La tarjeta es de crédito.
–¿Y? –respondo, intentando que no suene vacilón.
–Pues que la tarjeta del conductor tiene que ser de débito.
Yo tengo el codo derecho apoyado en el mostrador de la compañía de alquiler y la otra mano apoyada en la cadera, una pose que he ido adquiriendo a fuerza de ver que las cosas se tuercen al otro lado del mostrador. Giro el cuello y resoplo. A mi izquierda, mi hermana tuerce el gesto y da pie a lo que mi colega Hugo llama “el baile de los ojos”: sus iris se mueven alternativamente a izquierda y derecha, como buscando la solución en algún nervio de por ahí arriba.
Entonces mi padre, a través de su sentido arácnido-paternal, entiende que le necesitamos. Le dice a mi madre que esperase un momento. Se acerca y deja su tarjeta sobre el mostrador. Cuando mi hermana y yo estamos a punto de aplaudir, mi padre pregunta:
–Si yo me encuentro cansado, ¿puede coger el coche mi hijo?
Los ojos de mi hermana vuelven a bailar y vuelve a torcer el gesto. La señora de Europcar, de unos 30 años, pelirroja, se va estirando conforme gestionamos la reserva. Dice: “Ay, mira, por el mismo precio os voy a dar un todoterreno”. Mi hermana va a estallar –“como si no hubiéramos pagado, vaya idiota”, dirá después.
Salimos de la cabina de la compañía de alquiler de la estación de Sants y mi hermana estalla: “¡ES LA ÚLTIMA VEZ QUE ORGANIZO NADA CON VOSOTROS!”. A mi hermana se la llevan los demonios en este tipo de situaciones, pero tiene razón.
Esto se gestó hace meses. En abril o así hablé con ella y le dije que este verano me quedaría en Barcelona para hacer las prácticas del máster y que no podría ir a Mazarrón a criticar a los madrileños que pasan el verano en la costa murciana. Ella dijo que vendrían a verme. Y, a ocho horas de tren de distancia, noté cómo se le encendía una bombilla:
–Joder, ¡claro! Y desde allí alquilamos un coche y vamos a Portbou y a Colliure, el viaje que siempre ha querido hacer papá. Pero tiene que ser una sorpresa.
–¡Ya ves! Os quedáis unos días en mi piso –una especie de Nellcôte situado frene al mercado de Sant Antoni– y desde allí lo montamos.
El caso es que a estas horas, 10.30 de la mañana del sábado 8 de agosto, mi hermana lleva dos días preparando el viaje en la más absoluta soledad. No queremos que mis padres se enteren, y yo solo he hecho los comentarios de rigor tipo: “Joder, qué bonito va a ser”, “qué bien lo estás organizando”, “hay que ver qué fácil parecen estas cosas, ¿eh?” o “¿quieres un vaso de agua?”. Así que tiene razón. Ahora, derrotada, le reprocha a mi padre: “Papá, te dije que no preguntaras si él [se refiere a mí] podía coger el coche, obviamente te van a decir que no”. Lo que no entiendo es qué esperaba ella del tipo más legal que ha existido jamás, el tipo que pidió un permiso de obra al Ayuntamiento de Mula para arreglar la fachada de su casa mientras los vecinos se ponían el dedo índice a la altura de la sien y negaban con la cabeza y susurraban entre ellos, muy respetuosos, “está loco, está loco”.
Y ahora voy a hacer una elipsis. Os ahorro los “ay ay ay ay” de mi madre mientras mi padre saca el Nissan Qashqai blanco inmaculado de la cochera. Ya está. Elipsis hecha.
Son las 11.30 y acabamos de salir de Barcelona. AP-7. Dirección Portbou.
Eeeeh, ah, sí: ¿Por qué este es el viaje que mi padre ha querido hacer toda su vida? Bien. Cuando tenía diez o doce años vi en el baño de casa un libro llamado Walter Benjamin para principiantes. Era un cómic. Molaba, pero nunca pasé del “joder, qué interesante, ya me lo leeré cuando tenga gastroenteritis”. Y, para perjuicio de mi formación filosófica, mi organismo es de acero. Entonces entré a Periodismo y a las dos semanas ya sabía cuatro nombres para soltar los jueves por la noche, aunque esa es otra historia. Uno de ellos era Walter Benjamin. Supongo que algún viernes, resacoso, se lo solté a mi padre. Casi me abraza. Me contó que Walter Benjamin era la mente más lúcida del siglo XX, el rollo del lenguaje… y que era judío y que en 1940 huyó del nazismo y murió en Portbou por una sobredosis de morfina. Lo contaba realmente jodido.
