«¿Os habéis sentido engañados alguna vez?»
Johnny Rotten, en su último concierto con los Sex Pistols
El Duque Blanco nace el 8 de enero de 1947, dicen que la noche más fría en Gran Bretaña desde que hay mediciones, el resto como han de suponer, es leyenda.
Así era él; paseaba su espectro entre los de juegos de trileros, enseñándote una bola aquí y allá, pero sin poder dar nunca con ella, hasta el punto de pensar que la bola nunca había estado allí. Forjó su personalidad acurrucado en el alambre, contando los tiempos, esperando el momento para saltar al siguiente escenario.
Tomó su nombre artístico de una marca de cuchillos. Alegórico utensilio, con el que suponemos asestó la cruenta muerte a esa etapa pertrechada por él, y que él mismo había representado a la perfección, como ejemplo de aquello que se había buscado en la modernidad. Él era la liberación del humano y la exaltación del ser, era el paso a la luz, y el acabose empírico de las sombras –tanto terrestres como divinas–, fue realmente lo que quiso ser.
Nuestra cuentakilómetros partirá de 1964 y llegará hasta 1983, año de la publicación de Let´s Dance, cómo síntoma del fin de una era, aunque reseñaremos –con el pretexto de hacer un guiño y reverencia magnificada–, 1984, año de la muerte de Foucault, uno los tótems de eso que denominamos Postmodernidad, como el verdadero principio del fin de una etapa que duraba ya más de cinco siglos.
En este transcurso de 20 años, nuestro Heroe colmó la Historia con ríos de tinta, sembrando aquí y allá su representación más fidedigna de qué era aquello de la Modernidad. Filósofos, pensadores y escritores se cansaron de decir qué y cómo se hacía y hasta qué punto la sociedad debía encumbrar aquellos derroteros, pero ninguno de ellos pasó más allá de la teoría, quedándose en simples espectadores de un cambio que tarde o temprano, acabará por desvanecerse, sin poder afrontar todos las transformaciones que desde las páginas se enaltecían como características de la renovación que se imploraba.
A partir de 1972, basó su vida en un periplo de peregrinación hasta el nirvana de las artes, fue el tiempo en el que la experimentación le llevó al éxtasis. Por culpa de aquellos años venideros de desesperada búsqueda por encontrar la caja de pandora de las esencias, acabará enrolándose en unos años de crisis personal. En 1972 nace Ziggy Stardust, resquebrajando aún más la clara estela del glam y la androginia, así como de otra serie de mandamientos que la Modernidad llevaba hilvanando durante años, y haciéndose palpable en un sujeto a medio camino de todo, pero por encima de todos. La mayoría de edad y el sapere aude kantiano, acababan de aporrear la puerta de cara al mundo, los preceptos ya no estaban escondidos para el resto de los mortales en tediosos libros de textos que la gran parte no podría comprender, Ziggy comenzaba a abrir las mentes de todos y cada uno de los que veían pasear sus estrechos brazos y trajes imposibles. Sus letras martilleaban las mentes con la rutilante capacidad de hacerte ver que el mundo estaba debajo de tus pies.
Pero la ciencia, base de esta Modernidad que nunca llegó a completarse, escribió en una de sus leyes, que todo lo que sube, debe bajar. En 1973, Ziggy es asesinado estrepitosamente. La Modernidad a su vez, sufre uno de sus ataques más lesivos y finales. El ser que había surgido de entre las sombras con la idea de mostrar al mundo de forma plástica que era la Modernidad, acababa de desaparecer, y con él, uno de los últimos coletazos que le quedaban por vivir a esta etapa.
David, sotierra el cadáver de Ziggy, pero aun latiendo en su interior y con las señales propias de haber desgarrado por la espalda a la Modernidad, se escapa a Los Ángeles, escabulléndose de los gritos desesperados de aquellos que querían más de él. Durante esa estancia buscando acopio para resplandecer de un modo diferente al ya mostrado, comparte vida con Warhol y busca inspiración en nuevos estilos que le permitan evolucionar. Debido a su insistencia por abarcar nuevos mundos, su deterioro será cada vez mayor, llegando a basar su dieta en leche, pimientos rojos y cocaína.
Con su mente perdida y sin encontrar ese halo de luz que le permita asentarse de nuevo en la cúspide
del arte, se traslada a Berlín en 1976. Allí, bajo las faldas de Brian Eno y arropado por Iggy, crea una de sus trilogías más exitosas, el comienzo de lo que un año antes había denominado Fame se evidenciaba. Scary Monsters se publica en ese mismo año, y se convierte en un éxito rotundo gracias a la inferencia pop que empezaba a batallar en la televisión. Nacho Duque divaga en estos términos y plantea que la Postmodernidad se construye con páginas filosóficas, pero también con la MTV o películas de ciencia ficción de David Bowie. Porque esta precisa no solo de ladrillos que conformen una estructura, sino también cristales tintados que estilicen los rascacielos.
