Conviene precisar qué se entiende por «un nuevo encaje de Catalunya en España», expresión que tanta fortuna ha hecho en el establishment político-periodístico de la España contemporánea: grosso modo, significa que el Estado y la Generalitat catalana negocien un cupo, es decir, hacer extensible la situación fiscal de la comunidad autónoma vasca al territorio de Cataluña. Esta diferencia con respecto al sistema de tributación y recaudación general del Reino de España se da también en la comunidad foral de Navarra, con lo que, de facto, la cuestión catalana, para los moderados y pragmáticos, gira en torno a la ampliación de la desigualdad entre españoles consagrada por la Constitución de 1978 en su Disposición Adicional Primera.
Puede decirse que España es un Estado federal construido a medias, con un desequilibrio claro puesto que los únicos sujetos posibles de soberanía, que son los ciudadanos españoles, ven conculcados algunos aspectos de su libertad e igualdad jurídicas por la reverencia obsoleta y arcaica a los denominados derechos históricos de los territorios. El federalismo, en síntesis, es una salvaguarda clara de la autoridad del Estado moderno: delimitando las materias sobre cuya competencia tiene el Estado el absoluto monopolio de su gestión, se establece un régimen honesto, libre y nítido entre la administración central y las diferentes administraciones regionales. Los territorios, entidades abstractas, no pueden heredar ningún derecho, puesto que tampoco pueden ser sujetos de ningún deber. Cuando la reforma de la Constitución sea un tema de discusión franca y común en la opinión pública de España, cosa que sucederá a no mucho tardar, en tres o cuatro años, los socialistas volverán a ofrecer su «solución federal».
Albergo muchas dudas sobre la idoneidad de una propuesta que, a día de hoy, continúa asumiendo el grave desequilibrio establecido por los regímenes forales y los conciertos económicos vascos. La mayoría social democristiana, conservadora o tendente hacia el centro-derecha, representada por el partido mayoritario en este momento de la Historia de la nación (el PP), se ha mostrado esquiva al respecto del debate sobre la convenciencia de la reforma constitucional. En cambio, podemos saber, a ciencia cierta, hacia dónde inclinarán sus balanzas tanto las masas críticas del neo-comunismo, como las nacionalistas de diverso pelaje: unos, hacia la deriva confederal de naturaleza profundamente estatalista; otros, hacia la desarticulación definitiva del Estado central como paso previo al alzamiento de repúblicas extravagantes cuya modernidad es susceptible de ser puesta en duda dados los devaneos feudalistas de sus promotores, tanto actuales como históricos.
El federalismo, por consiguiente, surge en el horizonte velado de la nación española como una meta deseable pues definiría con exactitud las competencias de los diversos centros de poder en España. Asuntos de capital importancia para el devenir de una sociedad, como la educación pública, la sanidad, la seguridad nacional, la defensa o la recaudación y redistribución de la riqueza, resultarían sublimados dado el carácter central, federal y por ende, solidarios e interterritorial que adquiriría su gestión. No obstante, creo imposible que a corto plazo se den las condiciones ambientales que permitan el espíritu crítico y la generosidad política que requeriría una implementación rigurosa del federalismo en España, dada la alteración notable que un Estado federal simétrico e igualitario supondría en el actual equilibrio de intereses existentes a nivel nacional como a nivel autonómico y local. Demasiados ecosistemas asentados tras décadas de elefantiasis, clientelismo y depravación a-institucional verían abatirse la reforma federal de la Constitución como si fuese un hacha cayendo en mitad de una maraña selvática. La reacción natural de las alimañas, en la jungla, es atacar abruptamente al cuerpo invasor.