Sólo hay dos tipos de personas en el mundo; las que han estado en un hammam tradicional y las que no. La palabra hammam en árabe significa baño. El baño de casa, del restaurante, del hotel… Pero también hace referencia a esos baños árabes, situados normalmente cerca de las mezquitas, a los que la gente acude para asearse como Dios manda.
«Mientras Europa disimulaba la suciedad bajo perfumes y polvos blancos, Oriente Medio imponía un estricto hábito de limpieza y lo imprimía en su libro Sagrado, El Corán.» – Blanca López Arangüena
Que estos baños estén habitualmente cerca de las mezquitas no es casualidad; antes de rezar los musulmanes deben hacer un riguroso ritual para realizar la oración de forma limpia y pura. Además, en Marruecos, como en tantos otros lugares, muchas de las casas no tenían – ni tienen – una ducha o una bañera propiamente dicha. Algunas tampoco agua caliente. Por eso, es común que la gente acuda con mucho gusto a estos baños públicos varias veces por semana para conseguir esa pureza corporal y espiritual. Unos baños a los que las mujeres más tradicionales van con sus hijos para reunirse con otras mujeres, salir de la rutina, distraerse, contarse penas y alegrías y, ya de paso, familiarizar a los críos desde que son pequeños con el cuerpo humano, sin tabúes.
Son muchas las prácticas y costumbres árabes que se han importado y adaptado en el mundo occidental y el uso de los hammams es un claro ejemplo. Pero esos baños árabes de lujo, con hombres y mujeres en la misma sala inmensa (¡infieles! ¡que sois unos infieles!), decoración árabe, fuentes maravillosas, agua emanando por todas partes, piscinas, iluminación agradable, olores a pétalos de rosa, tumbonas, duchas, patios maravillosos llenos de mosaicos, zonas de vapor, zonas de relax con té a la hierbabuena incluído… esos hammams mucho me temo que no son tan auténticos.
Si vas a Marruecos, o a otro país árabe, no puedes marcharte sin probar la experiencia de un hammam tradicional; un baño árabe en el que volver a nacer junto a otros hombres o mujeres – cada uno en el sitio que le corresponda – del pueblo o de la ciudad en la que te encuentres. La gente local paga alrededor de un euro (10 dirhams) por acudir a uno de estos baños pero como turista y con propinas, el precio a pagar puede llegar hasta los 5 euros (50 dirhams) si quieres que otra persona te lave. Estos baños no son fáciles de encontrar si no prestas demasiada atención, aunque estén por todas partes, ya que la apariencia externa de los mismos engaña bastante y algunos ni siquiera tienen un cartel o una pintada que avise de su existencia. Pero basta con preguntar a cualquiera para que te informe de dónde está el hammam más cercano, o el hammam de funalito.
Lo normal es ir en bañador y con chanclas, con una toalla y con el bote de champú en caso de que lo vayas a utilizar. Además hay que llevar un guante-esponja y jabón negro (savon noir) para que la señora – o señor – del hammam te bañe como lo hacía tu madre cuando eraspeque. Tanto el guante como el jabón son muy baratos y los encontrarás en cualquier tienda o mercado marroquí ya que lo utilizan de forma cotidiana.
Mi primera vez en un hammam en Marruecos fue en Chefchaouen. Le preguntamos a un joven, que colaboraba con el hostal en el que estábamos consiguiendo clientes, para que nos llevara a uno. Éramos cuatro chicas y nos acercó hasta uno que se encontraba bastante cerca de donde estábamos. Habló con la mujer que lo llevaba, en la puerta de su casa, y nos dejó con ella. Nos dijo que la siguiéramos y llegamos hasta la parte trasera de la casa. Subimos por unas estrechas escaleras hasta un rellano-vestuario en el que ya se empezaba a sentir el calor…
Justo cuando nos estábamos quitando la ropa para quedarnos en bikini entró una mujer de unos 80 años, muy arrugada y encorvada y, para nuestra sorpresa, se quedó literalmente en bragas. Nos pareció raro porque nos habían dicho que la habitación-sauna-ducha sería para nosotras solas pero si algo he aprendido en Marruecos es que allí nunca se sabe lo que puede pasar. La anciana nos indicó por dónde se entraba y accedimos a una habitación-ducha muy oscura y, de algún modo, misteriosa con agua por todas partes. Era un lugar húmedo, con mucho vapor, de baldosas azules oscuras calientes, en el que no había nada salvo una especie de fuente de la que salía agua desde una de las paredes, un par de cubos y un cazo de plástico.
La mujer entró con nosotras y resultó que ella era la encargada de ducharnos. Nos mandó sentarnos – en el suelo – durante un rato para que con el calor que hacía allí dentro se nos abriera hasta el último poro del cuerpo. Cuando la señora consideró oportuno nos pidió que, una a una, fuéramos tumbándonos – en el suelo – para que empezara su faena. Primero boca arriba y luego boca abajo. Vuelta y vuelta. Los occidentales no estamos acostumbrados a este tipo de servicios y dejar que alguien al que no conoces de nada te haga en público lo que normalmente tú mismo te haces en la intimidad, especialmente si eres pudoroso, no es fácil. Menos aún cuando la octogenaria en top-less te pide encarecidamente que te quites el bikini, que le molesta para pasarte el guante con jabón y poder dejarte la piel como el culito de un bebé. En caso de que no quieras hacerlo basta con decírselo unas doce veces para que te haga caso y no vuelva a intentar arrancarte la poca ropa que te queda.
Las mujeres marroquíes suelen ir bastante tapadas por la calle pero, en estas situaciones, son mucho menos pudorosas que las europeas y no dudan en quedarse completamente desnudas, mientras hablan con sus vecinas y bañan a otras compañeras.
Después de habernos bañado y frotado con mucho garbo y esmero prácticamente todo el cuerpo (cuello, tobillos, rodillas, axilas, pies…) nos echó nuevamente un cubo de agua ardiendo para eliminar el jabón. Un jabón natural, muy hidratante que ni pica ni irrita. Es normal que la piel se ponga roja pero, dada la situación en la que encuentras, no es nada malo. Repitió el mismo proceso dos veces, con una fuerza y una energía que nos llamó la atención. Nosotras estábamos ahogadas de calor y la señora seguía como una rosa. Además nos hizo sentarnos delante de ella, de espaldas, para lavarnos el pelo con gran soltura mientras nos pasaba uno de esos peines estupendos de pequeñas púas que recomiendo a todo el mundo para justo antes de salir de la ducha.
Ir a un hammam no es sólo una cuestión de higiene. Es un ritual que va mucho más allá y que tanto hombres como mujeres realizan para cuidar su cuerpo y su alma, para relajarse y meditar.
Una experiencia única en la que no sabes si sientes dolor o placer. Un lugar genial en el que puedes llegar a sentirte incómodo entre tanta naturalidad, humildad y sencillez. Una forma de volver a nuestra esencia más pura. Un spa autóctono que no te dejará indiferente. Y es que nunca tendrás la piel tan tersa y tan suave como después de ese baño. Un baño del que sales como nuevo, totalmente relajado y con la sensación de que nunca antes te habías duchado. Con la idea de querer repetir pronto pero no…