En 1976 se estrenará El hombre que vino de las estrellas. Donde se desgrana otra metáfora de tantas como su vida ha dejado atrás. David, en esta ocasión, hace de lo que mejor sabía hacer, que era de sí mismo, porque David, era Bowie, era Ziggy, era Duke y era nuestro Heroe. David el primer David, fue el zeitgeist –el espíritu del tiempo– de nuestras generaciones, fue el Superman, el niño de engendrado en un clúster que llega para guiarnos fuera de está vorágine mundana, después de recorrer cientos de eones de tiempo, con el único propósito de evidenciarnos que la realidad está aquí y ahora, porque Bowie, era el hombre que la Modernidad quería conseguir, fue el estereotipo que los pensadores habían imaginado, el reflejo más fiel llevado hasta la extenuación para vislumbrar que era aquello que las luces habían esbozado entre los claro-oscuros, un hombre, un hombre de las estrellas, Starman.
Pero como todo producto que la Modernidad producía, acabó por escupirlo en forma de Postmodernidad. El momento del cambio estaba a la vuelta de la esquina y Bowie junto al resto de simples mortales, empezó a convertirse en lo que su amigo Warhol había evidenciado para la sociedad futura: “En el futuro todo el mundo será famoso durante quince minutos”. David pasó de ser la moda, a correr detrás de ellas. Su desvirtuación de la realidad lo llevaron a firmar contratos multimillonarios, con lo que si bien es cierto alcanzó el reconocimiento mundial, acabó por conseguir una esencia más profana, mutándose en un humano, aunque no en uno más de nosotros. En palabras del crítico musical, Diego Manrique, publicadas en diario El País en 2009;
«Iba kilómetros por delante del resto. Hasta que, ay, perdió el paso. Tras alcanzar máxima popularidad, con el glorioso Let’s Dance (1983), sacó discos como si fueran, en jerga mercadotécnica, meros «productos». Tanto Tonight (1984) como Neverlet me down (1987) contenían canciones apreciables pero carecían de espíritu visionario. Una barroca gira –la Glass Spider Tour– confirmó que Bowie había perdido su habilidad».
Let´s Dance abrió el reducto más insondable de su espíritu. El de figura ascética y diletante, capaz de conseguir brillo artístico a toda obra que tocara, había desaparecido, centrándose en aquello más liviano y terrenal, en sus propias palabras: “Había llegado el momento de hacer caja”.
Bowie estaba evidenciando la realidad que el propio Lyotard había sentado en 1979 con su obra La condición postmoderna, donde recaba de una vez el sentir de una sociedad que no era más que el reflejo de lo que fue y sobre todo, de lo que se esperaba que fuera. Al igual que nuestro Duke, la humanidad se había transformado en un espejismo de sí misma, aletargándose lentamente y convirtiéndose en “la copia de una copia de otra copia». El autor francés constató que la Modernidad había muerto, y que lo único que tenía para demostrar aquel desasosiego, no era más que evidenciar que todo era el producto de un producto, un precepto perdido y difuminado que aglutinaba todos los retales del pasado perdido.
La Postmodernidad como corriente filosófica que trata de sacar a la luz los fallos más estrepitosos de la Modernidad, coge fuerza en movimientos artísticos que se han ido produciendo a lo largo del siglo XX y toma más importancia a finales de los setenta, constatando así, que el problema de su predecesora fue la no performatividad, relegándose exclusivamente a dictar sin actuar. Esta banalización de aquellas características que los propios autores consideraban como necesarias para afrontar un cambio profundo de la sociedad, es mostrada por Jean Baudrillard, quien escribe:
«Lo que fascina a todo el mundo es la corrupción de los signos, es que la realidad, en todo lugar y en todo momento, esté corrompida por los signos. Esto sí que es un juego interesante –y esto es lo que ocurre en los media, en la moda, en la publicidad– más generalmente en el espectáculo de la política, de la tecnología, de la ciencia, en el espectáculo de cualquier cosa, porque la perversión de la realidad, la distorsión espectacular de los hechos y de las representaciones, el triunfo de la simulación es fascinante como una catástrofe; y lo es en efecto, es una desviación vertiginosa de todos los efectos de sentido. Por este efecto de simulación o, si se prefiere, de seducción, estamos dispuestos a pagar cualquier precio, mucho más que por la calidad “real” de nuestra vida».
Todo se convirtió en una reproducción de un modelo original, hasta llegar a suplantar al modelo inicial. Y lo que es peor aún, una sacralización del concepto ecuménico con el único fin de apoderarse de las mentiras zafias que ha supuesto la Modernidad. Por lo tanto, la Postmodernidad se basará en cierta medida en la individualización del hombre, la búsqueda por lo inmediato, así como en un proceso de pérdida de la personalidad individual debido a una actitud que busca emular a las modas sociales; en resumidas cuentas, es una teatralización somera de aquello que la Modernidad había conseguido, atenuada por la actitud crematística de todos aquellos que compartimos esta sociedad reproductiva de un momento pasado, sin la mayor intención de abordar un nuevo cambio.
