonido y el sabor que ha venido acumulándose durante siglos en la horma de la palabra juventud. A camino de tierra, a mata fresca y, a la vez, a asfalto y a rueda de moto, a exceso, a prisa, a bordillo, a humo de porro, o lo que es lo mismo, a parque y a risa femenina sin cuajar, a enamorarse y a amigo triste y a amor y a gafas de sol de moda y a camiseta de publicidad. A barrio, a música.
El grupo nació en 1998. Su ascenso fue feroz. Coparon los festivales y las listas de ventas como una horda de mongoles con chancletas. Er Migue tenía 15 años y Marcos del Ojo, El Canijo, uno más. Diego Pozo, El Ratón, era algo mayor: había nacido en 1975. Cuando sacaron el primer disco, apenas estrenaban la mayoría de edad. Los cronistas y críticos de la época los miraban con incredulidad y ganas de que aquello fuera a más. Contó Fernando Íñiguez en El País que en el año 2001 el grupo se plantó en la puerta del Festimad, se subieron a una camioneta y tocaron, pidiendo una oportunidad. En los años siguientes, fueron el grupo más reclamado del festival.
Venían de Jerez de la Frontera, tocaban flamenco que sonaba a reagge, funky, rock, blues. Sus letras les mordían los gemelos a Federico García Lorca, a los Pata Negra. Crearon un surrealismo barriero de San José Obrero y Guadalcacín, donde, de niño, Er Migue conoció a las garrapatas que le marcarían para toda la vida porque era un bicho que te agarraba y no te soltaba y te chupaba la sangre, y donde había de morir en 2004, con tan solo 21 años.
En el escenario eran punkis. Íñiguez hizo la crónica de un concierto en Nerva (Huelva) y relató cómo subieron a las tablas: “Una catarsis salvaje de los tres guitarristas garrapateros rondando en círculo por el escenario, el resto de músicos saltando sin parar y los dos mil jóvenes congregados en la caseta municipal reclamando que no se vayan, aunque sean casi las cinco de la mañana (habían empezado a las tres)”.
El primer tema que oí fue Fumata del ladrillo y me dieron ganas de atracar un banco montado a caballo, gritando y armando bulla. Pero eran las dos de la mañana y yo tenía catorce años. Hacía unos fines de semana que le había pegado las primeras caladas a un porro, en total le habría dado unas 15 ó 20 chupadas en todo ese tiempo, me ponía amarillo muy rápido, pero ya me sentía un fumeta de pleno derecho. En el coche éramos tres y la litrona, nos aburríamos aunque no lo admitiéramos, pero de pronto aquella algarabía nos metió en una fiesta de chavales desmadejados de risa. Se llamaban por su nombre, “José, que me entra la fatiga, ay, eso ha sido de fumarme las olivas”, y encima uno de nosotros se llamaba José y era el que liaba los canelos. “No tiene papel, se lo ha llevao Rafael”. Nos reíamos, nos lamentábamos de que se nos hubiera olvidado la guitarra. “Aquí estoy descojonao escribiendo esta canción”. La letra contaba una situación trivial. Chavales zarandeados por el colocón que quieren ir al McDonalds, pero no tienen dinero porque se ha quedado en la casona. Esas referencias cotidianas que no pretendían explicarse para que el público lo entendiera nos convencían de que no éramos público, sino que pertenecíamos a ese mundo íntimo, y entonces “la niña miró al petardo y a luego me miró a mí”, y se nos representaban unos ojos azules que no eran de nadie, pero que de pronto estaban en el coche, con nosotros tres y con la litrona.
Luego sonó El aire de la calle que incitaba a llorar y a vivir, y decidí robarle el disco a mi amigo. Se lo pedí a sabiendas de que no iba a devolvérselo. Total, él solía ponerlo como un divertimento pasajero, como una anécdota. Éramos heavies y por un principio de tribu absurdo nos repelía todo lo que sonara flamenco. Éramos tan ignorantes que no comprendimos que aquello estaba más cerca de la pureza del rock que muchos grupos que escuchábamos, que hablaban de pegasos o del Cid simplemente por inercia, por puro mimetismo.
