Últimamente da igual a qué medio de comunicación le prestemos atención, en todos se oyen promesas, y estas últimas semanas de campaña electoral más quiméricas si cabe (utópicas la mayoría, imposibles otras por falta de dinero en las arcas de Papá Estado), lo cual no es peccata minuta. Es el cuento de nunca acabar, es cansino y es una exageración que ni los propios que las hacen se creen, se les nota (las palabras son cera, los hechos acero). El sonido mismo de las palabras saliendo de sus bocas chirría como un gozne oxidado o la tinta impresa produce dolor de ojos cuando plasma ilusiones vestidas de embustes que quieren pasar por verdades incólumes. Por eso suenan tan flojas, porque sabemos por la experiencia que da el desengaño que detrás no hay sustancia ni intención de cumplirlas, solo densas nubes de humo. Lo que uno quiere legítimamente es que las cosas funcionen como deben (sanidad, educación, servicios sociales, lo básico en definitiva, y que además se invierta en investigación) teniendo en cuenta dónde vivimos, en un país democrático, moderno, abierto, plural, que quiere progresar… ¿o es lo que decimos pero no es lo que pensamos? ¿Pensamos que es un desastre de país pero lo alabamos por el sol y el cachondeo que nos envidian fuera? ¿De qué presumimos? ¿De qué estado del bienestar nos hablan? ¿De qué principios básicos? ¿De qué justicia? Nos consta a todos que el amor que se le tiene al lugar de uno, a la tierra madre, incluye el orgullo por lo que hemos vivido y por lo que esperamos vivir en ella hasta morir, aunque el futuro se presenta aquí tan crudo a corto y medio plazo como lo ha sido desde el 2008, pues no habrá un remonte ni siquiera leve para estirar el cuello y ver el sol por encima de las nubes. Se ven venir muchas y negras abigarradas sobre la línea del horizonte.
Al igual que ha ocurrido siempre hay ricos y pobres, listos y tontos, guapos y feos, honrados y ladrones, es una realidad atemporal con la que el ser humano convive desde que empezamos a desarrollar el cerebro, nos erguimos y quisimos saber qué había más allá de nuestras narices. La progresión evolutiva quizás no fue en ese orden pero el resultado es lo que cuenta, que nos hicimos seres dependientes de los otros miembros de la comunidad, con cota de empatía, si cabe generosos, cada vez más inteligentes, lo que contrasta de frente con la involución de ahora mismo. Claramente nos estamos volviendo insolidarios, perdemos capacidad de reacción, pensamos menos, somos humanos pero con menor grado de humanidad. El hecho de que en vísperas de elecciones la gente se movilice para protestar, a la vista está que no es suficiente para dejar claro el hartazgo que tenemos de impunidad, desfachatez, altanería, grosería, chulería. ¿Hay personas intocables, personas impermeables, personas con un poder de persuasión tan grande que de tanto decirlas convierten en veraces las mentiras más gordas? ¿Se nos ve desde un prisma diferente dependiendo del partido al que apoyamos? ¿No caemos enfermos por igual, no necesitamos comer, no reaccionamos hasta llorar o reír cuando algo extraordinario nos conmueve? ¿No hemos de morir, quién sabe en qué circunstancias, tal vez solos? ¿Somos unos personas y otros más-personas con más derechos?
Pues no.
Pero usted quién se cree que es, habría que decirle a unos cuantos. No hay orden ni concierto, no lo hay. La línea roja la han cruzado algunos con una zancada que es pasmosa y con un movimiento de brazos que es intolerable, y hay que pararlos a golpe de mazo de juzgado y escalofrío de rejas, no es digno aceptar una moratoria. En vez de corderitos hemos de ser fiscales que se revuelven y ponen de su lado al juez, es decir, al sentido común. No hay juez más común que ése, por mucho que a diario el ser humano pierda algo de esa facultad que un cerebro evolucionado debe practicar antes que las demás. Es difícil mantener el ceño fruncido sin jamás darse reposo, dice bien Javier Marías.
La suspicacia, a estas alturas de la película, es un patrimonio desde luego muy valioso, pone en alerta, y la meta de este despropósito sibilino de los de arriba, se concluye, por tanto, es que hagamos la vida que hacen los amish o los menonitas. Austeridad, austeridad, austeridad, (terrible palabra si restringe libertades) y sumisión a unos dictados impuestos por decreto, o como sea, que es lo que es la ley mordaza. Parece que pretendan que volvamos a hacer las cosas como los tatarabuelos. No, ni tan siquiera como ellos, sino peor. Quieren que convirtamos el «respeto debido» en la «obediencia debida», que nos comportemos como súbditos. Es insano pensarlo, maldita sea. Así, porque ellos lo digan, tendremos que querer a la fuerza a personas de distinto género al nuestro, nada de querer hombres a hombres y mujeres a mujeres; tener hijos cuando vengan, nada de píldora ni preservativo ni nada que atente contra la vida, citándolos literalmente, como si hacer el amor consistiera en extraerse con la mano un óvulo y un espermatozoide, depositarlos en una pipeta y pegarlos con loctite para formar uno solo. Se obvia el placer con mayúsculas que da quererse con el tacto, con el gusto, con el olfato felino que se agudiza en ese momento. Hacer el amor comprende muchos gestos y muchos actos que nada tienen que ver con copular para reproducirse, y es bueno recordarlo por si hay alguien que se olvida de usar las manos hasta abarcar la piel del otro.
Pero sigamos con el día a día que nos espera de querer más de lo mismo. Habremos de usar velas cuando anochece o quinqués de aceite, como mucho; cocinar con gas o con leña, nada de luz eléctrica, y a lavar la ropa a mano o con una lavadora de madera que escurre a manivela; nada de frigorífico ni artilugios modernos que facilitan un poco la vida; nada de tele independiente ni radio libre ni casi música de ningún tipo a no ser que uno tenga en casa un instrumento y sepa tocarlo. En cuanto a los niños y las niñas, separación por principio. Reza el catecismo popular que cuando se les priva de tentaciones y malas costumbres su cerebro se acostumbra a inhibirse de lo malo y de las consecuencias que trae consigo, y por ende como adultos son seres amoldados a un comportamiento acorde a lo que se espera de ellos. Seremos entonces replicantes. Chico y chica, mientras tanto, inalterablemente disociados antes del matrimonio, insensibles al calor de una mano en la cintura.
Qué lástima sería.
Para despejar fantasmas viene a cuento escuchar un rato al maestro Dylan.
The times they are a-Changin‘, publicada en 1964, no es que sea el único paradigma de nada. Es más bien uno de esos temas (éste es de los buenos) que sin violencia inyectan un poquito de conciencia a aquellos que están adormilados, pasivos, que no descruzan los brazos, que mantienen la vista fija viendo escaparse oportunidades en un tiempo de cambios que les está pasando por la puerta. Cincuenta años después uno la escucha y es consciente de que la letra sigue vigente, tal vez más que nunca, y hace pensar lo rápido que va la vida para los que no corren a su ritmo sino siempre más lentos o apenas detrás de ella.