Realmente, lo que yo hago en mis películas es dirigir el tráfico
Luis García Berlanga (Berlanga, perversiones de un soñador, Nickel Odeon Dos)

Siendo una visión modesta y desmitificadora de su trabajo como director, las palabras de Luis García Berlanga no dejan de ser elocuentes en cuanto a su manera de concebir la puesta en escena. Prescindiendo de cualquier artificio técnico, el sello creativo de Berlanga se reconoce en su predilección por el plano secuencia habitado por una multitud de personajes que entran, salen o se mueven por el espacio cinematográfico con una naturalidad que disfraza de sencillez lo que es en realidad un absoluto dominio del tiempo y espacio cinematográficos. Y si esto es evidente en toda su filmografía, es en Plácido donde este dominio alcanza sus máximas cotas de perfección.

Pero además, y si cabe todavía más importante, Plácido es también la mejor muestra de la que es sin lugar a dudas la visión más crítica y corrosiva de la España franquista que ha dado la cinematografía de este país (junto con El verdugo), hasta el punto de que la mera existencia de una película como la que nos ocupa resulte desde la perspectiva actual una especie de milagro cinematográfico (para los agnósticos, milagro atribuible más bien a la ceguera, torpeza o desidia de los censores de la época). Imprescindible en este punto destacar el trabajo del que fue cómplice y coautor de la escritura de los mejores títulos de la filmografía de Berlanga, Rafael Azcona, con un guión que es un prodigio de ritmo, diálogos y estructura (firmado en este caso a cuatro manos, con el mismo Berlanga, José Luis Colina y José Luis Font).

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Y si de milagro cabe calificar la mera existencia de una película como Plácido (teniendo en cuenta la situación política del país), no menos milagroso es el espléndido reparto que reunió Berlanga para la película (aunque, de nuevo, los agnósticos atribuirán no sin razón este punto a la importantísima y desaparecida tradición de actores secundarios del cine de la época): José Luis López Vázquez, Elvira Quintillá, Amparo Soler Leal, Manuel Alexandre, Amelia de la Torre, Agustín González, Luis Ciges o Antonio Ferrandis, entre otros, componen el maravilloso repertorio de esta película auténticamente coral (nunca más apropiado un término tan ligeramente utilizado en demasiadas ocasiones). Mención aparte merece el actor que encarna al personaje que da título a la película, Cassen, en un deslumbrante debut cinematográfico que tendría continuidad con la fantástica Atraco a las 3 (José María Forqué, 1962), pero que desgraciadamente ya no ofrecería ningún otro título destacable hasta el final de su carrera.

El inicio de la película, con la secuencia en los baños públicos donde vive (!) la familia de Plácido es ejemplar en cuanto a los tres puntos anteriormente citados (puesta en escena, guión y reparto): con únicamente dos tomas (formalmente inversas: una panorámica de derecha a izquierda al inicio y el plano contrario al final) en las que los personajes se mueven con una precisión milimétrica que pasa totalmente desapercibida al espectador, Berlanga introduce a los dos personajes principales (Plácido y Gabino Quintanilla), las motivaciones que van a regir su comportamiento (pagar la letra del carricoche el primero, organizar la jornada de beneficencia el segundo), además de poner en imágenes el mísero entorno familiar del protagonista y presentar algunos de los ‘principales personajes secundarios’ de la película (valga la paradoja del término, tratándose de la obra de Berlanga).

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A partir de este momento la película se estructura en bloques de largas secuencias (o planos secuencias, que así podemos calificarlas incluso cuando se componen de dos o tres tomas) cargadas de pequeños detalles (diálogos, gestos, miradas) que retratan con humor corrosivo y ciertamente desesperanzado a la totalidad de sus personajes, y  que, siendo especialmente incisivo con aquéllos que representan las esferas de poder (económico, político y religioso), no deja de reflejar también las miserias de la conformista clase media de la época. Es aquí cuando aparece el tono más desesperanzado de la película, llegando a convertirse en una obra de desaforado humor negro, como vemos en la hilarante escena en la que se distribuye a los mendigos para la bienvenida a los artistas (fotograma 2): cuando una monja descubre que uno de los ancianos lleva un cirio, le increpa: “¡A usted le tocaba entierro!” “No hermana, ¡yo fui ayer!”, responde el anciano, ante lo cual finalmente interviene Gabino Quintanilla, “Hermana, hemos tenido que recurrir a los pobres de la calle, si ahora mandan a los viejos del asilo a los entierros ¡las familias se quedaran sin pobres!”

Toda la película está plagada de este negrísimo humor que produce hilaridad al primer momento para inmediatamente después dejar una sonrisa helada en el espectador ante la evidencia de la miseria física y moral de todos sus personajes. La secuencia de la subasta (fotograma 3), en la que los empleados pujan por invitar a un pobre a su casa para ‘aparentar’ y quedar bien con sus superiores, es un nuevo ejemplo de esta crítica feroz que plantea la obra, utilizando el humor como única y potentísima ‘arma de corrosión masiva’.

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Obra cumbre de su filmografía, Berlanga recupera en Plácido la idea argumental de Bienvenido Mr. Marshall (1953): si en aquella toda la historia se sustentaba en las expectativas frustradas que provocaban en la población la llegada de los americanos, en Plácido lo que la población espera es la llagada de “los artistas”, que pronto comprobaremos que son actores de poca monta, tal como explica uno de los representantes a un periodista de crónica social (“tienes que comprender que las primeras estrellas no se mueven de casa”).

Pero si en 1953, los habitantes de Villar del Río descubren finalmente el engaño al que han sido sometidos (y, por consiguiente, mantienen un ápice de la dignidad que les confiere el hecho de ser conscientes de su situación), los personajes de Plácido, al contrario, reciben con forzado entusiasmo a las falsas estrellas (fotograma 4) y asumen con resignación el papel de cooperantes en esta enorme farsa que les toca interpretar. Un diagnóstico mucho más despiadado y feroz de una sociedad voluntaria e indignamente sometida a los designios del poder.

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