Tan sólo cuentan las sensaciones. En cada una de las veinticinco millas. En cada kilómetro de cada salida trotando sobre el césped húmedo del amanecer. En cada curva, en cada intersección. En cada bajón de fuerzas superado. En cada aplauso de quienes corren a animar. En el regreso tras cada lesión. En cada recarga de glucomovidas. En cada siesta después de cada tirada larga. En cada puta zancada.
Soy un lobo solitario, hijo de otro lobo solitario que ya era marathoniano en los ochenta, que me ha enseñado a correr, a estimar distancias, a comprender la esencia de algo tan instintivo y primigenio como impulsarnos con velocidad. Nuestra especie es la más resistente de entre todos los mamíferos terrestres. Los homínidos en su nomadismo prehistórico recorrían marathones diarias. La distancia de Filípides es una noción que impregna la realidad de mi familia, al margen de las modas, es consustancial a mi vida.
Tan sólo cuentan las sensaciones y, por ello, he obviado la existencia del cronómetro. Un hombre sabio –Groucho Marx con el pelo liso- que fue atleta en su juventud me dijo en una ocasión: lo que de veras tiene sentido es el disfrute al salir a correr, ahí reside la cuestión, cuando la práctica en sí misma es lo único que importa… las marcas y los desafíos son, simplemente, una consecuencia. En mi anárquica preparación carece de sentido (forever and ever) la obsesión por el tiempo.
El pistoletazo de salida pone en marcha a más de veinte mil personas repartidas entre dos puentes sobre el antiguo cauce del Turia. Los minutos previos, con la mente en blanco en medio de la multitud, he logrado evadirme de los runnervios y el rumor del gentío. Complacido por experimentar esa nebulosa de ausencia, concentrado, desde los pies hasta el cuello, en la propiocepción de mi ser. Al pasar bajo el arco de salida he recordado lo que, varias noches atrás, el lobo solitario que me ha criado susurró: Sempre es millor anar a més. Sempre es millor guardar-se i que a meta aplegues pletóric.
Tan sólo cuentan las sensaciones. Disfrutar del paso de los kilómetros administrando la energía en la búsqueda de ese ritmo, de esa melodía interior que permite danzar a las piernas, sobre el asfalto, cerca de su mayor rendimiento. La respiración acompasada. Los brazos en cadencia sutil. El tronco erguido. El tórax expandiendo mi alma a cada bocanada.
Comienzo a percibir una cierta armonía orgánica, a partir de llevar algo así como una hora. El carbón de mi locomotora se va desprendiendo de sus conductos. La percusión de mis bambas sobre el suelo empieza imperceptiblemente a elevar su frecuencia. Los niños que animan en los lindes del recorrido, se desbordan de alegría al pronunciar los nombres de los dorsales mientras extienden sus manitas para que sean chocadas por los corredores.
La progresión sostenida del esfuerzo. La lectura de los whatssapps que mi fisiología envía al puesto de mando. La serenidad al comprobar que me encuentro en “uno de esos días” en los que siento que me apetece correr muy-mucho. Percibo la energía de las gentes que han salido a las calles de Valencia en esta agradable mañana de otoño mediterráneo. Me transmite otro tipo de energía la meticulosa alimentación, combinando compotas de fruta y geles cada cinco kilómetros, para que el Muro se convierta en pared invisible. Las paradas en boxes de cada avituallamiento para beber isotónicos sin atragantarme. El arranque paulatino hasta el reencuentro con el Ritmo. De menos a más, siempre de menos a más.
Antes del quince-ka sobrepaso a los que se apiñan en torno al globo de tres horas y media. Sin aceleración, lo único a lo que me dedico, como un metrónomo humano, es a enfocarme en el compás de mis zancadas, en el bombo-caja de mi corazón y mis pulmones. Así, fluyendo en ritmos de 4×4 recibo al sol en el rostro cuando giramos por la Alameda en dirección al mar. Por los altavoces suenan los Black Eyed Peas, observo a esos nanos a los que voy chocándoles la mano, y aflora el niño que fui en aquellas marathones ochenteras que concluían aquí mismo. Me embarga una profunda emoción al recordarme aplaudiendo a ese lobo solitario que era –y siempre será- mi héroe, terminando en esta recta meta mientras sonaba la música de “Carros de fuego” cuando bajaban por el puente del Real.
Si hoy estoy aquí, disfrutando de correr como lo estoy haciendo, pasándomelo como un enano, es gracias a que he nacido en una familia que iba a las carreras populares -cuando no lo eran tanto- pero que, sobre todo, me ha ayudado desde que tengo memoria a enfatizar en el autocontrol. Ese que hoy logro ejercer sobre mí. Un deleite sin padecimientos, saboreando cada paso, cada sonrisa con la que me cruzo, cada saludo a las batucadas cuya percusión se acompasa con los latidos, alegrando a los músculos.
