Juan Sinsuerte era un tipo la mar de desgraciado. Gris, obeso, cabizbajo y cejijunto, andaba por la vida errante, con la pesadumbre como mordaza, sabiendo que la fortuna le era desafortunada y cruel porque le reducía a la inexistencia. Juan Sinsuerte arrastraba el mal agüero como quien renquea en el barro con una pata de palo. Su fama de cenizo empedernido le precedía allende los mares y, aunque no fuera delito ser quien era, acabó siendo sin desearlo, el ingrediente del pánico de familiares y conocidos. Que se lo digan a la infortunada madre que nada más traerle al mundo en nochevieja, sufriendo un calvario, falleció cuando el único médico que le iba a atender se atragantó con una uva, de la suerte, claro. Su mismo nacimiento no fue más que el prólogo de un destino crucificado.
Las décadas cayeron y los lustros se arrastraron sin ninguna dicha para Juan Sinsuerte que veía como su mal fario iba dejando huellas de arena. Los retorcidos sucesos se sucedían como diapositivas quemadas. Ya fuera desprenderse el techo de su guardería, incendiarse una virgen en su primera comunión, volar a Nueva York el 11 de septiembre de 2001, ver a Ana Botella como alcaldesa de su ciudad o quedarse sin el amor de su vida porque resultó ser lesbiana. Por su pavorosa estela quedaron también tres coches accidentados, dos oposiciones anuladas, cinco huracanes, la quiebra de Galerías Preciados, nieve en agosto… Muchos incluso relacionaron su calamidad como la causa de la peor crisis económica mundial conocida. De hecho, se sabe que realizó sus prácticas en Lehman Brothers. Desesperado, Juan Sinsuerte probó a recurrir, incluso a la oscuridad de la magia negra. Contactó con una reputada hechicera quien le prometió, perjurando por su vida, por los santos y las vírgenes, que acabaría con su mal de ojo. Nada más tocarle, recibió una orden de desahucio. Entre aspavientos e improperios, la bruja le echó a la puta calle.
Tan cierta era su vida sin gracia y de mal tino, que se convirtió, en definitiva, en víctima y verdugo de sí mismo. Así que, renegado de su familia, repudiado por amigos, evitado por vecinos, y temido por las aseguradoras –que no cubrían nada a menos de un kilómetro de su casa–, Juan Sinsuerte vivía enclaustrado en su piso, encerrado en sí mismo, viendo girar el mundo como una peonza sin cuerda, desde el alféizar de su ventana.
Entre éstas estaba nuestro amigo, pensando que su existencia parecía estar predestinada a tocar un pentagrama de una sola nota, sin sobresaltos, sin esperar nada, cuando de improviso, en una tediosa mañana, algo le embargó la atención al comprobar el resultado del Euromillones: 5, 7, 18, 49, 34, 24… “¡¡Coooño!!, llegó a exclamar. Los leyó, los enumeró, los repasó, los memorizó. Tanto los empezó a cantar que se le aceleró la voz hasta solapar un número con otro sin entendérsele nada. De una patada se puso en pie. No daba crédito, increíble pero cierto: le había tocado el primer premio. Era millonario. No obstante, la catarsis de alegría de Juan Sinsuerte no era tanto por su aparente botín, sino por la asombrosa satisfacción de haber roto, de una vez por todas, su infinito maleficio. ¿Cómo sino, después de haber apostado 20 años a las mismas cifras en el mismo sorteo, sin siquiera ganar ni el reintegro, se hacía con un único premio europeo?, ¿qué probabilidad había?, ¿qué raíz cuadrada lo explicaría?, ¿lo estaría soñando? Animado por tan insólita e improbable circunstancia, Juan Sinsuerte estaba decidido a cobrar su boleto y a salir de su casa por primera vez en trienios. Vestido con la ropa guardada de muchas temporadas pasadas –lo que le daba un aire ciertamente detectives–, Juan Sinsuerte primeramente contuvo la respiración y al contar tres abrió la puerta de su apartamento. Un pie y luego otro, ya estaba fuera y, sin más pero decidido, empezó a bajar los escalones buscando la calle. En cada rellano, notaba enseguida los ojos perturbadores y parpadeantes de sus vecinos a través de las furtivas mirillas. Estaban horrorizados por el fin de su exilio y rezaban, bajo susurros, que no se atreviera siquiera a tocar sus portones.
Y llegó el momento en el que sus zapatos, corroídos por el tiempo, sintieron el áspero asfalto de la acera. La puerta acristalada del portal se cerró bruscamente a sus espaldas y se sobresaltó un poco al escuchar el tintineo de un pequeño vidrio caerse. Tragó saliva y se atusó el traje. Nervioso, comenzó a andar por la izquierda dirigiéndose a la Administración de Loterías. Mientras, iba saludando con reparo a antiguos amigos, hoy desconocidos. Sin esperarlo, la calle enmudeció, todo se paró. La frutera se quedó estupefacta, el panadero mudo, y el kioskero tiritando, aunque no hiciera frío. Juan Sinsuerte se autojustificaba con conclusiones muy rocambolescas sobre la necesidad de tiempo para que se acostumbraran a su nueva fortuna. Pero él seguía marchando tan obnubilado con su embriagadora felicidad, que no percibió la caída de un hombre por una alcantarilla abierta, la señora atropellada por un camión de basura, la mierda de paloma caída en una taza de café, o el macetazo que mató a un gato negro a su paso. Extraños sucesos que al final, por más que hiciera estragos por evitar lo inevitable, vio la realidad que le amenazaba con un machete. ¿Sería que la ventura le llegaría a sorbos? Daba igual, había ganado un premio y estaba decidido hacerlo suyo. A la mierda todos y todo, ¡tenía derecho a una oportunidad! Fue acelerando más el paso en la misma medida que se iban sucediendo resbalones, tropiezos, accidentes o incendios espontáneos. Juan Sinsuerte seguía convencido de la redención de sus pecados, de la amortización de su pasado.
La Administración de Loterías se empezaba a entrever en la distancia. Cuatro esquinas más y tendría un nuevo vecindario, una nueva vida y el contador a cero, una visión que ya tocaba con las yemas de sus dedos. Ensimismado en sus sueños, le alteró una bulla crepitante y acelerada. Gente corriendo de aquí para allá, madres a cargas con sus hijos a toda prisa, gritos y coches acelerando sin sentido… se iban abriendo paso en mitad de un expectante caos. Una docena de personas se agolpaba frente a un escaparate de televisores. La curiosidad le convenció y como pudo, Juan Sinsuerte se fue haciendo hueco entre codos y hombros hasta que, ya en primera fila, pudo leer unos alarmantes titulares: “Meteorito gigante impactará hoy en la Tierra. La Humanidad será exterminada.”. A todos parecía envenenársele el alma con una alquimia entre dolor y la frustración de la nada, a todos excepto a Juan Sinsuerte, quien sonreía plácidamente pensando que, por fin, se le había acabado su mala fortuna.