Leí el otro día un tuit que me hizo mucha gracia, por lo simplón. Lo publicó la cuenta oficial en Twitter de este nuestro medio, Negratinta. Como conozco –no sé si bien, pero algo– a quienes fundaron, desarrollaron y mantienen vivo este proyecto, les guardo un gran afecto y cariño por aguantarme, y dejarme escribir aquí lo primero que me viene en gana. Por mor de ese cariño, abusando de él, escribo esto hoy. El tuit era una respuesta a otro de Esperanza Aguirre, o de quien le lleve la cuenta. Decía el de la Aguirre:
“España no son sólo 46 millones de ciudadanos, son 3.000 años de Historia. Y una clase política corrupta no puede llevarse eso por delante.”
Contestaba la cuenta @RNegraTinta:
“@EsperanzAguirre ¿Ya comíamos jamoncito y bailábamos sevillanas en tiempos de los íberos?”
Mis queridos amigos, sin duda llevados por la reducida y kafkiana percepción del hecho patrocinada por el franquismo y sus canales de producción cultural (que eran todos, durante el régimen), cayeron en el mismo error. El de identificar lo español con la tramoya sociocultural codificada durante la dictadura y que no era más que la exageración autoparódica de la propia imagen que de España tenía un general analfabeto política, cultural e intelectualmente.
Si bien es una tentación constante, para el agitprop secesionista catalán o vasco (así como para la izquierda atrabiliaria de que gozamos en España) la de ridiculizar lo español cosificándolo en la muñeca flamenca y el toro de Osborne, degradando el patrimonio ingente de una de las naciones más viejas del mundo, sostengo desde mi particularísimo punto de vista que es obligación de un medio como Negratinta, nuevo y que pretende ser novedoso y cosmopolita en su concepción de las cosas, el no quedarse en lo anecdótico. Eso, la parodia, el teatrillo, lo puede hacer cualquier titiritero. De Negratinta yo espero mucho más que la estereotipación, pues formo parte del grupo humano que lo constituye y aunque mi aportación es microbiótica, me precio de estar aquí y gozar de una tribuna desde la que predicarles mi sermón a todos ustedes, queridos lectores.
Desde el siglo I a.C, más o menos, existe una unidad administrativa, cultural y política, que fue dada en llamarse Hispania. Yo sé que gusta mucho hablar de martingalas como lo de la plurinacionalidad, las nacionalidades nacionales, y todas esas filfas recogidas incluso por la Constitución y los Estatutos de autonomía. Pero todo eso empequeñece hasta quedar hecho trizas por la Historia, juez indiscutible de los acontecimientos y de las cosas de los hombres. Que tres de los más grandes emperadores de Roma nacieran en Hispania, que fueran, propiamente dicho y usando un anacronismo, españoles, conscientes de ello y de la particularidad de su tierra de origen, no es más que un capricho académico si lo comparamos con el jamón y las sevillanas. ¡Dios nos libre de pensar que lo español puede ser algo más que caspa!
Esperanza Aguirre, o quien le lleve la cuenta, escribió lo de los 3000 años al tuntún, pero la catalana Emporión, la andaluza Gadir, Malaka, la Nueva Cartago, honor de los Barca, y tanto como la literatura clásica refiere sobre la Iberia confín de la Ecúmene, pueden justificar su ligereza estadística si decidimos darle algún crédito al geógrafo Estrabón, ese cualquiera. ¿Habrá leído algún cupero a Estrabón? La Marca Hispánica, sin ir más lejos, génesis de los reinos cristianos orientales de la península, no se fue a llamar Hispánica porque quisiera Franco, o porque Millán Astray obligara a Carlomagno apuntándolo con un naranjero. La moda es afiliar España a lo casposo, reducir el hecho histórico que comprende una realidad geográfica y cultural avalada por los emperadores de Roma, por los de Aquisgrán, por los califas de Damasco y Bagdad, por los Papas, y luego, claro, lo que vino después, a la gitana, a Lola Flores, a Carmen Sevilla, al torito y el jamón.
Trajano, Adriano y Diocleciano, con un traje de flamenca en la caseta de Bertín Osborne.
La añagaza que subyace a ese despecio, y que yo me permito traer a la superficie subiendo el rezón con el ímpetu de la tropa de marinería –acaso eso es lo que soy, y más en Negratinta–, aun a riesgo de que mis compañeros editores me contradigan, es algo subliminal que ocupa un púlpito en la conciencia colectiva de algunos españoles: si lo codificado como español es esta prédica de lo rancio, lo que no es español, o se quiere separar, es diferente, y naturalmente, mejor; donde caspa, modernidad, donde jamón, cocina de vanguardia, y donde flamenca bailando sevillana, Hip-Hop de pico y pala.
Pero lo español es un conde catalán sancionando a un rey castellano-leonés en 1135 como Imperator Totius Hispaniae. En el Totius va implícita la unicidad política y cultural del territorio, por si hiciera falta mencionarlo. Abarcado por la derivación de ese nombre con el que los romanos colonizaron la provincia a quienes ellos consideraban granero del imperio: España, idea global, semejante a la de Grecia cuando desde el siglo octavo a.C hasta después de Alejandro, servía a los griegos de todas las polis independientes para sentir la pertenencia a una entidad cognoscible y común, lar familiar. En España no había polis, sino reinos, solares dinásticos enfrentados entre sí por la supremacía física pero también cofrades de una hermandad superior a todo linaje, a toda ambición territorial. Lo español fueron tres reyes, uno castellano, uno navarro y uno aragonés, ladera abajo y a toda pastilla en 1212, en una colina de Jaén, contra los tatarabuelos del Daesh. Lo español fueron dos reyes que decidieron asociarse y conquistar el mundo por Oriente, hasta Lepanto, y por Occidente, hasta Manila atravesando el emporio americano. Lo español es marinos catalanes, andaluces, vascos, valencianos y gallegos, dándole la vuelta al mundo: matando y muriendo en Filipinas, en México, en Perú, en Chile, en California, ayudando a las Trece Colonias a emanciparse de Londres y a crear la nación más poderosa de la modernidad, realizando a la vez fabulosas expediciones científicas en los trópicos. Lo español es un vasco de Hernani poniéndole una pica en el pecho al dueño de media Europa, Francisco I de Francia, mecenas de Leonardo. Un fulano de Hernani.
Lo español es todo eso y es mucho más, y sobre todo, lo español no es una flamenca comiendo jamón puesto quien enarbola ese estandarte, aunque sólo como chacota, está emparejándose con la minúscula cosmovisión del nacionalismo; y cuando uno intenta ser periodista, no obstante sólo esté opinando, la búsqueda de la verdad ha de orientar siempre nuestros pasos. Y nada hay más lejano de la verdad, que el nacionalismo, eufemismo de vileza.
Fotografía: Luis Romero