Y lo de Colliure: hace dos veranos me dio por preguntar al personal a quién resucitaría si pudiera. Mi padre contestó que a Antonio Machado, que se exilió a Colliure con su madre al terminar la Guerra Civil y murió a los pocos días de llegar. Machado siempre ha estado en mi casa. Los chopos, el camino, los vientos del sur, todo. Y encima, maestro y republicano. Yo creo que alguna vez habré descubierto a mi padre leyendo a Machado como si aquello fuera una especie de tratado llamado Lo que la Historia debió ser. También creo que sabe adónde vamos. A los dos peajes, le da por decir, con su tono de maestro que tolera una travesura: “Adónde me estaréis llevaaaaando…”.
Mi madre también se lo huele. La disposición es esta: mi padre al volante, mi hermana a su derecha, con el GPS en su regazo. En la parte trasera, mi madre y yo. Mi madre está preocupada porque esta mañana hizo acopio de víveres para la travesía, y los ha metido en el maletero. Una vez que consigo sacarlos, se le ilumina la cara. Mi madre es la única persona del mundo que vio El señor de los anillos en clave de crítica a la gastronomía de la Tierra Media.
Suena Veneno y mi padre dice que unas veces piensa que las letras de Kiko Veneno son estúpidas y otras veces que son poesía. Yo digo que estoy de acuerdo, “pero que…” y entonces mi madre me interrumpe porque se ha puesto a llover. Mi madre dice: “Mira, nos ha tocado el mejor día para ir de excursión”. Mi hermana tenía la cabeza pegada al GPS intentando forzar algún tipo de telepatía con el aparato, pero saca un segundo para resoplar. Es la 13.30 y estamos llegando a Portbou. Portbou es muy parecido a como lo imaginaba: su mar en el centro de todo, sus barcas sobre las piedras formando esa estampa de la Costa Brava en la que uno imagina a Dalí esperando a los pescadores, sus guiris y sus lugareños conscientes de dónde viven. Mi padre se está emocionando. Se lo contamos todo y, como para demostrar que ahora ya está el a los mandos, baja la ventanilla y le pregunta a la primera lugareña por el monumento a Walter Benjamin. Una chica joven que está empezando a tener 70 años –un espécimen muy propio de los pueblos– señala hacia arriba y dice que es por ahí arriba. Mientras, guiña un ojo. “Joder, anda que has ido a preguntarle a la más lista del pueblo”, suelta mi madre. Mi padre está tan emocionado que no le responde ningún “¡¡Loli, solo estoy intentando que no nos perdamos, a la próxima preguntas tú!!”, ni nada por el estilo.
Subimos una carretera estrecha y encontramos una explanada empedrada con un cementerio al fondo. En el medio, mirando al mar, un bloque de acero oxidado. “Esto sí que me emociona, esto sí que me emociona”, susurra mi padre mientras trastea su cámara de fotos. Al acercarnos descubrimos que el bloque es un túnel que guarda una escalera que da al mar. Bajamos y descubrimos que, en su último tramo, hay un cristal con una frase de Benjamin: “Es una tarea más ardua honrar a la memoria de los seres anónimos que la de las personas célebres. La construcción histórica se consagra a la memoria de los que no tienen nombre”. En 1994, el artista israelí Dani Karavan levantó este monumento, titulado Pasajes, como la obra que el pensador alemán dejó inacabada.
Yo no sé qué decir. Los cuatro estamos callados. Estamos sentados en la escalera, mirando el mar a través del cristal. A veces oímos el ruido de la cámara de mi padre. Subimos la escalera. Leemos que los restos de Benjamin ya no están en el cementerio, sino en una fosa común. Sigue lloviendo. Mi madre y mi hermana miran el mar apoyadas en el acero oxidado. Mi padre y yo entramos al cementerio y encontramos una piedra rodeada de pequeños árboles. Apoyada en la piedra hay una placa que dice: “Walter Benjamin, BERLÍN 1892 – PORTBOU, 1940”. Debajo, una frase en alemán y catalán que dice: “No hay ningún documento de la cultura que no lo sea también de la barbarie”.
Salimos del cementerio y me apoyo en un árbol y miro al mar y a las montañas que separan este pueblo de Francia y entonces imagino a un señor con bigote cubierto de nieve luchando contra esas montañas sin parar de resollar. Imagino que a veces sonríe porque ve que el plan –salir de Francia y huir a Estados Unidos– se va a cumplir.
