Fotografías: Ismael Llopis (Momo-Mag)
Ramón Lobo, periodista de periodistas, acaba de publicar Todos náufragos (Ediciones B-Grupo Z), un libro autobiográfico, con elementos literarios, que se lee de una tacada. Un padre falangista que imparte una educación de hierro, una abuela hija de puta y una madre británica salvada y salvable. 400 páginas de periodismo y de persona, un libro para entender las últimas seis décadas de la historia de España. Lobo me ha citado en la librería Laie de Barcelona. No la conozco, aunque he oído hablar de ella muchas veces. He estado fuera de esta ciudad tanto tiempo… Soy una recién llegada y mi desubicación baila tanto en el plano geográfico como en el personal.
Llega, llegamos.
Empezamos a hablar de las librerías, de la necesidad de cuidarlas, de mimarlas. Nos sentamos en un sitio tranquilo. Alguien teclea en un MacBook, quizás una nota de despedida previa a un suicidio, probablemente un mail atrasado a un jefe o a un cliente. Quizás sólo esté revisando Facebook, o Twitter o alguna de esas herramientas del siglo XXI que nos han hecho perder la cabeza y las amistades.
Pide, pedimos. Café, agua, sándwich. Yo, un té verde. Me gusta desayunar en casa, pero eso no se lo digo a Ramón. Le enseño el libro garabateado al entrevistado, que me mira a través de unos ojos pequeños y brillantes llenos de vidas. Y después de conectar todos los dispositivos posibles para que no se pierda ni una palabra de lo que dice, empieza la charla. Lobo empieza describiendo su librería ideal:
–Me gusta entrar en sitios donde sepan de qué están hablando, en esos que entras y dices: mira, estoy escribiendo un libro sobre la locura. ¿Qué puedo leer? Y entonces el librero te sugiere 20 libros. Entrar en el Corte Inglés, con todo el respeto…
–Hay una librería en Barcelona, concretamente en Poblenou, que se llama No llegiu, y está haciendo muchas actividades, es genial. Hace poco organizaron una cena literaria con Antonio Muñoz Molina. También tuvieron recientemente a Juan Tallón. Está a tope siempre. Lo malo es que no han pasado ni dos meses desde que cerró Negra y Criminal, una librería especializada en novela negra, muy famosa.
Bueno, Ramón, me he leído tu libro en una semana. Me ha gustado, me ha gustado mucho. Yo no conocía tu historia familiar. Te tuteo, ¿puedo?
–Sí, sí.
–Emocionas cuando hablas de tus abuelos y de tu bisabuelo. Ellos son los que te enraízan con los Lobo, por parte de padre, y con los Leyder, por parte de madre. Hay un pasaje precioso en el que hablas de las muertes de las personas mayores, aquellas que no nos esperamos, ya que creemos que esas personas van a estar siempre a nuestro lado… Me ha gustado especialmente porque este año se murió mi abuelo, hace unos meses, una de esas personas que pensé que siempre iban a estar ahí. He vivido esos pasajes como muy propios.
–Sí, hay muchas preguntas que se nos olvida hacer.
–Yo nunca le pregunté a mi abuelo sobre el franquismo. Él vivía en un pueblo muy pequeño, de 600 habitantes, imagino que debió ser muy duro.
–En los pueblos había mucho miedo, y ha continuado habiendo miedo hasta hace dos días. Luego [Franco] se murió. Y pasó lo de siempre.
–Ramón, ¿por qué este libro ahora? Tienes 60 años.
–Casi 61.
–Lo escribes para perdonar.
–Sí, sobre todo para acabar una guerra. Yo he estado toda mi vida en guerra, aunque no sé cuándo empieza. No sé si empieza en la primera escena de Todos náufragos, cuando me invento otra familia a los siete años, aunque yo creo que comienza cuando nace mi hermana y me siento desplazado. Ahí empieza una guerra. Cuento que durante la primera infancia, cuando estuve en Venezuela, tenía asma, y eso me protegía contra todo. Aun así recuerdo alguna escena de educación autoritaria. Yo me rebelé contra esa educación autoritaria poco a poco. Primero con detalles, luego vestí esa rebeldía políticamente. Mi padre murió en el 83 y yo continué en guerra contra él y contra todo lo que significaba. He tenido problemas con casi todos mi jefes. No es que casi todos mis jefes hayan sido malos (ha habido algunos bastante buenos), mis peleas surgían de una actitud contra las figuras de autoridad no democráticas. Si son autoridades dialogantes, yo dialogo y creo en la jerarquía. Si es una autoridad autoritaria, automáticamente entro en combate. Si me dicen: esto se hace porque lo digo yo, me peleo con ellos.
