Era un tipo bajito, de generosa barriga y amplia calva, zona que acababa en unos rizos que recordaban una cabellera perdida, quizás, en los tiempos en los que Maragall –y su gabardina– recibió la noticia de que Barcelona albergaría aquellos Juegos Olímpicos que acabaron limpiando su escaparate urbano y colocándola en el mapa del turismo mundial. Un bigote espeso ya grisáceo y unas gafas –dependiendo del día, usaba un par de color granate–, le daban a ese rostro que culminaban dos ojillos juguetones un aire de careta carnavalesca. El tipo frisaba por aquel entonces los 60 –efectivamente, Internet me dice que nació en 1949 y situamos la acción en 2009– y se llamaba Ramon Miravitllas. Él podría haber sido uno más, un profesor entre tantos después de tres cursos de clases en la Facultat de Ciències de la Comunicació de Bellaterra. Sin embargo, Miravitllas fue uno de los pocos profesores que me enseñaron periodismo durante los tres años que pasé en Barcelona estudiando la carrera de… Periodismo. Los conceptos que se aprenden en el actual grado de Periodismo supongo que no se separarán mucho de la ración formativa que nos ponían a nosotros en el plato a diario, hace ahora cinco, seis y siete inviernos. De eso, de lo que no aprendimos, escribiré otro día. Hoy toca cara, no cruz: si algo aprendí de este señor bajito e irónico fue a ser crítico. Conmigo mismo.
Miravitllas formaba parte –conjugo en pasado, porque desconozco si sigue dando clases; de hecho, hoy pregunté por él– de ese reducido grupo de docentes que habían sido cocineros antes que frailes y que, pese a impartir clase en el convento universitario, compaginaban ese trabajo con su guerra diaria en la cocina de los medios. Donde se cocía el periodismo de verdad, para bien o para mal. El mostacho de Miravitllas se ponía de lunes a viernes detrás de un micrófono azul de la COM Ràdio para presentar un espacio de puro y duro análisis político, La Nit. Reflexionaba en voz alta, entrevistaba y, sobre todo, moderaba con bastante sal y aún más pimienta unos debates en los que solía juntar a lo mejor de cada casa, en sentido literal y figurado. Allí, con mis compañeros de clase, me senté detrás de jóvenes valores como Oriol Junqueras o Raül Romeva y de veteranísimos como Aleix (o Alejo,dependiendo de lo español que se levante) Vidal Quadras o Raimon Obiols. Miravitllas, como una especie de Mahoma, nos hacía ir a la montaña, pero también traía la montaña a la facultad. La gracia de su asignatura consistía en ver desfilar a un político por los pasillos universitarios una vez por semana. En el aula se improvisaba una rueda de preguntas donde él hacía de jefe de prensa, primero, y de severo corrector después, cuando el político ya se había marchado. «Populista» fue lo más bonito que me dijo –»Sierra, es usted un populista», que siempre y en castellano me llamaba por mi apellido– cuando se me ocurrió preguntar a una dirigente de Iniciativa per Catalunya-Els Verds si casaba con la idiosincrasia de un partido como el suyo el haberse gastado decenas de miles de euros en haber decorado los despachos de la conselleria de Interior basándose en los criterios del feng-shui, una estética muy oriental y muy cool, pero muy cara.
Miravitllas me llamó populista cuando le pregunté a una dirigente de ICV si veía lógico el gasto de decenas de miles de euros que se había gastado Saura en decorar despachos
Sin darme cuenta, me fui empapando de esas batallas que nos recordaban cómo era el periodismo que nos esperaba fuera de las clases, porque en 2009 todavía se soñaba con conseguir un contrato al salir de la universidad. Al menos uno de becario que te convirtiera en mileurista bastante antes de llegar a los 30. De lo que pasó después, mejor no comentar nada. Hace cinco primaveras exactamente, Miravitllas curtía al medio centenar de alumnos que habíamos elegido la asignatura de periodismo político para el trabajo final de la asignatura. Había que elaborar un reportaje de formato dominical. Dos temas a elegir. Narrar la matanza de Mỹ Lay –soldados yanquis arrasando a civiles en un poblado de Vietnam, una obsesión de la juventud del profe, supuse– y su repercusión en la prensa estadounidense a finales de los 60 o escribir sobre un tema político español o catalán con el telón de fondo de la crisis económica que se estaba comiendo, con prisa y sin pausa, al gobierno de Zapatero por una pierna. Elegí el segundo asunto y, sin darme cuenta, di con un enfoque que me convencía. Tirando de una irónica tabla de mandamientos que todo periodista ‘debía’ cumplir, redactada por Lluís Bassets, uno de los mandamases de El País con largo recorrido en Catalunya, a principios de los 90, me puse a escribir un reportaje que titulé ‘La frontera del periodismo’.