Entonces, mi padre, como para espabilarnos, dice que va siendo hora de comer. Subimos al coche y buscamos aparcamiento en el pueblo pero no encontramos y mi padre, en uno de sus clásicos venazos, sale del pueblo y paramos en una gasolinera. Mi hermana y yo decimos que pensábamos ir a Colliure. Mi padre sonríe y mi madre se pone tensa, porque es profesora de francés y se sabe responsable de todo lo que tenga que ver con Francia en casa. Ella fue quien me corrigió cuando Henry le marcó al Madrid en el Bernabéu y yo dije “¡¡PUTO HENRY!!”. Me dijo: “¡Se dice AAAAANGÍ!”.
Pasamos por la antigua aduana y mi padre habla de Soldados de Salamina y pregunta si sabemos el concepto de aura en el pensamiento de Benjamin. “Sííííííííííííí”, respondemos mi hermana y yo al unísono. Doblamos una curva y volvemos a ver Portbou. Su estación de tren, aún tan gris. La carretera sigue apuntando hacia arriba. “Mirad, mirad, por aquí iban huyendo los republicanos”, sigue mi padre, que está a lo suyo. En la parte de atrás, mi madre, con un tono cómplice que dice: “Yo tampoco le estoy escuchando”, y empieza a hablarme de cuando mi abuelo iba a Francia a trabajar. Me cuenta que Alegrías, el busero de mi pueblo, los dejaba justo antes de la frontera y que allí los recogía Marcel. El rollo del contrabando y demás. Me cuenta que mi tía no entendía nada de francés y que una vez tiró todas las manzanas al río porque entendió que su patrona se lo ordenó. Dice que a mi tío lo apreciaban mucho porque desde muy joven estaba acostumbrado a cargar con mucho peso. Dice que ella, que no tendría más de seis años, se quedaba en mi pueblo y acompañaba a mi abuela a dormir al raso, vigilando los melones. Dice que insultaba al cartero cuando no traía cartas de mi abuelo. Dice que el cartero se lo recordó toda su vida. Gira el cuello y mira por la ventana. Niega con la cabeza. Susurra: “Madre mía, cuánta miseria…”.
A la hora llegamos a Colliure. Después de buscar aparcamiento y no encontrarlo y aplacar otro posible venazo de mi padre y comer en un merendero a las afueras del pueblo, volvemos a llegar a Colliure. Ha dejado de llover. Bajamos por una calle muy transitada y encontramos, a la izquierda, el aparcamiento del cementerio. Petado, claro. Mi padre da dos vueltas y empieza a sudar. Aparca en doble fila y, de pronto, el cielo nos envía una señal. Un señor francés se va. Mi padre no ve que hay una señora francesa esperando para meterse, y hace un aparcamiento perfecto en dos maniobras. Mientras, la señora francesa se acuerda de nuestros antepasados. La única que la entiende es mi madre, que se baja del coche con los ojos cerrados y media sonrisa. Cara diplomática. En menos de lo que tardas en pronunciar baguette o soufflé o Thuram, mi madre pasa de ser una enviada especial de Naciones Unidas a una hooligan internacional.
Y aquí vamos los cuatro, camino del cementerio de Colliure en plan Reservoir Dogs.
El cementerio de Colliure son cien metros cuadrados de lápidas. Al entrar te topas con la de Antonio Machado. Intimida. Emociona. Está separada del resto. Hay un retrato del poeta y una placa que dice: “Y cuando llegue el último viaje y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”. Hay una bandera republicana y trozos de papel con mensajes como: “El mundo necesita hombres como tú”. Siento que estoy mostrando mis respetos a alguien de la familia. Siento que he venido aquí porque tenía que venir. Siento que estoy más cerca del polvo que hay debajo de esta placa de hormigón que de ese idiota tan propio de mi generación que dice que por qué no dejo de hablar de cosas que pasaron hace 75 años.
Le pregunto a mi padre por qué Machado no se fue a Sudamérica y me cuenta que él tenía un compromiso con su pueblo, y que ese compromiso le llevó a seguir el camino de su pueblo en la derrota. Dice que ha leído que, cuando murió Machado, cientos de republicanos levantaron la barbilla con orgullo y acompañaron el féretro desde su pensión hasta el cementerio. Lo noto emocionado. A los tres días murió Ana Ruiz, su madre. Buscamos su pensión, la Casa Quintana.