Necesitaba cambiar. Por eso inicié este proceso. Un proceso lento. Este libro llega en el momento en que yo estoy en condiciones de escribir un libro desde una posición que no sea la venganza. Si hubiese escrito este libro hace diez años, no me hubiese permitido pacificarme. Tampoco podría haberme acercado ni un centímetro a él [a su padre]. Este es un libro duro, muy duro con él y muy duro conmigo.
–Y con la abuela Pilar.
–Sí. Es el cáncer de la familia.
–Hablas de ella muy mal. «Tenía talento para el mal, era manipuladora, una analfabeta política».
–Mi tía Josefina y ella son el mal personificado. El libro ha ido avanzando a medida que lo he ido escribiendo, pero yo también he evolucionado con el libro. He tratado de ser honesto, así que cuando Todos náufragos se vuelve contra mí, lo he aceptado. Es así. Este último domingo hice una cosa rara: me fui al cementerio a limpiar la tumba de mi padre. Eso es parte del proceso de paz iniciado, que es distinto que acabar la guerra. Las guerras terminan y no empieza la paz. La paz es un proceso de construcción mucho más complejo.
–La paz no es ausencia de guerra. Tú lo sabes mejor que nadie.
–En absoluto. Mi guerra ha terminado. Siento una paz interior tremenda, pero construir la paz con él va a requerir más tiempo. Quizás lo de ir a limpiar la tumba sea un primer paso, de la misma manera que arreglar la tumba de mi bisabuelo es buscar unas raíces que yo siempre he negado. Yo he negado sistemáticamente a toda mi familia española: eran fachas y no me interesaba. Yo sabía que mi abuelo y mi bisabuelo habían sido republicanos, y ha sido ahora, cuando me he acercado a ellos, que me he sentido Lobo.
–También hablas mucho en el libro de tu abuelo Marcel. Luxemburgués con pasaporte británico. Es curioso, porque según avanzan las páginas vas desgranando su figura, mitificada, y al final leemos que también había sombras en ese mito. Eso se aprecia en el capítulo donde hablas sobre tu primo Martin, mulato. Nunca habías cuestionado a esa parte de tu familia, la materna, pero cuando empiezas a indagar te das cuenta de que tampoco eran perfectos. Es un ejercicio de honestidad.
–Los pasajes que nombras no quiero que los lea mi madre. Ella va a cumplir 92 años, tiene Alzheimer, aunque no se lo hemos dicho. Por lo visto, ahora, a los enfermos ya no se les dice que tienen Alzheimer, se les explica que tienen problemas de memoria. Porque si no, entran en un bucle y no vale para nada el diagnóstico. Aunque yo creo que ella en el fondo lo sabe. No quiero que lo lea, porque quizás haya muchas cosas que a ella no le gusten. Y una es esa.
Yo sí tenía santificada a una parte de la familia, la de Inglaterra. Y a parte de la familia de mi padre, republicanos exiliados: mi tía Salud, mi tía Pilar y mi tío Manolo. A ellos, a mi abuelo y a mi bisabuelo los tenía santificados. Todos los demás estaban condenados. En este libro he descubierto que tampoco los republicanos eran tan santos. Mi tía Pilar era una hija de puta y la tía Salud era una tipa muy estirada. Todo lo que yo creía que era dignidad, era altanería, alta burguesía madrileña. Mi tía Pilar, por ejemplo, iba al teatro con chica de servicio, aunque yo le tenga mucho aprecio.
Entiendo a mi padre y a sus hermanos, que estuvieron en la División Azul. No me atrevo a juzgarles. En este libro, los que estaban en el cielo pasan al purgatorio y a los que estaban en el infierno les doy el derecho de salir el fin de semana.
En el libro intento, constantemente, hacer un juego entre mi familia y España. La pregunta que me hago al principio es: ¿Por qué se destruye esta familia? Una familia de universitarios, implicados en temas sociales, amigos de Azaña, relacionados con el Ateneo… ¿Por qué se destruye todo esto?
–En el libro hay un paralelismo, ciertamente, entre tu abuela Pilar y esa España negra que sobrevino tras la Guerra Civil.
–Sí, mi abuela Pilar es esa España, la España que destruye, la dictadura. Mi abuela Pilar también destruyó la familia. Y yo soy producto de una Transición que no se ha terminado de hacer bien. Sigo averiado, tal y como sigue averiado este país.