Desmenucé canción tras canción, era uno de esos álbumes que salen cada mucho tiempo porque crean una realidad alternativa, y el mundo, cada siglo, admite un número limitado de tergiversaciones creíbles y deseables. Ser cómo Er Migue parecía la forma más honesta de ser joven. Marcos del Ojo, El Canijo, y él iban por Jerez montados en La Cayetana, la moto de Migue, una Derbi Variant forrada de pegatinas de Kiko Veneno, Triana, Pata Negra. Iban a casa del Ratón para aprender a tocar la guitarra, para perfeccionar.
Migue llevaba camisa de botones y algunas noches se subía a la azotea de su casa e interpretaba los temas que había ido componiendo. Porque la música era como limpiar el aire y así ayudaba a la madrugada en su trabajo de reciclar la vida. Querer ser como Er Migue le hacía a uno comprarse algún colgante y sacarlo por fuera de la camiseta o dar palmas, en mitad de la calle, aunque uno no tuviera amigos flamencos, dar palmas como una advertencia a quien mirara. Ser como Er Migue era una cosa seria.
El poeta garrapatero, el matajare, cantaba siempre con el morro repuntado y la nariz arrugada como si tuviera una plaquita de pus en la garganta (que diría Zoe Valdés), pero sonriendo, consciente de que tenía la carne del aire apresada entre los dientes. Hay ronqueras hechas de décadas de cazalla, de ochos de la mañana y carajillos o de papel de plata, y luego está la de Er Migue, que a saber de dónde sale. Isabel Gutierrez, en Blanco y Negro, dio en el clavo: “No hay quien cuadre esas maneras de hombres maleados con los rostros casi infantiles de tres chavales risueños y alborotados”. Su voz venía de Rafael Amador, tendía al Torta y jugueteaba con las chirigotas o, por ejemplo, en mitad de Tartarichi con el vibrato de Elvis.
Hay una grabación de 1999. La formación no estaba al completo. Faltaba El Ratón. El Canijo abrazaba la guitarra totalmente encorvado y marcaba el ritmo con los dos pies. El Canijo ya jugaba mientras tocaba. Eran niños, con caras de niños y manos de niños. La voz de Migue sonaba menos rasgada. El sonido era sucio, errático, inexperto. Lo llamativo es que sólo faltaban cinco años para que un día de julio de 2004, a las dos de la tarde, su corazón se parara en su casa de Jerez. Acababa de pasar por un centro de desintoxicación en el que no había dejado de componer. Migue era un chaval que, en mitad de una entrevista, seguía punteando la guitarra, como si le quemaran las manos, sin hacer demasiado caso a las preguntas que se encargaba de responder El Canijo. En cinco años da tiempo a muchas cosas. En aquella grabación, tocan una versión primigenia de El aire de la calle. La letra era algo distinta. En un momento dicen “en mis bolsillos dos talegos de chocolate”. Entonces a Migue se le pone una sonrisa cachorra y desafiante. Camarón juntaba en su quejío todo la tragedia del pueblo gitano, un dolor que no pretendía curarse, sino, simplemente, expresarse. La voz de Er Migue era lo contrario: un bálsamo optimista; fue como Benjamin Button, venía de la vejez, traía una sabiduría paranormal, y no contemplaba otra opción que la de ser cada vez más joven.
Cuando se mudaron a San José Obrero, Migue tenía ocho años. Cuenta su hermano que salió a la calle y no tardó ni media hora en presentarse en la casa con cuatro niños diciendo que eran sus amigos. En 2004 tenía muchos más amigos, por toda España. Ocurrió a las dos de la tarde, Migue salió de la casa, con ocho años, con 21, con todas las edades puestas, con la vida. Me gustaría decir que alguien lo oyó cantar después de las dos de la tarde, mientras caminaba: “Cuando voy solo por la calle, sólo veo gorriones en los árboles. Cuando voy sólo por la calle, golondrinas en los cables”. Eran las dos y alguien lo oyó cantar.