–Mayer, vostè li pot explicar als seus companys de classe què vol dir la paraula gürtel? –había preguntado Miravitllas unos días a una chica de Lleida e hija de alemán.
–Corretja, cinturó.
–Efectivament! Corretja, correa…
Por Miravitllas me enteré de algo obvio: que los nombres en clave de los casos de corrupción que investigan jueces y policía adoptan nombres en clave relacionados con algún elemento de la trama. El caso Pokemon se bautizó así por la cantidad de ramificaciones que tenía («hazte con todas», le podrían haber vacilado los encausados al juez instructor). En Gürtel se había traducido al alemán el apellido de Francisco Correa, el conseguidor de regalos y financiación para el Partido Popular junto a Álvaro Pérez, El Bigotes. Usando Gürtel como pilar y su boom en los medios redacté ‘La frontera del periodismo’. ¿Cómo era posible que El País –el medio de Bassets, el prestigioso El País, el faro del periodismo español– se hubiera saltado el secreto de sumario para publicar antes que nadie los detalles de una supuesta red corrupta que parecía afectar a un gran número de contratos públicos de la comunidad de Madrid y el País Valencià? ¡Si Bassets se mofaba con veneno de ese periodismo de acoso y derribo que llevaba el sello de Pedro J. Ramírez, primero en Diario 16 y luego en El Mundo! En la mente de un estudiante de periodismo de 21 años, que no sabía realmente cómo y qué era una redacción profesional, traicionarse a uno mismo sin despeinarse, amoldar la realidad a tu gusto para que encaje en ese molde la verdad razonada, aunque sea a martillazos, eran platos que costaba digerir. Cinco años después sigue costando tragarse ciertos sapos, pero por viejo o por diablo, ves venir el peligro mucho antes; y, claro, también sabes que si El País fue faro, su luz se extinguió hace mucho tiempo. Aunque te haya costado mucho aceptar viejas sospechas, lo sabes.
Y me pregunté: ¿Dónde está nuestro límite? ¿Dónde nuestra frontera? ¿Ser periodista implica callar? ¿Esperar? ¿Silenciar?
–Para nada. Si un periodista tiene una información comprometedora, debe revelarla. No hay otra posibilidad. Siempre que se esconda algo, se estará faltando a la verdad. Yo no entiendo el periodismo de otra manera.
Raúl del Pozo había pasado los 70 y ocupaba desde hacía años la contraportada de El Mundo tras la muerte de Paco Umbral cuando me llamó desde un fijo que hoy lamento no conservar. En el minúsculo cuarto de mi minúsculo piso de estudiantes (menos de 80 metros cuadrados, cuatro personas y algún inquilino con sede fija en nuestro sofá), Del Pozo me hizo una defensa vehemente y pasional del periodismo que había mamado junto a Pedro Jota. Ahí arriba iba una buena muestra. De lo imposible que era sortear a la censura cuando él comenzó a escribir en los 60, primero en su Cuenca natal y luego en un Madrid que olía aún a dictadura, y del valor que teníamos que darle los jóvenes informadores predestinados a contar el siglo XXI a la libertad de expresión.
Raúl del Pozo: «Si un periodista tiene información comprometedora, debe revelarla. Si se esconde algo, se falta a la verdad»
El viejo periodista accedió a participar en mi inocente reportaje universitario. Igual que un diputado balear del Partit Socialista Mallorquí de cuyo nombre no consigo acordarme –’La frontera del periodismo’ también se fue al garete cuando se me jodió el disco duro externo donde conservaba los pocos recuerdos buenos de la universidad: académicos, claro–, un profesor de derecho y otro de sociología de la Autònoma o el actual conseller de Agricultura de la Generalitat, Josep Maria Pelegrí, al que asalté literalmente en la sede de Unió de Ripollet a cambio de escuchar una OPA hostil de una de las lideresas del partido en ese pueblo obrero del Vallès Occidental para que me hiciera miembro de sus juventudes democristianas. Un buen elenco de fuentes, teniendo en cuenta de que me enteré, cinco días antes de presentar el trabajo, que la fecha de entrega era dos semanas anterior a lo que mi despistada cabeza se había imaginado. Con sudores fríos, mucha potra y bastante flor, no hubo mal que por bien no viniera: descubrí inconscientemente que en el periodismo de verdad si puedes hacer algo bueno en poco tiempo, mucho mejor. Más que nada porque no tardará en llegar el día en que tengas que hacer algo bueno y en poco tiempo. Y, si quieres sobrevivir, tendrás que disfrutar trabajando así.