Este libro es una segunda Transición. Yo hice una Transición mala en el 83, cuando se murió mi padre. Como la española. Mi Transición de ahora es mucho más generosa y menos sectaria, y el resultado es este proceso de pacificación. Justamente lo que le falta a este país, que debe reconocer su propio pasado, y eso no es sólo buscar a nuestros muertos, que es fundamental, sino cerrar heridas y sanarnos mentalmente. Deben hablar las víctimas, los que quedan vivos de aquella época. Sin eso, en España nunca vamos a tener sociedad civil y seremos eternamente un país varado en la educación y la cultura. Estaremos imposibilitados para evolucionar y luchar contra la corrupción y la mentira.
–¿Puede ser que tu padre adoptase la actitud contraria a la de tu abuelo como un acto de rebelión, como hiciste tú? Quizás tu padre se hizo falangista como rebelión al republicanismo de tu abuelo o a causa de un sentimiento de autoridad malentendida, impuesta.
–Sí, seguro. Aunque yo no lo sé. Yo tengo mis opiniones pero en el libro lo dejo abierto, que cada uno opine lo que quiera. Yo creo que mi bisabuelo era una figura aplastante: era un tío brillante, amigo de Azaña, implicado políticamente. Mi abuelo, sin embargo, era una persona aplastada por la brillantez de su padre. No sé si se hizo médico de manera forzada, para contentar a su padre. En realidad él no quería ser médico, no tenía vocación. Primero fue aplastado por su padre y luego fue aplastado por su mujer. Mi abuelo era un calzonazos. Quizás eso haga brotar el rechazo de los hijos, sobre todo el de mi padre, que es el que luego contamina a los demás, contra esa figura paterna. Mi padre necesita una figura fuerte y acaba convirtiéndose en ella.
Yo también soy un poco calzonazos, tengo una incapacidad para enfrentarme a las cosas, soy de los que prefieren irse. Mi abuelo llegaba a casa y se encerraba en su despacho, pasaba de todo. Esa actitud de encerrarte, pasar e irte, la he heredado yo. Soy mucho más capaz en mi vida profesional que en mi vida personal, donde tengo una actitud distinta.
–De tu vida profesional hay mucho que decir y poco que añadir. Todos los que somos periodistas conocemos tu trayectoria. Has estado en muchas guerras, pero tu primer viaje como periodista fue a la Facultad de Derecho de Zaragoza, cuando estabas en Heraldo de Aragón en la sección de información internacional.
–Sí, me fascinó Leandro Ruiz. Yo llegué a la facultad para hablar con él; quería documentarme sobre un tema y estuvimos dos horas hablando mientras mirábamos unos mapas. Sabía un huevo, casi no pude hablar. Le pregunté qué tenía que hacer para saber tanto como él y me dijo que lo que tenía que tener claro era el marco de las historias que contara. Me dio una lección.
–El marco como contexto, entiendo.
–Sí, primero tú busca el contexto y luego, busca las perchas. Sin el marco, las perchas no se sostienen. Y eso es lo que siempre he hecho: siempre que he ido a conflictos, he buscado el contexto. Para entender un contexto que no es el tuyo hay que ser muy abierto. No puedes ir con un contexto fabricado de antemano desde tu Primer Mundo. Yo necesito sorpresas, si no hay sorpresas, me aburro. Por ejemplo, ahora, quiero hacer un viaje alrededor del mundo. Llevo un par de años con esa idea. Sin embargo, he pensado en dividirlo. La gente me pregunta si es para venderlo, pero no tengo ni idea. Ya veré según lo que me vaya encontrando. Esa siempre ha sido mi actitud profesional, no sé lo que me voy a encontrar ni lo que voy a hacer. Salgo por la mañana y no sé de lo que voy a escribir, y eso me fascina. Si yo saliera de España con los titulares hechos, preferiría no irme de viaje, porque detesto los aeropuertos y sus controles de seguridad. Detesto además las maletas y todo eso. Prefiero quedarme en casa. Si voy, es porque ese viaje me va a aportar alguna sorpresa, algo que me cambie, que me alimente.
El libro es eso: una búsqueda sin ningún objetivo claro, tan sólo encontrar una explicación a la destrucción de mi familia.
–También es lo que haces en tu trabajo: intentar explicar por qué pasa lo que pasa. En Afganistán, en Sarajevo, en Chechenia… Mencionas a algunos de tus compañeros de oficio como Bru Rovira o Gervasio Sánchez. Hablas mucho de Sarajevo y describes cómo sales de las guerras, poco a poco, reservando un par de días del viaje como epílogo para «desintoxicarte». ¿Qué haces con todas esas vivencias una vez llegas a casa? ¿Cómo se desprende un periodista de una guerra?
–Las secuelas quedan siempre. Hay viajes que no te producen ninguna y hay otros viajes que sí que dejan huella. A veces te das cuenta inmediatamente y a veces te das cuenta después. Yo pienso en el sofá, un espacio fundamental para pensar y escribir. Me gusta estar tumbado en el sofá. Quizás me viene de la infancia: cuando tenía asma siempre me tumbaba en la cama y me acostumbré a pasar tiempo extendido. Me gusta.
