Ilustración: Carlos Santiago
Pablo Iglesias se acaricia la barba del cuello, estira de un mechoncillo con el pulgar y el índice y sueña con una cabeza de caballo en la cama asustada de la izquierda. Su barba es pobre y ‘archipiélaga’, una espesura desigual que se aglutina camino de la boca, unas hilachas finísimas, movibles: inconsistentes. Tira de ellas. Calcula.
El líder de Podemos coló una columna encorvada en la actualidad, unos brazos en jarra de jinete a medianoche, un mentón adelantado y desafiante. Detonó los cerrojos del desapasionamiento político, del ‘botox’ ideológico, de la planicie facial de quienes simplemente gestionaban las disposiciones de la providencia de los mercados. Habló de responsabilidades y voluntades escondidas tras los designios divinos del dinero, parecía que un pulso de rabia y volumen latía con fortuna bajo unas ideas y un temperamento pedagógico a lo Julio Anguita. Cautivó rascándose en sitios donde nos rascamos todos, con los pantalones mal anclados y el entrecejo tachado de enojo sobre el sillón de un plató.
Hoy sueña con cabezas de caballo. Ahora desautoriza cualquier brote de crítica con la misma dentadura vestigial y canina que exhibía para levantar espumarajos en las bocas de Eduardo Inda o Alfonso Rojo. Ama las confrontaciones, disfruta dominándolas. Escucha las críticas con un asentimiento burlón y ríe desde los colmillos con un absceso de excitación sádica.
Algo mutó en el espectro de sus palabras, una cosa que no vive exactamente en los fonemas ni en el plano del concepto, una secreción, una hormona mesiánica cada vez más olorosa que traiciona su cautela y desvela una concepción enaltecida de sí mismo. Por eso se desliza plácidamente hacia la arrogancia, el desprecio y la falta de respeto y de sentido del ridículo, por eso despotrica de cenizos y de pitufos gruñones o se arranca por Pimpinela.
El de Vallecas sobreactúa y se le nota, sobre todo, cuando se pierde en adulaciones: da lástima advertir el descaro con que masajea el amor propio (los genitales del alma) de su interlocutor. Mirad el debate con López Aguilar o la entrevista con Pedro Piqueras. Fijaos en cómo allana el ceño y ejecuta un meneo ralentizado de cráneo, a la vez que emite una voz serena y paladeada que no se limita a exponer la virtud del otro, más bien busca compararlo, ensalzarlo sobre los defectos de su colectivo (ya sea el PSOE o el periodismo). Un clásico de la manipulación: apropiarse del contrincante y extraerlo emocionalmente de su entorno.
La sobreactuación es un arma del carisma, sin duda, pero igual que la moda, el carisma se estructura en ciclos: cuando se desvanece el clima estético y social que lo sustenta, cae sin remisión en el ridículo.
El líder abandona la pedagogía. El líder, hace más de un año, tras una ola de aplausos en un mitin, reflexionó sobre la hipocresía de acudir a un pedestal a discursear y ser jaleado. Ahora se separa de los atriles para captar con perspectiva y despatarre los vítores de las gradas. El líder caldea, agita, se cachondea, reparte en sus discursos cada vez más arrobas de pienso insípido: las ideas que dilataron tantas pupilas se convierten en consignas, se evaporan, víctimas de una reiteración viciosa. Un ruido de triquiñuela gana peso en la palabra ‘gente’. El eslogan es la tumba de la idea.
Maupassant describió a unos soldados: unos jóvenes voluntarios que estaban siempre alerta “prontos a entusiasmarse, tan dispuestos al ataque como a la huida”. Se arriesga mucho radicando el discurso en la superficialidad de la emoción. Aunque, bien pensado, tal vez interese esa ligereza ideológica, tal vez constituya una táctica a largo plazo: cebar el liderazgo y la santidad de Pablo Iglesias para que el apoyo lo aúpe a él y no a un programa, para que la liquidez de principios no zarandee al partido mientras siga ondeando la coleta.
Su popularidad desahucia y soborna al resto del partido y de la izquierda, él lo sabe, igual que lo sabía Felipe González cuando su renuncia de cartón en el 79. Iglesias tilda de chantaje a la confluencia mientras rula una hilacha de perilla: sueña con cabezas de caballo en la cama cautiva y desarmada de la izquierda.
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