Aterricé en el diminuto aeropuerto de Lesbos a principios de marzo, cuando esta isla griega en forma de cruasán atraía los focos mediáticos de medio mundo y los helenos parecían hacer lo que buenamente podían para recibir y brindar asistencia

a las miles de familias que, amenazadas de muerte en sus países, lo dejaron todo de la noche a la mañana y se embarcaron en una huida con destino a la paz que resultaría ser mucho más larga y dolorosa de lo esperado.

Mientras ellos llegaban por mar, a bordo de desvencijadas barcas neumáticas atiborradas de niñas, ancianos, mujeres embarazadas y maletas repletas de espantosos recuerdos todavía muy recientes, nosotros aterrizábamos en la minúscula pista de aterrizaje de Mitilene, a escasos cinco kilómetros de la encantadora capital de la isla. Sus estrechas calles, colmadas de tiendas de suvenires, bares de copas y familias occidentales disfrutando de las terrazas al borde del mar con vistas al puerto, parecían querer subrayar el contraste entre nosotros y ellos.refugiados bernatas

Empecé a trabajar en Moria, el centro de registro de solicitantes de asilo a donde los autobuses de ACNUR les conducían a ellos desde las playas de Lesbos nada más tocar suelo Europeo. En la zona más alta de la colina de Moria, Lighthouse Relief (una pequeña organización de voluntarios sueca) habilitó un área para familias. Atendíamos a hombres, mujeres y, sobre todo, niños. Pasábamos las frías noches recibiendo autobuses repletos de gente, distribuyendo mantas, ropa seca y agua. Acompañábamos a las familias hasta los dormitorios, donde compartían techo con otros refugiados (a veces más de 40), venidos en su mayoría de Siria, Irak, Afganistán y Pakistán. Éramos su primer contacto con Europa.

Moria. Lo que en el pasado fue una cárcel rodeada de vallas metálicas y alambre de espino, era ahora un centro que albergaba, por encima de todo, las esperanzas de miles de personas. A pesar de la naturaleza fría y hostil del recinto, se percibía en el ambiente una especie de felicidad ahogada. Al bajar del autobús, largas colas de refugiados esperaban, pacientes, a ser registrados como tal. Estamos a salvo, se repetían unos a otros. Algunos nos abrazaban. Habían dejado atrás cinco largos años de olor a sangre y muerte; eternas caminatas por las montañas de sus respectivos países hasta cruzar la frontera; semanas –cuando no meses– de arresto en cárceles turcas; palizas por parte de las autoridades… Y habían sobrevivido, también, a una peligrosa travesía a bordo de pequeñas barcas neumáticas que octuplicaban su capacidad, desde las costas turcas hasta Lesbos. Sabían, sabían muy bien, que otros no habían corrido la misma suerte.

La escena se repetía varias veces al día: cuando el autobús abría sus puertas, varias docenas de personas bajaban, desubicadas y casi siempre empapadas, ¿dónde estamos?, ¿cómo se llama esta isla?, ¿seguro que esto es Europa?, ¿cuándo podré irme a Alemania?, ¿y tú por qué hablas árabe?, ¿eres sirio?, y así pasábamos las horas, intentado responder a las pocas preguntas cuya respuesta conocíamos a ciencia cierta. Y entre conversación y conversación, empaquetábamos donaciones de ropa, organizábamos el almacén, distribuíamos zapatos, comprábamos juguetes en los grandes almacenes de la isla y planeábamos actividades para los más pequeños.

Las familias que hospedábamos pasaban entre dos y siete días en la zona que habíamos habilitado en Moria, reponiéndose física y psicológicamente, a marchas forzadas, de las bofetadas que les habían dado sus gobiernos, los grupos terroristas, los soldados en las fronteras, las mafias, las olas, su Dios, la vida. Tras el breve paso por Moria, seguían su ruta: ferri a Atenas, y desde la cuna de la democracia reanudaban la marcha hacia el norte de Europa para acabar pidiendo asilo en Alemania, Bélgica, Suecia u otro país de la Unión. Aquel relato, sin embargo, formaba parte del pasado. Desde hacía varias semanas, Macedonia había cerrado sus fronteras, dejando a miles estancados en la frontera norte de Grecia.