Cuando llegas de un viaje siempre tienes unos días libres y muchos de esos días los paso en el sofá, leyendo y pensando. Es un sitio de depuración. Como todas las cosas, el dolor y la alegría también se pueden medir. Es cierto que en este trabajo te llevas mucha mierda, te llevas historias de dolor humano. Esa carga te hace daño; sufres, pero también te llevas un montón de cosas positivas que te construyen como persona, como periodista, que te construyen la mirada. Es la letra pequeña, todo tiene un anverso. Yo siempre cuento lo que me han dado: una capacidad de mirar y de contar lo que veo. Siempre de una manera honesta. Suelo dejar los textos suficientemente abiertos como para que el lector pueda tomar sus propias decisiones.
–Sueles mencionar que tienes la capacidad de emocionarte. Explicas cómo eres capaz de emocionarte más con un niño en Sierra Leona que con tus sobrinos. Hablas de esa empatía con lo ajeno. A veces nos emocionamos más con asuntos que no nos tocan directamente.
–Yo creo que emocionarse es fundamental. La única manera que tenemos de entender es a través de la emoción. Tu emoción sirve para que la persona que tienes enfrente te sienta más próxima y se abra mucho más. Esa apertura es lo que a ti te permite entender. Luego, cuando escribes, esa emoción tiene que desaparecer, debe quedar sólo la emoción de la persona.
Mira, el otro día viendo el debate de El País [el debate electoral a tres bandas con Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias], me fijé en Rivera, un tío muy rápido y que habla muy bien, de manera estructurada. Sin embargo, el principal defecto que tiene es que no transmite. Parece un ciborg, un tío sin sentimientos. Habla con una enorme frialdad de la pobreza. Es como un robot. Hay muchísimos periodistas así, que van a los sitios ya con el titular hecho y le dicen a la gente: “Va, tú cuéntame tu vida”. Así no vas a encontrar nada. Para encontrar historias tienes que meterte en su territorio, tienes que sentarte en el suelo con ellos y dejar pasar el tiempo. Hay que ser paciente y tener una actitud de conexión y empatía.
–En tu libro hablas del “gran reportaje”. De esa necesidad de pasar tiempo en los sitios e impregnarte de todo; imagino que eso se deriva de buscar el marco como idea primordial. Hablas de los cronistas latinoamericanos…
–En España nunca hubo ese formato de gran reportaje. Este libro es un gran reportaje, quizás más cercano a la crónica latinoamericana. Yo utilizo la literatura para contar mi realidad. Nada de lo que cuento es falso, todo está comprobado por mí o a través de testimonios directos. Después hay un envoltorio que no es ficción, sino de mecanismos literarios para que el lector lo pueda leer. Eso es la crónica latinoamericana. El gran reportaje anglosajón es menos literario. La discusión es la de siempre: hasta qué punto puedes incluir ficción. Es fundamental jugar con elementos literarios, porque si no, los textos no se pueden leer. En España no existe eso. Quizás, si nos vamos atrás, podríamos nombrar a Chaves Nogales, que ahora está muy de moda. Pero Chaves Nogales a veces cuenta situaciones en las que él no estuvo. Alberti, por ejemplo, tiene un poema precioso sobre las Brigadas Internacionales, pero él no las vio sobre el terreno. Escribió esos versos desde el corazón. Pero claro, Alberti es un poeta, y Chaves es un periodista. Si vamos al trabajo anterior de Chaves Nogales, en París o Rusia pues sí, ahí sí que podemos encontrar ejemplos de gran reportaje.
El gran reportaje se ha mudado a los libros, ya no cabe en los periódicos. Aquí, [en España], tenemos mucho reportaje, pero muy poco gran reportaje. En primer lugar, tenemos un problema con nuestra tradición literaria, y el franquismo tiene mucho que ver. En América Latina cuentan con la figura de García Márquez, que es fundamental. Hay escritores latinoamericanos que son excelentes cuentistas: Onetti, Vargas Llosa, etcétera. Aquí no tenemos esa tradición.
–En Negratinta intentamos dar espacio a los temas de una manera más reposada, buscamos historias que generen textos largos. Evidentemente, también nos han comentado bastantes personas que “hay demasiada letra” en algunos artículos y entrevistas.
