Aforado. Una palabra que cada vez provoca más úlceras cuando se pronuncia. Aforado, es decir, inviolable ante la ley. A un aforado solamente le pueden detener si le cogen con las manos en la masa cometiendo un delito flagrante. Y la mayoría no es tan tonta como para robarle el bolso a una viejecita en la puerta de un cuartelillo de la Guardia Civil. Además, el aforado solamente puede ser juzgado por el Tribunal Supremo, el último y definitivo entre los tribunales españoles. Lo que diga el Supremo va a misa, no se puede apelar. ¿Quién elige a los jueces del Supremo? El Consejo General del Poder Judicial, elegido en votación por los aforados que se sientan en el Congreso (365). ¿Quiénes son los aforados? Además de los mencionados, todos los políticos que calientan la silla en la inútil cámara del Senado (266). No están solos, también los 1.268 diputados de los parlamentos autonómicos gozan de estos privilegios.
En una España normal, con una corrupción moderada –ya que siempre habrá malajes cerca de la bolsa del dinero público–, los ciudadanos aplaudiríamos la protección a nuestros representantes. Así evitaríamos que se les acusara injustamente de delitos que no han cometido. Repito: eso pasaría en una España moderadamente corrupta. Nuestro problema es que vivimos en un país donde la política es medieval. Aforado significa poseedor de fueros. Sinceramente, no hay nada más peligroso que un sinvergüenza con privilegios legales. Llevamos décadas dándole inmunidad legal a los ladrones. No digo que todos los políticos roben, pero sí un porcentaje más que preocupante. Sabemos a qué partidos pertenecen y cómo esos partidos, en vez de apartarles, les protegen con estrategias dignas de un buen Corleone mientras el imputado es útil o poderoso. Además, siempre se le puede hacer senador, que 66 plazas se las quedan principalmente PP y PSOE para repartirlas a dedo entre sus dinosaurios políticos.
Solo así se puede entender por qué se eternizan los procesos judiciales contra Jaume Matas, Carlos Fabra, Manuel Bustos, Fèlix Millet, Oriol Pujol o Iñaki Urdangarin, que no es político, pero ha sido Borbón. Ninguno de los citados ha pisado el trullo, pese a que hay evidencias de que vaciaron las arcas públicas. Sus delitos se trocean en varios juicios y listo: como las condenas no superan nunca los dos años y estos señores no tienen antecedentes, no conocen la vida entre rejas. Y si algo falla siempre queda el comodín del indulto: el consejo de Ministros no tiene mucho problema en regalarlo como pago de favores, ya llevamos más de 500 en esta legislatura. Quien hace la ley, hace la trampa.
Pero lo más cruel no es eso. Los perjudicados es el resto de la población, los no aforados. Carmen y Carlos son dos de ellos. Su caso suena a leyenda urbana, pero es real como la vida misma. En la huelga general de marzo de 2012 –convocada para protestar por una reforma laboral que también nos quiere devolver a la Edad Media: señores y siervos– estos dos granadinos participaron en un piquete pacífico que tuvo un rifirrafe dialéctico con la propietaria de un bar que no quería secundar el paro laboral. Alguien hizo una pintada en el local y la policía pidió unos carnets para identificarlos, pero les dejó marchar. Nada había pasado fuera de lo normal, como mucho se faltó el respeto entre las partes. Al día siguiente la dueña del bar les denunciaba por “destrozos en el mobiliario” y, después de un juicio surrealista, a cada uno le han caído tres años y un día de cárcel. Ayer les llegó la orden de su ingreso en prisión. Son claramente vulnerables ante la justicia. ¿A ellos quién les protege, señores aforados? Como no se les cae la cara de vergüenza, daremos por supuesto que no la conocen.