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Mucho se habla de política esta semana en España, pero para mí la noticia ha sido otra. Más pendientes de la derechona que ladra y de la pseudoizquierda que se maquilla, ya pensando en un 2015 donde tendrán que movilizar a sus ‘clientes’ en Autonómicas, Municipales y Generales, muchos habrán pasado de largo por un titular que nos debería hacer reflexionar: “Agresión a una pareja gay que hacía nudismo en una playa de Almería”. El dilema es el siguiente: ¿Por muchas elecciones que celebremos, vivimos en un país democrático? Si nos atenemos a lo que dice la Constitución del 78, sí. Gozamos de una democracia porque nuestras libertades –incluida la sexual– están aseguradas. Pero si nos vamos al día a día de la gente, esa libertad está coartada.

Lo tengo complicado para justificar la violencia, sobre todo la física. Puedo entender que alguien que esté en el suelo y con una bota en el cuello se revuelva contra su maltratador. Puedo comprender ese tipo de violencia cuando se acaban todos los recursos pacíficos para recuperar la dignidad que te han arrebatado con total impunidad los radicales de siempre. Son precisamente esos radicales eternos –unos sinvergüenzas se escondan bajo la bandera que se escondan– los que me revuelven las tripas. Quizás porque con el paso de los años voy comprendiendo demasiado bien los orígenes de esa insatisfacción que carcome el alma y que se vuelve violencia gratuita para someter al diferente. Mucha educación hará falta para corregir los mitos que alientan ataques como el que sufrieron los dos bañistas de Almería.

Yo he pasado por esa tormenta que devora el alma. He sido un homófobo en ciernes y he practicado esa homofobia en mi adolescencia. Creo que he sabido ver que el mundo no se acaba en mi propia sombra, a aceptar poco a poco que sin respetarte a ti mismo nunca podrás aceptar a quien se cruza por tu vida. ¿Y si no hubiera sido así? Quizás ahora estaría aplaudiendo a ese joven, solo un año menor que yo, al que le sobró estómago y faltó cara para atizarle patadas y guantazos a un hombre de 68 años. Por el simple hecho de ser homosexual. Ir desnudo en un país que se tapa sus vergüenzas con dosis de testisculina solo empeoró las cosas, pese a que los agredidos se encontraban en una playa nudista. “¡Ni un paso más, maricones!”, les gritaron este macho ibérico de nuevo cuño y su padre, educador talibán y palmero de excepción ante el caprichito violento de su hijo.

Veremos qué castigo les impone la justicia, pero no es este un caso aislado. Solo la provincia de Almería acumula 31 agresiones a homosexuales en lo que llevamos de año. Pasan desapercibidas mientras se calienta el caldo que las cultiva. La tele nos muestra a los gays como mariquitas correveidiles, como confesoras de folclóricas (y amantes de folclóricas), como camioneros con vagina o tías de pelo corto y rostro cabreado. Gente morbosa y promiscua, chismosa y de doble cara… Inferior. Clichés totalmente alejados del ciudadano medio que se siente atraído sexualmente por las personas de su mismo sexo. La homosexualidad –como el desnudo– sigue siendo un tabú para gran parte de la sociedad y no se arregla de la noche a la mañana con aprobar una ley que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo o con facilitar sus derechos de adopción o paternidad. Esas medidas son fuegos artificiales si no hay trabajo de fondo.

Entre mis amigos ninguno es homosexual. Entre mis amigas hay una chica que ha tenido relaciones con ambos sexos. La estadística me importa un carajo, es residual: los amigos se cuentan con los dedos de una mano. Simplemente la expongo porque me resulta curioso el culto exótico que se profesa al homosexual. “Pues nosotros somos amigos de una pareja de gays y son la mar de simpáticos. ¿Cómo voy a tener algo contra ellos si es gente maravillosa? Estoy a favor de sus derechos, claro. Me parece muy feo lo que dice el PP sobre ellos”, he escuchado más de una vez. No falla ese comodín, te hace tolerante, abierto de mente, progresista, cool. Pero solo hace falta rascar un poco para desenterrar la verdad. Esos “amigos” suelen ser unos simples conocidos y ese apoyo a la causa gay se desvanece cuando se hace la pregunta del millón. ¿Y si tuvieras un hijo homosexual? “Hombre…”, contesta el interrogado medio pálido, “si no hubiera más remedio, lo aceptaría; pero pudiendo elegir…”. Pudiendo elegir, que sea hetero. Superior.

Muchos padres treintañeros y cuarentones no deben haber olvidado que durante su infancia se intentaba corregir la zurdera tanto en las casas como en las escuelas. Debe ser que en su fuero interno sigue marcando el paso un mandamiento que no caduca: “Tu hijo, ni zurdo ni maricón. Si lo tienes que enderezar, lo enderezas. Hazlo a tiempo, que si no es capaz de ir a la playa sin bañador y de la mano de un maromo”.

En el Senado no hace ni diez años que el PP llevó a un psiquiatra trasnochado para que explicara cómo se podía curar la homosexualidad. La ley franquista de Vagos y Maleantes no queda tan lejos y, como sigamos oponiendo nuestra homofobia pasiva como resistencia, la guerra de las libertades está más que perdida. Decidir con quién queremos compartir cama y fluidos no es moco de pavo, así que ya estamos tardando en gritar: “¡Ni un paso más, homófobos!” Solo así mostraremos el camino de la libertad y el respeto a los verdaderos desviados. No es cuestión de pelear por pelear, es luchar para educar.

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