–A veces la gente compra productos que no va a leer, quiere tener el producto. En el periodismo español hemos roto una máxima. Yo te doy algo que está hecho con cierto talento, cierta dedicación y cierto cariño: evidentemente, te voy a cobrar por ello. Eso lo hemos roto, hay gente que quiere que les des gratis cosas llenas de talento. ¿Cómo puede ir una persona a Afganistán, pagarse el viaje, estar allí un mes –que te puede costar unos 3.000 euros–, si a la vuelta la revista te va a pagar 100 euros?
–Eso lo decía el videoperiodista Sergi Cabeza, que me contaba que en Siria pagaba 45 euros de seguro al día y le ofrecían 35 euros por crónica en algún medio.
–Yo ahora llevo un tiempo sin ir a guerras. En el mundo anglosajón existía el assignment: tú eras fotógrafo, venía una revista importante y te decía que quería unas fotos sobre un tema u otro. Te pagaban los gastos y te daban dinero. Te decían: necesitamos siete fotos de calidad, luego si hay algo más, te lo pagaré aparte. Con esas condiciones tú puedes hacer tus cuentas. Eso de irte a tomar por el culo, que llames a un medio y ni siquiera te cojan el teléfono… Esto es un trabajo, seamos serios. A mí, una vez me llamó una radio mexicana para hablar de Pinochet y les atendí con toda la amabilidad que pude. Al día siguiente me volvieron a llamar y les pregunté por el presupuesto. Les dije que si no pagaban que se fueran a tomar por el culo. Si quieres una crónica, tienes que pagarla.
–Claro, eso lo puede hacer Ramón Lobo, no Queralt Castillo…
–Por eso tenemos que trabajar para que salgan adelante productos como el que hacéis, que están muy bien. Como el de 5W. Hay que recuperar el valor de la calidad, si la gente lo compra o no lo compra, eso ya es otro tema. Tenemos que recuperar el buen periodismo y convencer a la gente de que el buen periodismo se paga. Se paga porque es una garantía de independencia, porque las cosas cuestan, ya no sólo irse a Afganistán, también hacer un reportaje sobre la pobreza en España y tirarte dos o tres meses por ahí. El otro día, en Málaga, encontré a una chica que trabaja para medios latinoamericanos. Lleva dos años en un pueblo haciendo un gran reportaje sobre cómo cambia la vida cuando te toca la lotería. Ese espíritu no lo tenemos aquí. Debemos defender el valor de nuestro trabajo para separar el trigo de la paja. Por el corta-pega no merece la pena pagar. Hay periódicos que están llorando porque la gente está dejándolos de comprar. ¿Qué me vas a contar, si tú estás copiando al New York Times? Respetemos el trabajo. Por otra parte está el análisis del tipo de historias que contamos y cómo las contamos. Si tú cuentas una historia desde un ángulo que es un coñazo, ¿cómo van a pagar por ello? Obviamente, tendrás que encontrar ángulos inteligentes para contar las cosas, y aún así no hay ninguna garantía.
Una de las grandes tragedias del periodismo en España es que hemos apostado por un lector que no lee periódicos. Entonces, cada vez se escribe más corto y todo se vuelve más audiovisual. El que quiera eso, que mire la tele. El que compra un periódico quiere leer, y leer algo que esté bien escrito y sin erratas. Nosotros hemos renunciado a ese público. El lector va al kiosco y coge lo que le dan.
–Compran ideología. Yo creo que es bueno leer periódicos de todos los talantes.
–Ya, pero por ejemplo, La Razón no intenta contarte la realidad, o te cuenta su realidad. A mí me parece muy bien que exista ideología, yo también la tengo. Pero la ideología no debería estar dentro de este juego. Tiene que estar en el enfoque, en la selección del tema. A mí igual me interesan más los pobres que los ricos, o prefiero las víctimas a los verdugos… Es ahí donde aplico mi manera de ver las cosas, pero yo luego no adoctrino, porque si lo hago, pierdo credibilidad.
–Bueno, eso le pasó a Capote en A sangre fría, que empatizó más con los verdugos…
–Tú conduces al lector, pero tienes que dejar el texto suficientemente abierto para que el lector pueda decidir. A mí uno de mis amigos me dijo que el personaje más acojonante era mi tía Josefina.
–A mí me ha gustado más la abuela Pilar
–Era un hija de puta.
–Es un personaje de telenovela de después de comer.
–Yo creo que tenemos que pelear. El otro día leí una frase en Twitter, o en el periódico, no lo sé… La frase decía: «Creo que todo es una mierda pero tengo esperanza». Pensé, ¡coño, me la tengo que copiar!
–En tu libro dices que las mujeres de tu familia se casaron con los hombres equivocados, pero luego llegas a esos personajes potentes como la abuela Pilar o la tía Josefina y piensas: los Lobo eran un matriarcado. Las mujeres deciden.