Mi madre pregunta en una de esas librerías de pueblos costeros en las que se venden pelotas de plástico, cazamariposas, gafas de buceo, chanclas, periódicos y libros. Yo entro detrás de ella con disimulo. Me hace ilusión ver a mi madre desenvolverse en francés. La conversación es fluida. La dependienta trata a mi madre como si fuera una parisina perdida. Yo giro la cabeza y asiento y aprieto los labios a la Raymond Domenech. Salimos, cruzamos un puente y encontramos la pensión. En la casa de al lado hay dos placas. La de arriba dice: “Rue Antonio Machado”. La de abajo: “Antonio Machado, poete espagnol, est mort le 22 fevrier 1939 dans la maison aun nº2 de cette rue”. La pensión está cerrada. Tiene tres pisos, dos balcones, una escalera, una fachada rosa y una huella. Le preguntó a mi padre de qué murió, y dice: “Tenía los pulmones jodidos, pero murió de tristeza”.
Los reyes de Mallorca querían una residencia de verano y se la construyeron entre 1276 y 1344. 800 años después, Colliure sigue siendo un lugar perfecto para veranear. 800 años después, un matrimonio de maestros con dos hijos sigue diciendo: “Joder, una casica aquí…”. Colliure me huele a Tour de Francia y a frontera. Hay gente caminando en todas direcciones y hablando en casi todos los idiomas.
Mi padre está alerta siempre que viajamos. No para de preguntar la hora. Son las cuatro y tenemos que entregar el coche a las diez en la misma oficina de alquiler de la estación de Sants. A cada minuto habla menos. Nos damos cuenta de que el hombre está sufriendo. Entonces le decimos: “Venga, vámonos ya, no sea que…”. Volvemos al coche y salimos de Colliure y vuelve a llover y voy a hacer otra elipsis, porque hay un atasco y tardamos seis horas en hacer un trayecto de tres.
Cosas que pasan durante esta elipsis:
–Mi padre, irónico, dice: “Toma con la superioridad de los franceses, tanto que nos venden y mira qué pedazo de atasco”. Niega y remata: “Durante siglos nos han vendido que son lo último de lo último y es todo mentira”.
–Mi madre me cuenta que mi abuelo siempre volvía con la voz más grave de Francia y que, al cabo de unos días, se recuperaba.
–Mi padre se desespera. Resopla y dice: “Bueno, al menos llevamos buena música”. Suena Primrose Green, de Ryley Walker. ESCUCHA ESE DISCO, POR DIOS.
–Yo busco detalles que me hagan recordar la fecha exacta en la que vi al Chava escaparse por esta carretera, porque seguro que lo he visto.
–Llegamos al primer peaje y esto parece la escena de La guerra de los mundos en la que todo Dios quiere cruzar el puente. De las quince cabinas disponibles, funcionan cuatro. A mi padre se le hincha una vena del cuello y yo creo que ya habría topado a alguien si el coche fuera suyo. Pero no, lo que le jode es otra cosa: “Lo que me jode es que nos traten a los ciudadanos como a cabras, pon ahí 15 operarios, pijo”.
–Pasamos el peaje. Son las 21.30 y queda… media hora de viaje.
Elipsis hecha.
Abordamos la Diagonal a más de 120. Mi madre ha confiado su vida al agarramanos que aprieta con fuerza. Mi hermana golpea el salpicadero y grita: “¡VAMOS, VAMOS!” Yo intento ser la voz de la razón y digo que igual merece la pena llevarlo aunque sea tarde, porque el suplemento saldrá más barato que llenar el depósito. Mi padre no hace caso a nadie. Tiene la cabeza a menos de diez centímetros del volante. Si no se hubiera quitado las gafas, cualquiera lo confundiría con un superhéroe que quiere reverdecer laureles. Por cierto, acabamos de adelantar al Batmobil, que circulaba por Gran Via. Yo qué sé, a mí no me miréis. El caso es que Batman ha sacado la cabeza y el puño por la ventana y se ha quejado como una viejecita. A la altura de Plaça Universitat, un señor saca un cartel de su balcón en el que pone: 4 minutos; Batman: +3 segundos. A su lado, uno más joven agita el puño. Llegamos a la oficina a las 21.59, pero queremos entrar por una calle en dirección prohibida. “¡ENTRA YA!”, me sorprendo gritando, como si ya estuviéramos por encima de la moralidad y el civismo y todo lo que me han enseñado en casa. Damos la vuelta. Ya son las diez. Los cuatro ponemos cara de Carlos Sainz. Entramos en la cochera a 10 por hora, pero el motor no para de quejarse. Mi padre se baja del coche y habla con el chaval. Diez minutos después, vuelve sonriendo. Todo solucionado.
Nos despedimos del Nissan Qashqai que era blanco inmaculado y salimos de la cochera. Ya en la calle, resoplamos. Hacemos piña. Yo iba a hacer la broma de Gabi Heinze de “nos partimos el ojete por el que está al lado”, pero no.
Caminamos desde Sants hasta Plaça Espanya como cuatro Jep Gambardella. Riendo y mirando al cielo.