Cuando en casi todo bolsillo hay un dispositivo con cámara integrada que permite fotografiar con inmediatez cualquier suceso que ocurra, o panorama que se extienda, ante nuestros ojos, resulta muy de agradecer la serena calma en la composición. Ese proceso en que se medita y se escoge qué se incluye y qué no, de qué manera, con qué doble exposición sería idóneo recombinar estas imágenes, este encuadre o aquél, este filtro, o esos tres segundos extra de inmersión en la cubeta.
La celeridad con que se dispara hoy ha pervertido una parte de la esencia que llevó a Daguerre y Niépce a construir la Fotografía, como metáfora instantánea de un cuadro, debidamente elaborada.
Aquella niña que correteaba y bebía en las mil fuentes de su ciudad, absorbía por ósmosis el acervo histórico, el poso centenario de las cañerías, las partículas de arte en suspensión sobre la tórrida atmósfera setabense y, cómo no, las cenizas de plata -de las fotografías al arder- que aún flotan sobre la Guernika valenciana desde aquel último conato de arrasarla con fuego en febrero del 39. De haber vivido en aquellas circunstancias, Luisa Gutiérrez bien pudiera haberse convertido en la Vivian Maier mediterránea.