–Hay un primo mío, Jesús, que me preguntó cómo quedaban retratados sus padres en el libro. Y le dije que quedaban como unos miserables. Me contestó que le parecía estupendo. Me di cuenta de que si yo viví en un campo de reeducación, él vivió en un campo de exterminio. En el fondo, tuve suerte, porque yo no creo que mi padre fuera una mala persona. Era un tío que estaba muy equivocado en su punto de vista educativo. ¿De dónde sacó ese punto de vista? No tengo ni idea. Quizás del Ejército, de la Falange o de su madre. No lo sé, pero desde luego, se equivocó. Mi tía Josefina sí era una persona mala, además le gustaba su propia maldad.
–¿Podría ser tu padre un Eichmann en Jerusalén?
–Yo creo que no. Él quiso construir un hombre, que yo lo fuese. Nunca supe qué significaba ser un hombre. Quizás ser heterosexual, anticomunista, español y de derechas.
–Bueno, esta definición de hombre aún se lleva en algunos sectores…
–Sí. Yo la única condición que cumplo es la de heterosexual [se ríe]. A mí, las nacionalidades no me importan, aunque sí me siento de aquí, de Madrid. Mi país, sin embargo, es mucho más amplio. No tengo fronteras. Si hubiese podido elegir, me hubiese gustado tener pasaporte británico. Aunque para mí, el pasaporte tan sólo es un instrumento para entrar o salir, no algo con sentimiento.
Pero bueno, no soy de derechas y tampoco soy anticomunista. Tampoco he sido nunca del Partido Comunista, ya que tengo cierta alergia a las autoridades y a las verdades absolutas. Me ha pasado con la Iglesia y con el estalinismo. Siempre me han gustado los perdedores, por eso me causa interés la figura de Trotski, todo un heterodoxo.
–Dices que el lugar donde te sientes mejor como extranjero es Italia. También en Grecia. Muy mediterráneo todo.
–Es el efecto Calvino, uno de mis escritores favoritos, junto con Kafka, Borges y García Márquez. [Piensa] Y Saramago. Calvino me fascina y oí esa frase… «La vida consiste en buscar el lugar donde eres más feliz como extranjero». Y me puse a pensar. Sí, Italia es un excelente país para ser extranjero, aunque es un excelente país para no ser italiano.
–¿Te has sentido alguna vez extranjero aquí en España? ¿Quizás a la vuelta de las guerras?
–Sí. Y cuando vine de Venezuela. Yo era rubio, todos mis primos eran morenos. Se pensaban que era homosexual. ¡Por ser rubio! Me acuerdo de una vez que estábamos en una casa mi primo, dos chicas y yo. Llamó a la puerta de la habitación mi primo mayor y yo salí en calzoncillos, medio pedo, con una de las chicas corriendo en pelotas detrás de mí. Entonces mi primo me dio un beso y se fue a dar la buena nueva [ríe].
Sí, me he sentido extranjero de pequeño, ya que me sentía diferente a mis primos. Rechazado por mi tía y todo su mundo [Nota de la redactora: que la madre de Ramón fuera británica nunca fue bien visto por una parte de la familia Lobo]. Mi madre. británica; yo, rubio con los ojos claros. Era un gilipollas para mi abuela.
–El primo inglés.
–¡Aunque también me he sentido muy a gusto aquí!
–La figura de tu madre me produce contradicciones. A veces la describes con un carácter muy fuerte, cuando narras su pasión por los toros (por El Litri, concretamente) y su paso por Francia. Luego encontramos a esa madre subyugada a la figura de tu padre y a su ideología falangista. Es un personaje que evoluciona mucho. Tu padre no. Él vive franquista y muere franquista.
–Mi padre… quizás si hubiese vivido diez años más, hubiese evolucionado. Se murió pronto, a los 63. Mi madre sí, ella evoluciona. Mi madre nace con una enorme fuerza. De joven era muy decidida, de pequeña le pegó un par de bofetadas a un niño que se burló de ella por tener una madre francesa. Ella se metía en todos los charcos. ¿Cómo alguien así, que luego estuvo en la oficina de Charles de Gaulle en Londres preparando el D-Day, el desembarco de Normandía…. Cómo una mujer así se acaba enamorando de un fascista español? Yo creo que por la edad. Ella tenía 28 ó 29 años y aún estaba soltera. Todo eso influyó.
Mi padre en casa era un talibán. No le permitía ir en tirantes, no se podía bañar en la piscina porque no quería que la viesen en bañador. Y todo eso, lo fue aceptando.
