Fotografía: Marcos de Madariaga

Leo a menudo artículos sobre las mujeres que deciden no ser madres, asunto que llama mi atención como mujer que soy cuando en algunos medios lo tratan como si fuera una razón de diván y también decisión de dos. ¿En qué siglo estamos? Que yo recuerde no he visto en ningún sitio que por ley una mujer tenga que ser madre alguna vez obligatoriamente so pena de multa o cárcel si persiste en la negativa. Existe el derecho a decidir, gracias al cielo. Y cuidado, la libertad individual no hay que ponerla en cuestión nunca, menos aún si la decisión sólo afecta a quien la toma.

Puesto que el feminismo no es mi línea de pensamiento y sin pretender por tanto hacer ninguna soflama, el sentido común es el que me dice que nos corresponde a nosotras apelar al instinto y descubrir si debemos tener una criatura que no deseamos. Está tan arraigado en nuestro ADN el concepto de mujer completa=madre y la indivisibilidad de la ecuación, que plantearse la sola idea de desmarcarse de la pauta hace aflorar en muchas mujeres un sentimiento de culpa cuanto menos absurdo, que más absurdo sería ser madre a contra gusto y arrepentirse luego.

Poco tiene que ver, por no decir nada, que cada vez más mujeres decidan no ser madres con la caída en picado de la tasa de natalidad. No hay que hacerse responsable directa, hay causas de peso específico determinantes para que esto pase. No tener estabilidad económica, para empezar, es suficiente razón para descartar de por vida la idea, por mucho que nos pinten la realidad bonita. A propósito, y a pesar de ser el nuestro un país declaradamente laico aunque con vestigios de un catolicismo de raigambre, por si a alguien le interesa la cuestión me pregunto: ¿cómo rebate la Santa Madre Iglesia un argumento tan sólido?

Probablemente saldría al paso con aquello de que Dios proveerá, de que aprieta pero no ahoga, de que los niños son una bendición. ¡Y un rábano! No hay dinero=no se puede pensar en tener hijos, y sanseacabó. Por otra parte (y no es una parte despreciable), cuidar de un ser humano indefenso hasta que se valga por sí mismo, alimentarlo bien, inculcarle valores, aprecios, principios, amor, respeto por el prójimo, motivación ante la vida que le espera, en una palabra, e-du-car-lo, es (y lo digo con la gravedad que tiene la frase) lo más tremendamente difícil que uno pueda hacer jamás. Dejémonos de frivolidades, que con la vida de un bebé no se frivoliza. Quién sabe si muchos estamos en el mundo por un descuido, por un polvo rápido mal echado, por una venganza, por un capricho que dejó de serlo cuando cumplimos un año y empezamos a andar soltándonos de la mano.

No todo el mundo vale para ser madre o padre. Yo veo a diario caras de madres que llevan a sus hijos como rémoras, que los miran sin calor, que les gritan por desesperación. También veo a otras que los quieren con locura, que los educan con paciencia, que cuando están juntos se ve entre ellos una conexión ultra-humana. Cada cual que obre en consecuencia a lo que crea, porque cuando es una vida lo que se va a crear estamos hablando de palabras mayores, de responsabilidades, de una atadura de por vida, de toda la gama de sentimientos buenos que un ser humano puede generar en otro. Los malos no son propios de una madre hacia sus hijos, van totalmente contra natura, pero se dan a veces. De ahí que sea injusto tildar de egoístas a las mujeres que deciden no correr el riesgo, a las que renuncian a crear obra, a las que eso de perpetuarse les suena a árbol y a libro.

«Esforcémonos en vivir con decencia y dejemos a los murmuradores que digan lo que les plazca», aconsejaba Molière con esta sentencia tan general y amoldable a asuntos, y que sabiendo la trascendencia de las decisiones que tomamos y trayéndola a colación de nuestro tema suscribo.

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