«Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo», escribió César Vallejo que murió en París un Viernes Santo en el que efectivamente llovía, aunque era apenas una lloviznita. Uno a veces se acuerda de pronto de cómo va a morirse, pero es impreciso el recuerdo por naturaleza y lo que era un diluvio se convierte en lluvia fina, se demora uno y el jueves se le hace viernes.
Siempre es mejor morir a pleno sol sentado en una terraza de Montparnasse o tumbado en la cama de la habitación de un hotelito en Pigalle –la luz del sol entrando por la ventana– de un suave pinchazo en el corazón, con media sonrisa, pensando que la vida ha sido un lugar absolutamente maravilloso. Es mejor, claro, que morir tiroteado en un restaurante o en un desierto pedregoso.
Algunos dicen que tenemos que rezar por París; otros que los asesinos eran gente que rezaba mucho, así que lo que habría que hacer es rezar menos y pensar más; y unos terceros que los asesinos hablaban en nombre de algo que no conocían realmente y que, como pudo comprobarse, les gustaba más disparar a matar que rezar. No sé. Tal vez todos tengan parte de razón. Yo ni siquiera sé muy bien qué decir.
Pienso ahora en París, una ciudad que me ha causado todo tipo de contradicciones y con la que me he relacionado siempre a través de la admiración y la privación. El joven que emprende el viaje en busca del descubrimiento siempre tiene la sensación de que París está cada vez un poco más allá, siempre algo inalcanzable. Una ciudad-espejismo. Ahora recuerdo mis escasas incursiones en la periferia parisina a bordo de un autobús: el paisaje infinito los bloques de hormigón. Casi una contraciudad: la espalda de la República. Para los que viven allí París está todavía mucho más lejos que para el cándido viajero iniciático. Lejísimos. Y para muchos las palabras de Francia –libertad, igualdad, fraternidad– son ya palabras huecas.
Pienso también que me gustaría estar ahora andando por el Boulevard de Sebastopol junto a otros cuyo nombre y origen desconozco. Andar sin más, hasta torcer y seguir por otras calles, pues solo andando entre desconocidos se puede celebrar o llorar una ciudad.
La última vez que estuve en París dediqué una mañana entera a recorrer el Cementerio de Père Lachaise. Allí encontré el Muro de los Federados donde el 28 de mayo de 1871 fueron fusilados los últimos communards. En esa misma división del cementerio están las tumbas de aquellos españoles que perdieron la vida en Francia combatiendo al horror nazi-fascista y las de algunos franceses que murieron en España defendiendo a la República. La vereda más inmediata hacia el horror siempre es la indiferencia. Cuando se combate contra el terror fanático se hace con el principal objetivo de seguir existiendo. Para seguir viviendo luchan las mujeres kurdas en Kobane. Para hacer verdad aquello que decían los zapatistas sobre un mundo en el que quepan muchos mundos.
El horror se parece siempre a sí mismo. El horror puede ser incluso una cultura. En ese pensamiento fílmico de apenas dos minutos que es Je vous salue, Sarajevo, Godard dice que la cultura es siempre la regla y el arte la excepción. La excepción no se dice: se escribe, se pinta, se vive. Me gusta imaginarme que ese viernes terrible en París, en los restaurantes que se convirtieron en refugios bajando las persianas y en los apartamentos donde unos parisinos acogieron a otros, entre la incertidumbre y el miedo, floreció de nuevo entre desconocidos el arte de vivir, siempre distinto a sí mismo. Aunque apesadumbrada y perpleja, una joie de vivre que resurge, que se abre camino porque no sabe hacer otra cosa que permanecer en pie.
Solo nos quedan las ciudades. Ciudades llenas de costuras, pero ciudades al fin y al cabo. Me veo ahora de nuevo andando por Sarajevo, llena todavía de magulladuras y cementerios, donde parece que la vida, con todas sus miserias, ha vuelto a brotar, si es que alguna vez se apagó del todo. Me acuerdo también de ciudades que nunca he pisado pero que amo a través de lecturas y relatos de amigos, como Beirut o Alejandría. Y espero solamente que París no se traicione a sí misma. O al menos que no se traicione del todo.
Ilustración: Hartwig HKD