En cuanto a mi educación, ella siempre estuvo con mi padre y nunca lo cuestionó. A lo largo de los años he descubierto que he tenido una ausencia de madre, pero la salvo en el libro. Cuando mi padre murió, ella recuperó toda la vitalidad, aunque conmigo y mis hermanas siempre ha sido fría. Es ahora cuando es muy cálida conmigo. Deduzco que la misma admiración que ella ha tenido por mi trabajo, la hubiese tenido mi padre. Y eso quizás hubiese sido un punto de encuentro y de reconciliación. Eso me lo dijo Andrés Trapiello. Diez o quince años más de vida nos hubiesen permitido un encuentro; de hecho, el último año, antes de su muerte, nos llevamos mejor, porque hubo menos política. Había ganado el PSOE y no había pasado nada.
Él se perdió un hijo por esa obsesión educacional y yo me perdí un padre por mi rebeldía. Claramente, perdimos los dos.
–Hablemos de cuando rechazaron tu ingreso en el Colegio del Pilar. En el libro destacas cómo puede llegar a afectar a tu vida una decisión ajena.
–No había plaza y me llevaron al Chamberí. Es un juego literario. ¿Qué hubiese pasado si hubiese entrado en El Pilar? Igual hubiese acabado siendo asesor de Aznar, o Vilallonga… o quizás hubiera sido Javier Krahe. ¿Hasta qué punto esas cosas te determinan y hasta qué punto venimos determinados? Puede ser que el gen de la rebeldía siempre estuviera allí.
Este libro no es mi biografía. Enric González lo llama novela. La ficción en mi libro está en este tipo de escenas, donde yo especulo cómo hubiera sido mi vida. Si me hubiese criado en Inglaterra, por ejemplo, quizás tendría un inglés de puta madre y podría escribir en el New York Times, o igual no tendría esta pasión por ser periodista.
–¿Aún fantaseas con ser otro?
–Ya no. Ya soy otro gracias a mi padre. Al final, le dedico el libro a él, que me convirtió, sin quererlo, en la persona que soy.
–Cerremos esta entrevista hablando de periodismo. En algún momento, cuando te echaron de El País dijiste: «Tendré que reordenarme, usar poco el teléfono y encontrar un nuevo estribillo. Ya no puedo llamar diciendo: ‘Hola, soy Ramón Lobo de El País‘; ahora soy sólo yo, sin rimbombancias». Y añadiste: «Perder el empleo es un tipo de muerte. Sin empleo, no hay profesión, identidad, tarjeta de entrada, etiqueta, pertenencia a un grupo, apariencia, seguridad en el pago de las deudas. Sin trabajo desaparecen los nombres y los apellidos. Te reduces a una estadística».
¿Cómo te reinventas después de aquel despido?
–Yo ya me había estado preparando preventivamente cuando empecé a escribir mi blog personal. La gente me preguntaba por qué le dedicaba tanto tiempo al blog. Era mi bote salvavidas, por si se hundía el Titanic o por si me echaban por la borda.
En el fondo, yo nunca he sido un militante acérrimo de El País. Como he trabajado fuera del periódico, en otros medios, El País no ha sido toda mi vida, a diferencia de lo que le pasaba a otros periodistas que fueron despedidos. Cuando se aprueba la reforma laboral, tengo clarísimo que va a haber un ERE y que voy a estar en él.
–Pero tú eras una de las firmas más potentes del diario.
–El ERE se hizo mal. Si hubieran pagado un poco más las indemnizaciones se habría solucionado buena parte del conflicto. Si quieres prescindir de determinadas personas porque te caen mal o porque contaminan la redacción, hazlo de forma diferente. En lugar de darte una indemnización de dos años, firma una indemnización de uno y contrata a esas personas para colaboraciones esporádicas. Te vas a casa y haces tu blog desde ahí y, de vez en cuando, te mandan un reportaje. De esa manera, El País hubiese podido mantener a una serie de firmas y el lector no hubiese sabido si tenían contrato fijo o no. El ERE lo diseñó una empresa de abogados, si las decisiones se hubieran tomado desde dentro estaríamos hablando de otra película.
Sin embargo, a pesar de haberme preparado y haber estudiado todas las posibilidades económicas para mantenerme a flote, cuando se ejecutó el ERE tuve una sensación de traición. Decidí no tener rencor, porque el rencor es una cárcel, no te aporta nada. No cambia nada.
Tomé la decisión de no hablar nunca mal de El País, porque no quiero y porque no puedo: ese diario me ha dado 20 años de vida extraordinarios. Yo no sería lo que soy sin eso ni hubiese podido escribir este libro. Además, tengo un montón de amigos dentro, y les deseo lo mejor. Me parece que, juntamente con La Vanguardia, es un periódico de referencia en este país. Yo prefiero que les vaya bien a que les vaya mal.
