El mundo, cada día, está ahí afuera. No, es más, también aquí dentro, donde vivimos. Y así y todo, no lo vemos. O se le dedica más bien una mirada pasajera, distraída, sabedora de lo que va a encontrar, casi inalterable a menos que se haya producido un cambio demasiado evidente. La rutina parece transformarnos al punto de ver más los contornos que los objetos o las personas en sí, y de esta forma vamos ejecutando casi de manera mecánica una serie de acciones prácticamente sin reparar en lo que tenemos delante. Pero cada día, quizás incluso ahora mismo, hay algo que podríamos advertir como nuevo. Tal vez hay un detalle en la portada del propio libro que leemos que se nos había pasado por alto, en la forma de las nubes que están recorriendo el cielo o en el mismo edificio en el que entramos cada día, solo que un poco más arriba del portal.
En Paterson, la última película de Jim Jarmusch, presenciamos los devenires de la vida del personaje principal, que comparte nombre tanto con el título del film como con la ciudad de New Jersey donde vive. Dicho de otra forma, lo que vemos es la suma de hábitos que conforman su existencia. Una primera mirada, que se quedase con los hechos concretos, con las simples costumbres llevadas a cabo por este hombre en sus treinta y tantos, podría considerarla aburrida, sin novedades. Pero, no son, acaso, todas las vidas de ese modo?
En definitiva, si bien Paterson se levanta cada día después de las seis, trabaja como chofer de bus, pasa las tardes con su novia y yendo a beber una cerveza a un bar, la gran mayoría del resto de los mortales, si bien con variaciones múltiples, también repetimos determinadas actividades cada día, cada semana, cada mes. Y el caso es que se necesitan esas costumbres, un cierto equilibrio personal. Siendo esta repetición, entonces, el modo natural de vivir, tenemos dos posibilidades: sentir el agobio o la indiferencia por la rutina, o aceptarla y apreciarla como si cada día todo fuera visto por primera vez.
En este segundo grupo se ubica el joven protagonista, y al descubrir esto, es cuando aquella consideración inicial sobre sus días monótonos se evidencia equivocada. Paterson disfruta despertarse cada mañana junto a su pareja, se detiene a observar el diseño de una caja de cerillas mientras desayuna, se entretiene escuchando conversaciones mientras conduce, encuentra solaz en los ratos que pasa en el bar, y escribe una poesía que refleja la sencillez de su estilo de vida y su visión de la cotidianidad.
El director estadounidense siempre ha desarrollado personajes con un carácter y una mirada particular, pero si generalmente estos solían encontrarse más bien fuera de lugar con su entorno, esta vez, en cambio, estamos ante el que se encuentra en mayor comunión con el mundo. No solo por su detenida observación de la realidad, sino también por la mesura que demuestra tanto frente a los cambios o las sorpresas como en la adversidad. Por otro lado, no hay en él registros de inconformidad o sueños frustrados, no escribe para llegar a ser un escritor conocido como su admirado William Carlos Williams, ni siquiera incluso para ser publicado. Lo hace, según podemos ver, por el gusto de hacerlo. Quizás también para darle una característica indeleble a las impresiones que experimenta. Y así, constatamos que a Paterson no lo convierte en poeta el escribir versos en sus ratos libres, sino que es por su actitud ante la vida que lo es.
Pero, vivir al “estilo Paterson” consistiría solo en adoptar un cierto tipo de observación de lo que nos rodea? En realidad, una lectura reflexiva del film, que se queda como una huella en nuestro interior una vez acabado, nos enseña que el resultado práctico (positivo) de la mirada del protagonista se basa en su criterio para seleccionar sus acciones. En un mundo actual en el que el tiempo parece empeñarse en darnos siempre la sensación de ser insuficiente, de dejarnos cada día con cosas que hubiéramos querido hacer, en una palabra, insatisfechos, este paciente conductor elige salir sin prisas hacia el trabajo, elige no tener un smartphone, elige sentarse a escuchar el relato que le hace del día su novia, elige conversar con la gente y hasta se fabrica sus espacios para escribir. En fin, no es que posea en sus manos la brújula que a veces buscamos en nuestros bolsillos o le haya sido revelado mágicamente el secreto del buen vivir, los motivos para su bienestar son, ni más ni menos, producto de las decisiones que toma en pos de alcanzarlo y disfrutarlo. Así como también que le de igual lo que la gente pueda pensar al respecto.
En esta realidad en la que cada vez nos convertimos más en consumidores y “ser humano” va quedando en un segundo plano, Paterson, a un ritmo sosegado, nos devuelve el lirismo de las cosas simples que parece haberse ya evaporado casi del todo cuando leemos las noticias por las mañanas, el disfrutar de la diversidad y lo cotidiano, las ganas de hacer cosas simplemente por el gusto de hacerlas y no por un interés o búsqueda de un resultado o impresión en los demás. Y la retribución por casi dos horas de estar sentados viéndola es recordar esa humanidad que, aunque no veamos, siempre sigue ahí. Ahí afuera, aquí dentro, y en nosotros. Solo es cuestión de dedicarle nuestra mirada.