Si Del Pozo defendía a los soldados del teclado a capa y espada, Pelegrí pedía respeto para los aforados y reclamaba más protección para la pobre clase política (!!!). Mientras, el delfín de Duran i Lleida, entonces en la oposición, regateaba con cintura cualquier alusión a sus correligionarios acusados en los casos de corrupción que dejó tras de sí el pujolismo. El político mallorquín, por otro lado, anunciaba que en la Península aún no sabían casi nada de los tejemanejes de Jaume Matas al frente de las Balears y pedía valentía a los jueces que empezaban a levantar los presuntos chanchullos del expresident, fan número uno de Iñaki Urdangarin. El profesor de Sociología respondió más por compromiso al estudiante que se había colado en su despacho con lugares comunes como aquel que repite que «una clase política es corrupta si la sociedad que la genera también lo es». El de Derecho, en cambio, resultó ser un enamorado del tema y se explayó a fondo: había escrito ensayos sobre la tensa relación entre juzgado y medio de comunicación. Recuerdo que se quejó de los juicios paralelos que en la prensa acompañaban a cualquiera que pusiera un pie en un sala de lo penal. Le declararan a uno inocente o culpable, antes de tiempo ya estaba condenado. «Los periodistas son los primeros que no cumplen la ley. Se piensan que están ayudando a la democracia y lo único que hacen es lesionarla. Hay directores de periódico que creen estar por encima del bien y del mal». De un extremo al otro, tenía una paleta con casi todas las opiniones posibles. Escribí el reportaje y lo entregué en tiempo y forma. «A ver si nos quitamos unos créditos para irnos de Erasmus tranquilos».
Cinco años después sigo teniendo la costumbre de revisar las portadas de los grandes diarios estatales casi cada mañana. Doy por hecho que lo más peligroso no es comprobar que los editores siguen sin querer aprender qué cosas se deben callar para no entorpecer la labor de una justicia en la que, por otro lado pero íntimamente relacionado, los medios meten la zarpa para quitar y poner jueces en función de unas necesidades interesadas que apestan a fascismo. Las mismas mafiosas maneras que, con tics totalitarios, se utilizan para defender a esos capos que se cargan la justicia desde dentro. Gente como Carlos Dívar, que se gastaba el dinero de todos (los españoles) pasando fines de semana caribeños en los mejores hoteles de Tenerife o la Costa del Sol, sin ánimo de dimitir por ello como presidente del Consejo General del Poder Judicial. Pero no es ese el mayor riesgo. Lo más peligroso de todo, según mi opinión, es ver cómo de forma cada vez más evidente los silencios de cada medio gritan sus miserias. Las noticias que se obvian, como lector, te hacen creer que La Razón o El País cubren informaciones de países diferentes. Esos vacíos, esos silencios son los más peligrosos. Ya no hay faros y hace tiempo que el barco se estrelló contra las rocas del oportunismo y el partidismo.
Las páginas judiciales de El País o La Razón no publican los mismos casos de corrupción. Un lector despistado creería que cubren información de países diferentes
–Sierra, me ha gustado lo que has dicho, pero si llego a saber que ibas a venir vestido así [con chanclas y a lo loco] no te invito a la tertulia –me soltó Miravitllas unas semanas después de haberle entregado aquel trabajo final.
Era una pegajosa noche de junio en Barcelona, estábamos a las puertas de COM Ràdio, con el Camp Nou a pocos metros y los U2 ensayando en su interior. Además de presumir por haber pillado una entrada para ver a Bono y cía, el amigo Miravitllas me acabó de joder la noche cuando me abroncó por haber aparecido «vestido de turista» a una tertulia de su programa, estudiantes vs políticos, a la que me había invitado. El bueno de Ramon tenía razón. Otra vez. Pero eso no lo aprendes hasta que un día te pellizcas cuando te ves entrar en el trabajo en camisa. En ese momento ya habrás aprendido que esos talibanes que bombardean las fronteras de lo ético y lo legal al publicar los soplos que vulneran el secreto de sumario no son ni de lejos, como Redford y Hoffman en Todos los hombres del presidente. Como mucho, son una mala réplica que no nos hace ningún favor. Desgraciadamente, si en España hay algún Garganta Profunda, de verdad, de calado, sus confidencias duermen el sueño de los justos. Se quedaron atrapadas en la frontera del periodismo, en lo que no interesa que salga porque si lo hiciera nos podría fastidiar el juicio paralelo por entregas diarias que se imprime en la rotativa. Aquí solo hay watergates interesados. Cuando eres estudiante, primero blasfemas sobre el bigote del viejo profesor. Luego lo aprendes.