El otro día, por el tema de Miguel Ángel Aguilar, me llamó un medio alemán para pedirme opinión, pero les dije que no hablaba de ese asunto. Que yo no hablaba de El País, ni para bien ni para mal. Para mí es una etapa cerrada. Me siento bastante contento con esa actitud.
Después de El País me fue muy bien: enseguida me llamaron El Periódico de Cataluña, InfoLibre, JotDown… Ahora mismo gano la mitad de lo que ganaba pero tengo total control de mis horarios. No negocio con nadie. Si me invitan a venir a Barcelona, vengo con mi ordenador. Mi trabajo está dentro de ese aparato.
–Gervasio Sánchez escribe en El Heraldo de Aragón y podría firmar en otros medios ganando más dinero. O eso imagino….
–Gervasio lleva toda la vida siendo freelance y ha hecho de esa condición su bandera. Puede que algún día tengas sustos con las cuentas, pero también te da mucha libertad.
–Él trabajó de camarero en un restaurante de la Costa Daurada hasta pasados los 30.
–Sí, en verano. Y lo que sacaba se lo gastaba viajando a Centroamérica, haciendo reportajes. Gervasio es un ejemplo de tesón, de honestidad. Quizás no sea el mejor de su generación, en cuanto a la técnica, pero es el más capaz. Es como Capa, sus fotos son un puñetazo en la mesa. Es un tipo muy honesto y eso se nota en su trabajo. Nosotros hemos sido pareja de hecho hasta 2003, cuando nos separamos en Iraq. Yo lo quiero mucho. Para los estudiantes es muy buen ejemplo, igual que Mikel Ayestaran o Xavier Aldekoa.
–Espectacular nos parece el libro que ha publicado Aldekoa sobre África [Océano África, Peninsula 2014]. A falta de buenas crónicas de internacional en los periódicos, tendremos que comprar libros de los corresponsales.
[En este punto, empezamos a debatir sobre la figura de Politkovskaya y Kapuscinski y se alarga la conversación, obviamente. Le cuento a Ramón Lobo las ocasiones en las que ofrecí crónicas a algunos medios de comunicación españoles. Desde Nueva Zelanda, desde Indonesia, desde Estados Unidos. Tenía 24 años. ¡Inocente!]
–Lo que te hubiesen tenido que decir los medios es que les mandases el texto. Si el texto es malo, no te lo publicamos, si el texto es mejorable, lo mejoramos.
Ahí el tema es el lector. Al lector le da igual leer a un tío que está en la redacción de Tailandia cubriendo lo que pasa en Nueva Zelanda que leer a un tío que está en Nueva Zelanda y que escribe lo mismo que redactaría si estuviese en Madrid. Hay que escribir de otras formas. Hay que contar historias que enganchen.
[Al final de la conversación Ramón Lobo se confiesa nostálgico y como una persona que «acumula» aunque no cree en la frase «otro tiempo pasado siempre fue mejor». Para este sexagenario de conversación pausada, «todo lo que viene será mejor». El pasado lo alimenta, le da contexto, asegura. Mide la vida cada cinco años, para ser consciente de lo que se avanza. «Lo importante es seguir en movimiento, siempre se avanza: profesionalmente, personalmente, literariamente»].
–¿Cómo te ves dentro de diez o quince años?
–[Se ríe]. Bueno, si pierdo tripa –en el proceso de concepción del libro he engordado como tres o cuatro kilos de los 20 que me sobran– y no me muero… No lo sé.
Escribiendo este libro me doy cuenta de que hubiese podido haber hecho una mejor carrera periodística. Creo que tengo el talento y la preparación como para haber escrito mejores cosas. Me he acomodado en El País, no he tenido obligación de buscar mis límites. No me ha ido mal, pero me hubiese podido ir mejor. Este libro es la prueba de que podía haber hecho mejores cosas.
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Terminamos el desayuno hablando de Albert Pla y su libro, de Sánchez Dragó, personaje al que Ramón tiene especial cariño, a pesar de estar en diferente «franja horaria». Hablamos de Gabriela Wiener, de lo que ha aprendido Ramón a partir de este maravilloso trabajo, el de periodista. Tiene planes: la publicación de una novela sobre la crisis del periodismo con un trío amoroso de por medio y una vuelta al mundo por etapas. Dice que está viejo para hacerla de una sentada.
Lobo es lobo. Habla sin tapujos, pero siempre desde el respeto, desde una clase que quizás aprendió de su familia británica. Se considera un toca huevos. Yo le veo como un ejemplo de humildad y saber hacer.
El ruido ha ido en aumento a medida que han ido pasando las horas. Ramón se ha bebido un par de cafés, dos botellines de agua y se ha comido un sándwich. Mi té verde espera, ya frío.