En esta pasarela de una categoría a otra, podemos resaltar momentos significantes que evidencian que esta catarsis ha sido efectuada, y que los asesinos, esos que veneramos durante años como única válvula de salvación, han comenzado a desaparecer, primero porque se entregaron sin paliativos a la Postmodernidad y segundo por esa irremediable manía de entregar sus monedas a Caronte.
Esos cruentos genocidas de la Modernidad que se entregaron a los brazos de la Postmodernidad, van desde apellidos tan dispares como McCartney, Jagger, Reed, Pop –Iggy– o Bowie. A otros que perecieron antes de verse inmiscuidos por esta nueva etapa, como Curtis o Lennon, que nos abandonaron justo cuando ese período dio su pistoletazo de salida, pero como vengo tratando de evidenciar, estas fases, no se producen de la noche a la mañana, ya que uno no se acuesta poniendo la pica en el renacer humanista y se levanta en una sociedad postfordista, sino que todo es un engranaje que va encajándose y segregándose poco a poco.
Lo realmente significativo de esta época se cristalizará en algunos procesos de cambio, tanto culturales como políticos. En el plano estrictamente cultural se producen signos que evidencian esta situación. El fin de los setenta y la llegada de los ochenta, se hace patente gracias al cambio que esta nueva era pone sobre la mesa, por ejemplo en el plano cinematográfico. El cine de vanguardia será uno de sus baluartes, donde se implementaran técnicas tales como la alteración lineal y espacial, además de aquellas estrategias comerciales que se alejan del plano puramente artístico. Un ejemplo de estos nuevos modelos de cine serán los blockbuster, que se hacen constantes en las carteleras de esos años. Películas como Regreso al futuro, la trilogía de Star Wars o Tiburón, acreditan este nuevo modo de entender la cultura. En el plano musical destacará la llegada de los denominados videoclips musicales, que tenían su principal plataforma en la anteriormente mencionada, la MTV. Su máximo exponente fue la denominada música pop, un estilo en el que un joven llamado Michael Jackson, se situó como el rey, gracias a una serie de estrategias mercadotécnicas, preparadas para que su Thriller colmara los éxitos y reventara los réditos económicos de sus productores.
En el plano político, la sociedad sufre un vuelco estrepitoso. La llegada de dos referentes del antagonismo común, abren sus alas en aquella época. Margaret Thatcher en 1979 y Ronald Reagan en 1981, disiparán aquellos deseos evangelizadores de la Modernidad de conseguir una sociedad más equitativa. El neoliberalismo más atroz empezó a dejar hordas de cambio en ese mundo emanaba bajo su estela. Será especial en la figura de Thatcher, quién acabó cosechando infinidad de odios y desidias, debido a lo que supuso el desmantelamiento total de los pocos beneficios sociales que en Reino Unido quedaban. La figura de la Dama de Hierro engendró un caldo de cultivo muy singular. El desprecio que se rezumaba contra la Primera Ministra británica, produjo a su vez, una serie de movimientos contraculturales que luchaban contra aquella serie de políticas, pero también contra la imagen que proyectaba la propia Thatcher, quién esgrimió como nadie la mencionada individualización del hombre.
Para parafrasear aquellos años, Lyotard utilizará como respuesta “la disolución del lazo social”, mientras que Guattari preferirá usar la expresión “años de invierno”. Son reflexiones que relatan a la perfección la huida hacia el desfiladero. Porque mientras el economicismo salvaje comienza a bullir desbocado y sin frenos, los proyectos de la izquierda hegeliana son desechados casi por completo. La Postmodernidad había arrasado con todo, el deterioro y posterior caída de la URSS, fueron un claro ejemplo de este cambio tan desmedido en el concepto político, pero también se produce un cisma, entre lo habido y lo que habrá. Las victorias de dos partidos socialistas en Francia en 1981 y España en 1982, reflejan que el marxismo, símbolo de la Modernidad que acababa de desaparecer, se estaba transformando. La socialdemocracia es solo el producto de un producto.
Con esta secuencia que alcanzará puerto tal vez en 1984 con la desaparición de Foucault, comprobamos que la Postmodernidad, no es nada más que el hijo que te sacará los ojos cuando te descuides, aquel individuo que intenta hacerte creer que te ayuda, pero sin la más mínima intención de hacerlo realmente. Porqué esta, es un desatino, un suspiro que se acaba, un sudor frío que recorre el cuerpo sin saber por qué, es la insatisfacción perenne de sufrir ante un horizonte sin final, una realidad que elude toda posibilidad de gestar un mundo mejor, desalbergando aquel intento de nuestros ancestros de alcanzar la mayoría de edad, porque la inocencia ha sido mancillada y la ingenuidad se ha postrado a los pies de los caballos, la Modernidad ha sucumbido, y al ser humano, solo le queda escuchar la misas de réquiem, ponerse sus mejores galas y esperar los soplidos en la nuca de una guadaña certera, que no deje un pequeño rictus con el que languidecer en una muerte lenta y dolorosa.
David Bowie – Changes (1971)
Don’t want to be a richer man
Ch-ch-ch-ch-changes
[…]
Just gonna have to be a different man
Time may change me
But I can’t trace time