Hace falta una imagen cercana para romper los prejuicios ideológicos, para que sintamos como propia la historia de una tortura masiva que ocurrió en Francia. Hace falta viajar al final de la Guerra Civil española. Muchas mujeres que hoy son bisabuelas o están muertas tiemblan al escuchar las palabras “aceite de ricino” que les recuerda a una procesión humillante en la que suenan risas de hombre, insultos de hombre, amenazas de hombre.
El motivo de los fascistas para hacerlo era ninguno y, a la vez, por ejemplo, que no habían encontrado a sus maridos combatientes enemigos, que habían sido amantes de rojos… A veces bastaba con que la chica en cuestión hubiera rechazado en su adolescencia la proposición amorosa de un vecino del pueblo que, ahora, cosas de la guerra, llevaba uniforme, empuñaba un fusil y calzaba bigote y ganas de venganza.
Cogían a unas cuantas y les rapaban la cabeza. Les practicaban una esquilada torpe, borracha, dejando mechones vivos en mitad del cráneo rasurado. Luego las obligaban a tomar buenas dosis de aceite de ricino y las escoltaban mientras las exhibían por el pueblo. Unos vecinos apartaban la vista; otros miraban con desprecio o se sumaban a los insultos; otros, por miedo o por convicción, les escupían las peores palabras que les venían a la cabeza. El ricino retorcía las tripas. Intentaban evitarlo, apretaban el esfínter, tensionaban el abdomen, pero acababan cagándose encima. El pueblo miraba.
La escena, muy conocida, nos estimula a cargar contra la barbarie y el fascismo y a defender la democracia. Sin embargo, la humillación y el crimen contra la mujer no fue un patrimonio único del franquismo o de los soviéticos, con sus violaciones sistemáticas en el Berlín de la posguerra. En Francia, la resistencia y la sociedad civil arremetieron contra las mujeres que habían simpatizado con los miembros de las fuerzas de ocupación nazis o que habían tenido relaciones sentimentales con ellos.
En los días posteriores a la liberación, se inventó un delito de traición, la “colaboración horizontal”. Las bestialidades cometidas por los vencedores de la guerra no fueron muy conocidas hasta décadas después, como tampoco se decía nada de las casi 200.000 violaciones perpetradas por las fuerzas estadounidenses en Alemania hasta la publicación de Cuando llegaron los soldados de Miriam Gebhardt hace sólo un año.
Existía la lírica francesa de la resistencia, la belleza de los rebeldes, la entrega, la bondad, pero también ocurrieron otras cosas. Durante la ocupación nazi voló por París una canción, Mon legionnaire, la cantaba Edith Piaf como si fuera un beso clandestino a la resistencia, un beso etílico y evocador de quien era el gran monumento emocional de Francia. Siempre dijo que perteneció a la resistencia. La letra de la canción decía: “Era delgado, era guapo,/ olía bien la arena caliente,/ mi legionario./ Había sol en su frente/ que daba luz a sus cabellos rubios”.
Muy probablemente, Léa Rouxel, que en 1942 tenía 22 años, había escuchado la canción. Muy probablemente, alguien tenía la melodía en su memoria o la estaba tarareando en el mismo momento en que ella volvía a casa de la tienda de Dinard (Bretaña) en la que trabajaba. De pronto, se le rompió la cadena de la bicicleta cerca de un campo de aviación. Otto Daniel Ammon, teniente alemán que se encontraba de guardia, se ofreció para arreglársela. “Había sol en su frente que daba luz a sus cabellos rubios”. Se enamoraron y tuvieron un hijo juntos, Daniel, pero el teniente no pudo disfrutarlo demasiado, murió al poco tiempo. El niño también perdió de vista a su madre. Léa se escondió para dar a luz, dio a la criatura a otra familia y, cuando acabó la guerra, escapó del país.
Tenía razones para asustarse. A las mujeres que habían confraternizado con los soldados alemanes se les sometió al mismo escarnio que perpetraron en España los fascistas. No importaba si habían sido obligadas por los nazis, si el terror las había inclinado a ceder y a convivir con ellos y a embarazarse o si lo habían hecho por amor. Hay mucho material fotográfico que refleja lo que hicieron los valedores de la libertad y la democracia con las acusadas de ‘colaboración horizontal’: las vejaron, las raparon, las pusieron a desfilar.
Las fotografías revelan la naturalidad con que un pueblo puede ejercer la crueldad. Aparecen rodeadas de hombres de los que apenas uno o dos cargan rifle. Ropas rasgadas, cabezas rapadas, descalzas, esvásticas pintadas por el cuerpo, golpes, rastros de vapuleos. Sus expresiones varían. En muchas se aprecia rigidez, seriedad. El pánico es la inmovilidad. Están rodeadas, no hay escapatoria. La parálisis es una reacción primaria. Un búfalo mordido por dos leones apenas manifiesta resistencia, al revés, se queda absurdamente quieto como intentando parecer menos apetitoso. Muchas de estas mujeres están bloqueadas, parecen impasibles. Pero, de pronto, aparece una fotografía con una víctima a la que acaban de obligar a arrodillarse, y por fin ha explotado y llora, hace un puchero infantil porque apenas ha abandonado la adolescencia. El brazo aparece difuminado, se está moviendo rápidamente hacia arriba, buscándose la boca, tal vez buscándose la cara para tapársela porque la acaban de lanzar al suelo con el único propósito de fotografiarse junto a la presa.
Las fotos demuestran cuánto puede disfrutar el ser humano haciendo daño. Para eso, basta con tapar con el pulgar la cara de las víctimas y observar sólo a los energúmenos que las rodean. Hay saña y rabia, pero también, sonrisas, diversión, entusiasmo por lo excepcional. La expresión de los rostros se acerca mucho a la que se puede ver en cualquier fotografía de las que se toman en las fiestas de los pueblos.
De la ocupación alemana nacieron 200.000 niños. Fueron estigmatizados y humillados durante su infancia. El libro Enfants maudits (Hijos malditos), de Jean-Paul Picaper y Ludwig Norz, recoge el testimonio de algunos de ellos. Muchos acabaron en familias adoptivas donde, como el caso de Michelle, profesora de español, se les recordaba constantemente que era hija de un boche y le obligaban a escribirlo cien veces. El hijo de Léa, la mujer a la que se le rompió la cadena de la bicicleta, se convirtió en la atracción del pequeño pueblo en que vivía. La gente se acercaba a la casa para ver a aquel niño extraño que tenía los ojos azules y el pelo rubio como el legionario de la canción de Edith Piaf, que no dejó de sonar durante años.