La postura de mi padre, reacia y desconfiada, se mantenía opuesta a mi elección. Pasado más de un lustro comprendo su discurso, pero no goza de mi compartir. “Tiene pocas salidas”, me recordaba, y aunque mi profesor de Lengua le habló de los gabinetes de comunicación y la necesidad de cada empresa, no parecía convencido. Hoy, aún me lo recuerda (huelga decir que nunca me faltó su apoyo). Le comprendo, pero no comparto. Pese a que en un juicio de argumentos tendría todas las de perder. En la justicia de la razón, claro.
Para el que ama crear con el abecedario no hay apenas alternativas académicas. Fui más romance imaginario de la escritura que aprendiz de periodista cuando ingresé en la nómina de alumnos de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla. Si ya de por sí es difícil estudiar una carrera, al menos haz una que te guste. Tenía en mí semillas de periodista, esa esencia que es el verdadero título de licenciado. La radio conversaba en mi intimidad con las madrugadas. La voz de un locutor, el susurro sobresaliente de unos auriculares. Me crié con tales sonidos esporádicamente. Imaginé ser una de esas voces, compañía de la nocturnidad. Ensoñé ser esos cronistas que, a tiempo real, describían cada uno de los momentos de las procesiones de la semana grande de mi ciudad, Sevilla. Quería ser el grano de arena que llevara algo a aquel que quería escuchar.
Me hastié de la carrera en tan sólo dos años. Aquello poco o nada tenía que ver con el periodismo. Y, mucho menos, con escribir. Ni una noticia. Ni una simple noticia en casi 700 días de carrera. Empecé el tercer curso con una desmotivación asoladora. Una losa que, unida a acontecimientos personales sobre todo, acabaron en una depresión y en la rutina de 600 miligramos diarios de antidepresivos en la previa al cuarto año de carrera. Aquel fracaso, por entonces, se convirtió en mi transformación. Me comprometí con mi entorno. Luché por mis derechos de estudiante y descubrí el no periodismo. Encontré en otras causas mis motivaciones. Un adiós supuso una de las más bonitas bienvenidas a mi vida. Mi renacimiento. Mi siglo XV.
Aprendí en mi soledad. Alcancé la felicidad. Me encontré solo. Me encontré. Quise crecer tanto, que acabé derrumbado y ensangrentado en los escombros de mi idealismo. Hoy, cicatrices que me representan. Lo que me llevé de esos meses de bonanza fue el sendero descubierto. Unos principios lozanos que en la actualidad ya no es arena limpia, sino pedregosa. Vi las miserias de mi profesión, los engaños y abusos ante la ciudadanía, el maltrato a la sociedad y el demonio como director de un periódico globalizado. Me enamoré del periodismo.
Los dos últimos años de la licenciatura consagraron mi afán, mermado en estos días de esperanzas gratinadas. La universidad por fin me traía periodismo para realizarme. Escribía, analizaba y, sobre todo, pensaba. Mi mente, frágil en salud, se abrió en un nuevo universo ilimitado. Esa es la gran asignatura que me enseñó el recinto de la Isla de la Cartuja: el pensamiento crítico. La definición del periodismo no viene en un libro, manual o Wikipedia. Viene en la mente. Se instala en el corazón. En esos dos últimos años me aislé, me desplacé de los míos por las réplicas del terremoto sufrido al inicio de mi último año. En ese aislamiento, en el que estaba tembloroso, reconocí una nueva universidad. Encontré de nuevo el amor, hice nuevos amigos, la mayoría ni siquiera alumnos, y me gradué ante las lágrimas de mis padres al verme subir a ese estrado en uno de los días más hermosos de mi vida.
Mi sino, a junio de 2015, es el INEM. Me frustro. Pero, aunque nunca trabaje como periodista, jamás me arrepentiré de haber estudiado Periodismo. Nunca serán cinco años perdidos. Soy por lo que fui y seré por lo que soy. Quisiera ser el antihéroe de los grandes conglomerados mediáticos. La pieza tóxica que desarme el entramado de los grandes dueños del mundo. Expandir mi veneno por cada una de las redes que cruzan las estaciones de Time-Warner, la CBS, Prisa, Telefónica, Televisa, Pearson, Bertelsmann… O al menos, un elixir que limpie la pus que supura un periodismo asesinado. Frenar esa sangrienta hemorragia.
Honesto, consigo mismo y a los que se debe; firme, en sus construcciones y convicciones; ambicioso, en sus metas y para los que le creen; crítico, con sus acciones y con su entorno; comprometido, a esa sociedad que le vio nacer hace siglos; y digno, sin ultrajar ni ultrajarse. Ese es el periodismo al que yo amo y me han enseñado. Ése es el periodismo por el que yo me comprometí cuando más bajo creí estar. Periodismo, simplemente.
Cuando el periodismo se convirtió en un mito, ambicionó estar por encima de sus límites, y se escudó en su importancia, fracasó. Le faltó humildad, la de saberse que delante de cada letra impresa había una persona, y detrás… otra. Se quemó. Sus colmillos de guardián se lo comieron a él mismo. Se encarceló en sus lujurias, se vendió en el olvido de a quien debía respaldar y respaldarle. Hoy suena a banda sonora épica y melancólica. De aquel que guarda un potencial descomunal y llora en sus derrotas.
Justo en sus protecciones y denuncias. Literario al contar de otra forma la vida. Servicial al ciudadano, escribir por y para él. Ejemplo para sus lectores, oyentes y telespectadores. Mi imaginario esbozó un periodismo utópico, que se cae con la experiencia y con los días. La minoría que se mueve en reductos marginales, pero que evitan que la Real Academia de la Lengua Española algún día hagan desaparecer palabras tan bellas como esperanza o alternativa.
Me siento vivo cuando ejerzo el periodismo. Afortunado en la cobertura de cualquier acto al poder contar lo que veo y ser los ojos de los que no están, y vuelve a mí el niño que narraba sus partidas en un videojuego cuando está delante de un micrófono, donde no le ve nadie pero done le escuchan millares. Me siento responsable cuando junto letras que serán leídas por unos anónimos. Libre cuando escribo, porque es mi palabra, con todas sus consecuencias. Necesario para aquel que me necesita. Feliz, porque construyo sociedad.
El romance imaginario de la escritura acabó por convertirse en un periodista de verdad. Pese a los vestigios rotos, algo queda cuando escribe y cuando piensa en periodismo. No estoy en la nube, por eso ya no sueño tan apasionadamente. Terrícola de la rutina, un tanto fuera del sistema, y algo a la vuelta de demasiadas cosas. A la ruptura del bipartidismo sólo le queda la brecha generacional. Ojalá que mi generación sea el resquebrajo de un no periodismo que asesina a esta nuestra sociedad. Mi sociedad. Me hice persona con todo eso. Por eso periodismo, Papá.