María rezaba al alba su rosario, como cada mañana, para no llevar con retraso a los niños a la escuela. Sabía que dicho ritual le originaba negras ojeras pero todo sacrificio era bueno para agradecer siempre a Dios. Era una mujer extremadamente devota. Mientras templaba el agua para tomar una buena ducha, María solía escuchar las primeras noticias del día a través de un pequeño transistor. Ese día, de entre todos los sucesos internacionales, destacaba la intervención del portavoz del Gobierno de su país que anunciaba la prohibición absoluta del aborto en el Estado, penalizándolo incluso con la cárcel, fuera cuales fuesen las razones médicas que lo aconsejase. Muchas mujeres podrían acabar entre rejas pero María no podía ocultar su regocijo consciente de la satisfacción que le producía la locución. Se ponía fin a un genocidio.
Mientras se enjabonaba el pelo, reflexionaba sobre el largo camino por el desierto que habían recorrido tantos católicos que, como ella, veían recuperada la esencia cristiana de su tierra. Nunca llegó a entender cómo en tan poco tiempo de democracia, su sociedad estaba corrompida por las drogas, la pornografía, la destrucción de la familia, el infanticidio y la inmoralidad. Y de esto, claro está, culpaba profundamente a las décadas de gobiernos liberales que transformaron la libertad individual en una ofensa continua a los valores tradicionales, a Dios. Para María, la laicidad del Estado no supuso un avance sino una aberración innecesaria que no respetaba las raíces cristianas centenaria. María, además, tenía claro que, a diferencia de otros católicos, no cabía la hipocresía de las medias tintas: la Palabra de Dios no se podía aplicar al gusto, por lo que toda interpretación fuera de la Iglesia era una blasfemia. El respeto a la Ley de Dios era el camino verdadero a seguir para todos aquellos que vivían en pecado y María siempre rezaba por la conversión de todos ellos, por la salvación de su alma, ya fuera por las buenas… o por las malas. No eran conscientes de su error.
En el baño, a María se le agolpaban imágenes de cuando cambió todo. Su país, en medio dela peor crisis económica sufrida en toda su historia –que desató unas cifras de desempleo, corrupción y miserias insostenibles–, se abrazó al conservadurismo ultrarreligioso representado por una amalgama de partidos populistas que prometían construir una nueva sociedad basada en principios tan puros como el amor, la solidaridad, la fraternidad y la buenas costumbres, puestos de nuevo en valor a través de la doctrina social católica. Al principio, la gente recelaba pero acorralados y hartos del establishment de una élite político-social podrida, los ciudadanos empezaron a cuestionar la ética como única herramienta de gobierno y pensaron en probar a acompañarla de mora. Ya que no rinden cuentas ante la Justicia, ¿qué menos que rendirlas ante Dios? ¿Qué podía la ciudadanía ya perder? La nación estaba hecha unos zorros. En estas, la Conferencia Episcopal vio su oportunidad para llevar a cabo la recristianización que tanto anhelaban: pronto convirtieron los púlpitos en mítines, los cepillos en donaciones políticas y los medios afines de masas en portavoces acreditados. La campaña electoral cogió sabor a antigua cruzada entre laicistas y populistas religiosos. Y, al final, ocurrió lo que nadie podía imaginar: un tsunami de votos procatolicismo, sorprendió al mundo entero.
María sonreía ante el espejo al recordar que, sólo tres años después de este hito, el Catolicismo volvió a ser preeminente en las instituciones del Estado. Al poco tiempo, los matrimonios civiles se anularon, la homosexualidad pasó a ser un problema, el divorcio se abolió, el aborto quedó penalizado, los preservativos se expedían bajo receta médica, la libertad de culto se restringió, la pornografía se prohibió, la investigación científica se supeditó a la religión, el arte y contenidos públicos se censuraban, los cargos públicos se debían jurar ante Dios, la religión católica pasó a ser asignatura obligatoria, los impuestos a la Iglesia se devengaban, así como la política de igualdad de género se replanteó. Quedaban muchas otras cosas por hacer, pero Roma no se construyó en un día. Hubo innumerables protestas de opositores a las medidas, incluso de creyentes moderados, pero al final, todos tuvieron que adaptarse o marcharse.
María seguía vistiéndose encandilada en sus memorias cuando al darse cuenta de la hora, tuvo que acelerar el ritmo. Al llegar al garaje, el conductor le hizo una seña a su cabello, advirtiéndole que, con las prisas, se le había olvidado ponerse el nikab, el velo islámico de tradición wahabita. Sí, María ya llevaba un año en un país del Golfo Pérsico pero todavía no había interiorizado la idea de tener respetar unos códigos que le obligaban a ser lo que no era. María no olvidaba el dolor que le produjo haber tenido que dejar su cómoda ciudad occidental para acompañar a su marido, junto con sus hijos, a un lugar que le era totalmente ajeno pero en donde había encontrado trabajo y prosperidad.
Día a día, María se sentía exhausta descubriendo nuevas prohibiciones interpretadas por un régimen religioso, el wahabita, que interpretaba literal y rigurosamente la Sharia, la ley de Alá, hasta el punto que la reducía a menos que la nada, simplemente por el hecho de ser mujer. Ella estaba cansada de ser prisionera de sí misma. Si conducía era delito, su testimonio en un juicio era casi nulo, no podía trabajar, y mucho menos, realizar cualquier gestión sin el pertinente permiso de su marido. Por no hablar de salir por su cuenta del país, firmar un contrato o andar sola por la calle sin un familiar masculino. Hacía tiempo, además, que se sentía una criminal por llevar su rosario preferido escondido en un doble bolsillo –la última vez la sancionaron–, y el tener que buscar iglesias cristianas clandestinas le estresaba. Ya ni siquiera recordaba el sabor de un buen vino o de una buena ración de jamón serrano porque alguien un día interpretó que las bebidas alcohólicas y el cerdo estaban condenados por el Corán. Palabra divina. Le disgustaba tanto que sus hijos crecieran con las doctrinas del Islam en las escuelas que casi prefería que se quedasen en casa. Todo en aquel paisaje desértico atentaba contra la esencia de sí misma.
En estas se encontraba María, cuando al pasear sola de noche por una avenida, y sin esperarlo, un policía religioso le propinó un manotazo en la cara. Sorprendida, María le preguntó compungida qué mal había hecho. El guardia apuntándole con el dedo con inquina le espetó que estaba “infringiendo la voluntad de Alá”, reflejada en la ley local, que prohibía taxativamente que las mujeres caminasen solas. “¡Lo dice el Corán!”. Con la mano sintiendo todavía el calor de la bofetada, María se mordió el labio en un esfuerzo de contención de la frustración que le corroía. Mientras volvía a su casa, se preguntaba así misma sobre el sinsentido de una rigidez religiosa que hacía a una sociedad prisionera de sí misma; ella no entendía que le impusieran la intransigencia de una religión ajena; no entendía la fe ciega en la interpretación de un libro escrito hace 1.500 años; no entendía porqué le dictaban qué comer, cómo vestir y de qué manera relacionarse. No era libre y no lo entendía. Para ella, era una sinrazón la imposición de una homogeneización moral por encima de su propia libertad individual en una sociedad plural de la que también empezaba a formar parte. “¿Acaso todos tenemos que ser iguales?” María no entendía nada de este fundamentalismo hasta que hubo un momento en que se paró, se vio así misma reflejada borrosamente en un charco, y empezó a llorar amargamente.
Corriendo hacia su casa, María, lo entendió todo