De repente, como si hubiera vivido un flashforward me hallo en la Alameda, de nuevo, ahora en sentido inverso, subiendo por el puente del Real. Tras dejar atrás casi dos tercios de la prueba. En absoluto me parece que vaya aumentando el ritmo, voy alcanzando corredores y no percibo que me adelante ninguno. ¿Qué me pasa? ¿qué está ocurriéndole a mi organismo? ¿qué significa que no haya atisbo de fatiga?
Joder, qué bien me siento, así, aquí, in crescendo.
Quizá sea que voy sin reloj, liviano, con la psique liberada de Kronos; que no me importa vivir de día y de noche con plena intensidad; que exhalo humo mientras alterno, de cervezas, aunque sin excesos ni bacanales. Modus vivendi: El que siga lladre que siga valent. Salgo a correr para soltar las fibras de mi espíritu, a desprenderme de mis propias mierdas, eso es lo que busco cada vez que bajo al río –esa bendición longilínea que es el Turia- y obtengo, mientras tanto, tonificación y depuración, además de un tiempo de introspección, de soledad y de paz.
Los entrenes terminaron cuando puse fin a mi etapa sobre el parqué y cambié mis botas Jordan por las Pegasus. Nunca más he sentido que estuviera entrenando. Por eso corro sin programarme, sin establecer procedimientos ni calendarios. Sin tablas ni series. Sin depilar. Sin cuidar la dieta pero sí comiendo sano. Sin planes. Con las leyes de la física para aliviar estructuras castigadas. Sin renunciar a los placeres de la vida. Sin sentirme identificado con este new age del running, apenas me inscribo en media docena de carreras al año, entre terrenos llanos y desniveles, siempre, largas distancias. Me gusta correr por el puro placer de poder hacerlo, de estar sano, vivo y ágil. En definitiva, es la adoración por cabalgar sobre mis piernas en cualquier terreno.
Encontrarse con uno mismo en sendas y montañas, en largas avenidas, en parques de ciudades, en pistas forestales. Tal vez, mis células destilan ahora, al pasar por el K35, todo lo que han ido atesorando, sin tensión ni competitividad, ya no en los últimos meses, si no en el último lustro, o durante toda mi vida, entre montes y valles, a pie o en bicicleta, como un corredor del Zar. En estas aventuras he ido conociendo el dolor, compartiéndome con él hasta la simbiosis, anulándolo a través del poder de la mente. Por momentos, llego a pensar que la maldita fascitis plantar, martirizante al despertar y poner ambos pies en el suelo, ha sido incluso beneficiosa, dado que no me impide correr aunque sí me ha obligado a ser precavido. A salir tranquilo. A galopar cuando me apetecía -sin forzar- o apretándome hasta la asfixia. A no acumular excesivas millas. A escuchar a mis pies.
La larga recta hasta llegar a la Finca de Hierro se convierte en un precioso túnel mental en el que me adentro y dejo de pensar, bombeando endorfinas, y visualizándome como si me estuvieran grabando en un travelling. El ritmo no decae. Ante la estación del Norte, observo que quienes corren a mi alrededor están envueltos por un aura de cansancio colectivo que el calor ciudadano no logra revertir. Llego hasta la Puerta del Mar, allí me abraza mi padre, me entrega mi glucomovida predilecta, creo que Panorámix participó en su elaboración. El pasillo de personas, a partir del Cuarenta es digno de los mejores puertos de las grandes vueltas, qué gran frenesí de ánimos y aliento.
La entrada a la Ciudad las Artes y las Ciencias es un jolgorio que nos lleva en volandas a los corredores hasta la moqueta azul, que me parece el tartán del Estadi del Túria ante el que me he criado, y donde han concluido tantas ediciones de la marathon de Valencia. My blue velvet, ese tartán, su presencia cotidiana, en cierto modo, determina que esté ahora aquí y, aunque haya malgastado la juventud sin competir, aunque haga años que no lo piso, es un escenario para las artes atléticas que me ha influido muchísimo. Mis piernas se lanzan cuando observo, incrédulo, el crono levitando sobre la línea de meta, entonces, vuelo. Me elevo y salgo de mí mismo. Exultante, exprimo mis fuerzas, al fin, siento que me entrego por entero. Alcanzo el nirvana.
Tan sólo importan las sensaciones. La felicidad es esa experiencia efímera, como un orgasmo, como este bienestar, como la paz de las zancadas, algo fugaz y colosal. Qué bonito es correr y evolucionar como persona hasta el hallazgo de capacidades ignotas en nuestro interior, que nos llevan a nuevos estadíos. Qué bonito es correr y perder, en el durante, la noción del tiempo.