La situación tomó un giro de 180 grados en un instante. La madrugada del 19 al 20 de marzo, en Moria, viví las horas de mayor angustia que recuerdo. El acuerdo, el pacto, el crimen premeditado, firmado varias semanas antes por la Unión Europea y Turquía, iba entrar en vigor. A partir de entonces, cualquier refugiado que llegara a Europa sería deportado de nuevo a ese «país seguro”, el de Erdogan, donde los Derechos Humanos más elementales son pisoteados de forma sistemática (según apuntan varias organizaciones, decenas de refugiados han muerto tiroteados al intentar cruzar la frontera entre Siria y Turquía). El acuerdo fue muy sencillo: la Unión Europea pagaría varios miles de millones de euros a Turquía para desentenderse del drama. Pagar, y mirar hacia otro lado. El problema ya no es mío, sino tuyo. Europa, con la conciencia tranquila; Turquía, con las arcas más llenas. Y todos contentos. Todos, menos ellos. Como casi siempre.

Noche cerrada en Moria. Era inminente. Llegaron, durante aquellas horas, más refugiados que nunca. Los autobuses iban y venían, a un ritmo frenético, cubriendo la ruta entre las playas y Moria. Oleadas de familias, cubiertas en salitre, sudor y lágrimas, desembarcaban en el centro de registro suplicando que no les deportásemos. Aquella noche, voluntarios y personal humanitario de varias oenegés trabajamos sin descanso para agilizar las distribuciones y conseguir que se registrase el mayor número posible de refugiados. Pasó la noche en un suspiro, volaron las horas.

Estaba cargando media docena de mantas para cubrir a dos niñas que presentaban síntomas de hipotermia, cuando alguien que trabajaba para otra organización, no recuerdo quién, me cogió del brazo y señaló la zona de registros. Eran las seis en punto de la mañana. No cruzamos palabra. Lloviznaba y hacía frío. Nos quedamos en silencio, paralizados, mirando a nuestro alrededor. Cientos de refugiados esperaban pacientemente en la cola a ser registrados. Esperaban en vano: el registro acababa de terminar. A partir de aquel instante, el pacto de la vergüenza entraba en vigor no solo en Moria, sino en todos los centros de registro de las islas griegas. Todos esos niños, mujeres solas, familias enteras, todas y cada una de aquellas personas que inundaban Moria al amanecer del día 20 de marzo eran ahora inmigrantes ilegales cuyo destino inevitable era la deportación a Turquía.

Al día siguiente, el gobierno griego expulsó a las oenegés y organizaciones humanitarias que trabajaban en Moria. En apenas diez horas, desmantelamos la zona habilitada para familias a la que habíamos dedicado tanto sacrificio, con una sensación de fracaso indescriptible: nos estaban obligando a abandonar a los refugiados, a dejarlos a merced de la policía y ejército griegos, sin poder siquiera garantizar que sus derechos más básicos fueran respetados. Moria ya no era un centro de registro, nos decían las autoridades, sino un centro de detención. Volvía a ser la prisión que algún día fue. Ahora, sin embargo, no albergaba a delincuentes, sino a cientos de familias inocentes cuyo único crimen era huir de la guerra en busca de un futuro de paz para sus hijos.

Refugiados

El pequeño avión de hélices delanteras se elevó de la pista a duras penas, azotado por un violento viento lateral procedente de la costa turca que zarandeó el aparato provocando más de un grito de espanto entre los pasajeros. Habían pasado dos días desde nuestra expulsión de Moria. Llegué a Salónica, donde alquilé un pequeño Fiat Punto rojo que iba a acompañarme durante las siguientes semanas, y puse rumbo al norte, hacia la frontera entre Grecia y Macedonia.

