El Giro de Italia aterrizó este viernes en Jerusalén. Un Giro cuyo principal objetivo parece ser el de promocionar esta ciudad, asociándola en el imaginario social colectivo y ante la mirada extranjera, como capital legítima del Estado de Israel, pese a que no lo es.
Un Giro que quiere vender al mundo un “país normal”, como explicó ante los medios de comunicación su principal mecenas y presidente honorario, Sylvan Adams, “con una sociedad libre, democrática y tolerante”.
Pero lo cierto es que mientras cientos de ciclistas de todo el mundo pedaleaban sobre sus bicicletas, cientos de palestinos hacían fila aglomerados y humillados –pues tienen que bajarse de un autobús público, esperar por un tiempo muchas veces impredecible y cruzar descalzos un detector de metales– para atravesar el puesto de control israelí de Qalandia que separa la urbe palestina de Ramala de la Ciudad Santa.
Mientras dos helicópteros retransmitían en vivo la carrera a las televisiones de casi doscientos países, miles de gazatíes se manifestaban simultáneamente en la línea divisoria entre Israel y la Franja de Gaza por sexto viernes consecutivo; siendo respondidos con munición real, y hasta la fecha, pagando su osadía con la muerte de 45 de los suyos, con una veintena de jóvenes amputados y con la mayor indiferencia del resto de los mortales.
Mientras estos 176 ciclistas han entrado sin problemas a Israel siendo acogidos en los mejores hoteles del país, y sus proezas relatadas por la plumilla de una veintena de periodistas extranjeros cuyo viaje ha sido pagado por el propio gobierno; 54 gazatíes murieron el año pasado porque Israel no les concedió el permiso médico necesario para poder ser atendidos fuera de Gaza, según cifras la Organización Mundial de la Salud.
Mientras a Israel se le hincha el pecho de orgullo al mostrar las vistas panorámicas del desierto del Néguev y de la ciudad fronteriza de Eilat –bañada por el Mar Rojo– por donde discurrirá la tercera etapa del Giro este domingo; decenas de miles de beduinos viven hoy en día en ese mismo desierto en riesgo de expulsión inminente.
Mientras el mundo grita el nombre de su ídolo Chris Froome o repite a modo de mantra “Amore infinito” (eslogan de esta 101 edición); ese mismo mundo, y esa misma Unión Europa a la que tanto se le llena la boca hablando de fondos y proyectos de cooperación en los Territorios Palestinos Ocupados, se quedan prácticamente mudos cuando ven como un soldado israelí le revienta las entrañas a un desarmado Mohammed Ayud, de quince años, durante las protestas de la Gran Marcha del Retorno en la franja.
E Italia se queda igualmente callada, y retrocede y recalcula, cuando Israel le pide que elimine la distinción en los fichas informativas y en la página web oficial del Giro entre Jerusalén Este –territorio palestino ocupado por Israel tras la Guerra de los Seis Días de 1967, y anexionado de forma unilateral en 1980– y Jerusalén Oeste, donde de fato ha tenido inicio la competición.
Nadie parece levantar demasiado la voz ante el hecho de que se esté celebrando un evento, que comparte unos supuestos valores deportivos y éticos, en un territorio en el que la mitad de sus habitantes carecen de libertad; en el los palestinos de Jerusalén Este no son considerados ciudadanos sino residentes permanentes; en el que los palestinos de Cisjordania son obligados a atravesar puestos de control –como si fueran ganado– simplemente para acudir a sus puestos de trabajo e incluso, se les impide usar las mismas carreteras que a los colonos israelíes.
Algunos, como Sylvan Adams, se defienden repitiendo que no hay que mezclar política con deporte, que se trata de dos entes separados, impolutos, que el deporte nos une a todos como seres humanos. Otros creen que, en este caso concreto, ambos ya están demasiado entremezclados y que lo importante, precisamente, es poder desenredarlos.
Israel y su Giro de Italia –por perpetuar el desarraigo y la ocupación palestina desde hace más de cinco décadas, ente otras cosas– no es solo ciclismo; al igual que los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 durante el nazismo, con el afroamericano Jesse Owens a la cabeza, significaron mucho más que cuatro medallas de oro en atletismo.