Entre curvas y eses regreso otro sábado, de madrugada, tras apaciguar la sed de cuantos pasaron por la taberna. Con la Brompton –sobre la que a veces voy trotando– zigzagueo por el centro de Valencia entre los socavones que circundan el Palacio de Valeriola y, al leer el cartel, por asociación, pienso en Valentino y, reventado como estoy, dudo en si lograré despertar para ver la carrera de Sepang, dentro de un rato.
Al alba, a eso del mediodía, amanezco con Rossi camino de la guillotina y, Márquez, camino del altar de los mártires. Mi desayuno consta de vídeos, zumo de cítricos, infusión de salvia y un herbalessence. El Joker miniaturizado barre el asfalto. El Mad Doctor asoma la patita junto a la estribera. El último jinete analógico le da un puntapié a las riendas del joven cowboy, digital e insolente. Sólo se observa a vista de pájaro, a pesar de las mil cámaras.
Especulaciones, acusaciones, fin de adulaciones.
En las tierras donde se dirimirá el cetro de la categoría reina, cualquier abuela, la mía –sin ir más lejos– con una de sus gélidas reprimendas habríale dicho a Valentino: «Serà precís, rei, será precís?» En cambio al pequeño Marc, sentándolo en su regazo, con un pellizco en la mejilla: «Has vist? Com has estat fent-li la maneta al tete… t’has endut una galtà!» («¿Has visto? Como has estado haciéndole la puñeta a tu hermano te has llevado una torta»).
Así se procedía bajo la ley de la jungla que imperaba en los patios de colegio ochenteros. Así, querubín del noventa y tres, son las cosas. Si desafías a los mayores corres el riesgo de que te encalen la bola con un patadón, o que te lo lleves tú, en forma de certero impacto al freno de la montura. Pero, claro, eres hijo de tu generación, el «respect» que profiere Ali G es un concepto que se os escapa, todo vale para los del fin de siglo –por supuesto, también para ese verso suelto que siempre será el de Tavullia.
Jorgito, un PA más. Dani, muy bien, has sacado la mejor nota. Valentino, castigado, siéntate allá detrás, tres gomets rojos. Marc, haz el favor, nada de reírte, que no eres una hermanita de la caridad.
En efecto, Rossi, con tretas propias de Gualterio Malatesta lanza una bellaca puñalada, y por muy Íñigo Balboa que uno se crea –cambiemos Oñate por Cervera–, la veteranía es un grado, como así ha demostrado ese conde de Guadalmedina mallorquín. El gran teatro del mundo, que decía aquel, de manifiesto en toda esta performance de jóvenes que cabalgan por los albores de las leyes físicas y el endiosamiento. Un choque generacional evidenciado a escala global a través de un impacto. La vida son cruces de trayectorias, parábolas trazadas y también escritas. Y golpes.
Las primeras gestas de Rossi se grababan en VHS, las de Márquez ya son todas en la era YouTube. He aquí la polarización entre ambos con simetrías desde la desvergüenza a la maestría en el cabalgar. El carisma del Mad Doctor resulta insuperable. Los prodigios del Joker, estratosféricos. Y luego está lo de sus egos colisionando en Malasia, ese gran punto de inflexión, de desafío y desencuentro entre estos gladiadores a caballo. Pero el circo debe continuar, como diría Freddie Mercury al amanecer en el Hotel Fairmont tras aquella bacanal.
Termino esta bandada de líneas volanderas y marcho hacia la taberna. Al entrar en el callejón me cruzo con un vecino gaylord que pasea a sus caniches y, cuando se me acercan los perretes, les llama: «¡Doohan, Schwantz!» Se me dibuja una sonrisa mientras pienso en que esta misma escena pudiera darse dentro de diez años, cuando otro cronista se cruce con una suerte de boxeador amanerado cuyas mascotas fueran: «¡Márquez, Rossi!» La noria incesante de mitos y héroes entre la cumbre y el ocaso.