Al llegar a Idomeni, me di de bruces con un panorama absolutamente desolador. Por aquel entonces, más de quince mil refugiados acampaban en pequeñas tiendas de campaña a lo largo de la valla fronteriza, a escasos metros de Macedonia, que había cerrado sus puertas a cal y canto unas semanas antes. Me reencontré, de casualidad, con algunas familias sirias que habían pasado por Moria y con las que había mantenido largas conversaciones sobre sus vidas rotas en un país en guerra, sus miedos, sus penas y sus esperanzas. Ver aquellas caras conocidas me reconfortó y entristeció a partes iguales.

Planté mi tienda de campaña en el patio trasero de un motel de carretera, a pocos kilómetros de la frontera, cerca de las tiendas de otros voluntarios. Los voluntarios independientes, que por aquel entonces éramos varios cientos de personas, nos organizamos por equipos y, en función de nuestras habilidades, estuvimos dando apoyo a distintas organizaciones o grupos independientes en Idomeni y los campos de la zona. Estuve cinco semanas trabajando en el asentamiento de Eko, una gasolinera en torno a la que se hacinan más de 2.000 personas. Tanto en Eko como Idomeni, la mayoría de las grandes oenegés eran lentas e ineficientes, cuando no brillaban por su ausencia. Los voluntarios, en cambio, lograban, junto con el gran trabajo de las organizaciones más pequeñas, un impacto mucho mayor en el día a día de los refugiados estancados en la región: distribuciones masivas de plátanos, pan, agua o ropa formaban parte de nuestro día a día en Idomeni.

Las cinco semanas pasaron volando. A menudo me despertaba a media noche tiritando de frío, abrigado hasta las orejas dentro de mi saco de dormir, y mis pensamientos viajaban inevitablemente a las tiendas de las miles de familias que, a pocos kilómetros de allí, estaban en mi misma situación, pero sin ninguna opción de marcharse. Nosotros acampábamos por un tiempo definido, estábamos allí por decisión propia y podíamos volver al calor de nuestros hogares en cualquier momento. Ellos no habían corrido la misma suerte: la lotería de los pasaportes, la perdieron nada más nacer. Cientos, miles, millones de personas estancadas en campos de refugiados porque sus papeles dicen Siria, Irak o Afganistán. Cuestión de suerte en la tómbola de la vida.

bernatas 3Idomeni me recordó, una vez más, que las noticias que llegan a nuestras casas desde el terreno están, muchas veces, a las antípodas de la realidad. Las agresiones y disturbios con la policía que inundaban telediarios de medio mundo no eran más que aisladas excepciones. Además de hacer gala de una paciencia infinita, el espíritu pacífico y solidario de los refugiados nos dio una profunda lección a los voluntarios allí reunidos. Las mujeres viajando solas con sus hijos se contaban por cientos. Muchas de ellas viudas, otras esperando a reunirse en un país europeo con sus maridos, donde habían conseguido llegar unos meses antes, cuando las fronteras estaban abiertas. Me contaban que los hombres se marcharon antes para evitar exponer a sus hijos y mujeres al riesgo de ser arrestados o asesinados por las mafias, grupos terroristas, ejércitos en las fronteras, o de acabar al fondo del mar Egeo. Cuando llegaron a su destino, hicieron la llamada a sus familias. Y ahora que Macedonia había echado el cerrojo, padres e hijos, hombres y mujeres, se habían quedado separados.

En cierto modo, uno se vuelve inmune al dolor ajeno. O al menos, esa es la sensación más inmediata. El factor psicológico juega un papel fundamental entre los voluntarios que, durante semanas, están expuestos al drama diario de las familias de refugiados. Día sí, día también, la gente se derrumba emocionalmente. Por turnos, como por arte de magia, un día yo, otro día tú, y, al tercer día, todos con las pilas cargadas de energía de nuevo y una necesidad irrefrenable de seguir aportando el diminuto grano de arena correspondiente.

Me fui de Idomeni a mediados de abril, llevándome conmigo una mochila cargada de amistades y recuerdos imborrables. Decenas de historias que, más que materia de crónicas y reportajes, bien podrían ser las sustanciosas bases de una exitosa novela de ficción: más drama e injusticia eran difíciles de imaginar. La última noche, apenas pegué ojo. Me iba, me iba para siempre de aquel maldito enclave en el que sufrimiento y dignidad caminaban de la mano hasta acabar por confundirse.

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