Ganas no me sobraban para dibujar el capítulo 2. Pero algo en mi interior me susurraba que esperara. “Aún es pronto”, me soplaba al oído algún duende interior. Esperé a dejar atrás el dolor con “pestina” a patetismo. Reuní las fuerzas necesarias, que solo conseguí a base de observar como la realidad se desdobla transformada irremediablemente por la perspectiva. Cuando no importan las líneas trazadas, sino las luces y sombras capaces de crear el verdadero espacio. Me faltaba el puñete en la mesa. El que debe oír uno mismo más que los demás. El golpe que hace que todos los objetos sobre la tabla salten al aire sin equilibrio y vuelvan a caer reordenados. Da igual como acaben colocados, tan solo basta con que su estadio sea diferente. Un nuevo orden tras el caos.
Arrodillar al otro es un acto que requiere cierta habilidad y dedicación, incluso maestría. Si alguien intenta obligarte a hincar la rodilla en el acto, rápidamente, tu reacción será la de oponerte de inmediato. Si te van inclinando lentamente apenas notas la acción, y cuando te das cuenta estás más redoblado que nunca. Acostumbrado a un ligero y continuo empujón hacia abajo, será difícil percibir la diferencia y se convertirá en un hábito irremediable para muchos. Un mal hábito.
Miro la figura del Guerrero arrodillado de la cultura Moche. Solo su rodilla izquierda toca el suelo, manteniendo la derecha arriba flexionada. No se sabe si la estatuilla de metal representa la acción de arrodillarse o, por el contrario, la de levantarse. En su mano izquierda sostiene un bastón o arma, y la derecha está alzada en puño tal esfera luchadora. Mirada alzada de valiente y capa a la espalda de caballero.
Me gusta pensar que el guerrero no se doblega, sino que está a punto de levantarse… ¿Y a ti?