Los crespones negros y los mensajes de condolencia vuelven a inundar el que tenía que ser un fin de semana de otoño cualquiera. Ahí van las portadas de los periódicos, manchadas de sangre y azufre, de metralla. Ahí van cargadas de seudo información, algunas, de condenas, de condolencias, de declaraciones deformes.
2015 ha sido un año especialmente sangriento, especialmente inhumano. Uno de esos años para esconder la cabeza bajo el ala y no despertar. Era 7 de enero, y el mundo entero se despertaba con una noticia estremecedora: la masacre de doce periodistas del semanario satírico Charlie Hebdo en París. Dos terroristas abatidos. Muchas flores y un mensaje en blanco sobre un fondo negro: Je suis Charlie. Todos lo fuimos. Todos lo fueron. Aquí en Europa y también al otro lado del océano. Hasta el último rincón del planeta. Liberté, égalité et fraternité. ¡Libertad de prensa!, gritábamos. Francia se enfrentaba a sus peores demonios: la realidad de la integración de la comunidad musulmana en su corazón laico. Verborrea inaudita, las televisiones se llenaron de comentaristas salidos de todas partes que se llenaban la boca hablando de historia, sociología o psicología. Se hablaba de Siria, de Iraq, de Afganistán. Comentaristas. 3,7 millones de personas salieron a manifestarse en Francia, incluso los principales líderes mundiales estaban allí, solidarizándose con los galos. La presencia, en primera línea de manifestación, de algunos gobernantes le provocó náuseas a más de uno.
Todo ese ruido, algarabía, se transformó en silencio cuando nos enteramos de la masacre silenciosa que estaba perpretando durante aquellos primeros días de 2015 el grupo terrorista Boko Haram en Baga (Nigeria). Mientras todos éramos Charlie, abríamos nuestros regalos de Reyes y pasábamos la resaca de Anna de Codorniu, los militantes de este grupo armado recorrían varias ciudades del norte de Nigeria asesinando a más de 2.000 personas. El testimonio de Human Rights Watch es estremecedor:
“El número exacto de muertes en Baga y en las 16 aldeas aledañas se desconoce, con estimados que van desde “decenas” a 2.000 o más. Nadie se quedó para contar los cuerpos”.
Aquella matanza que afectó a 16 aldeas provocó 35.000 desplazados. Muchos de ellos se ahogaron en el lago Chad intentando huir. Si estas cifras no os hacen estremecer y replantearos toda vuestra vida, revisad vuestros valores. ¿Os acordáis de toda esta sangre? Es complicado. Las víctimas tuvieron derecho a unos breves o pequeñas informaciones en la sección de Internacional de los diarios estatales. Los grandes medios gritaban en silencio: ¡Es África! ¡Eso pasa todos los días!
La primavera no iba a mejorar la situación. El 7 de marzo, en un mercado de Maidiguiri, también en Nigeria, unos kamikazes de Boko Haram iban a sembrar el terror. 58 muertos. El 18 de marzo, la tragedia golpeó de nuevo. En el Museo Nacional del Bardo de Túnez morían 25 personas, a cargo del Estado Islámico. Minutos y minutos en los noticieros. Claro, la gran mayoría de víctimas eran de nacionalidad europea. Turistas disfrutando del benigno invierno del Magreb. Esos muertos sí que importan.
No hubo que esperar mucho para que otra tragedia llegara a través de los plasmas de nuestros hogares. Ocurrió el 2 de abril. Esta vez hubo menos imágenes y menos información. Cero enviados especiales. Sin corresponsales estables en África, le tocaba a los freelance desplegados a lo largo y ancho del continente mandar crónicas de un atentado perpetrado en Kenia desde Burkina Faso, desde Sudáfrica, desde Madagascar. Información empaquetada de agencias. Envío exprés. Fotos repetidas y las mismas palabras en un medio y otro. Y en otro más. En todos. Nunca llegamos a saber lo que realmente ocurre. Nunca descubrimos la verdad, los rostros detrás de aquella matanza. Aquel día de abril, 152 estudiantes habían sido asesinados en la universidad keniata de Garissa por parte de las milicias de Al Shabbab. Hubo 79 heridos. Los periodistas internacionales, mientras, morían de rabia confinados en algún rincón de alguna redacción de algún polígono de las principales ciudades. No había dinero para enviar a nadie a Kenia. ¡A Kenia! Allí matan gente todos los días. ¡Es África!
Llegó el verano, y el caloret le puso las pilas al Estado Islámico. El 26 de junio morían 26 personas en una mezquita chií de Imam Sadiq en Kuwait. 227 heridos. Un kamikaze con un cinturón de explosivos se inmolaba en el templo, donde se calcula que había unas 2.000 personas. Hubiese podido ser una carnicería todavía mayor. Ese mismo día, en Susa, (Túnez) perecieron 39 personas y otras tantas resultaron heridas a causa de un ataque en un complejo hotelero (perteneciente a la cadena española Riu). También ese mismo día morían 120 civiles en Kobane, entre ellos mujeres y niños. Una tragedia. El horror.
Los 32 muertos y el centenar de heridos que causó el pasado verano un ataque del Daesh en Suruc, un pueblo turco en la frontera con Siria, no pueden dejar indiferentes a nadie. En esa localidad había un gran número de refugiados que huían de los enfrentamientos entre el EI y los combatientes kurdos. Aquel fue un atentado particularmente sanguinario: los terroristas del EI aprovecharon un encuentro de las juventudes socialistas turcas para perpetrar la masacre. Esos jóvenes habían reconstruido unos meses antes parte de Kobane, una localidad vecina, pero situada al otro lado de la frontera. Los fanáticos islamistas la habían destruido en su momento y no perdonaron la afrenta de aquellos socialistas turcos que habían intentado recomponer lo que su ira había arrasado.
Pasan las semanas y llega el otoño. Las primeras nieblas, los primeros fríos. La ola de refugiados a los que no conseguimos mirar a los ojos. Nuestras guerras, vuestros muertos. Los medios españoles se plantan en los Balcanes, Austria y Hungría cuando la situación se vuelve asfixiante y no se puede obviar. Están en la zona una semana, quizás dos. Se vuelven a casa. Ya no hay imágenes de refugiados. ¿Es que acaso han regresado a su país? ¿Ya han sido acogidos todos? La ola migratoria deja de aparecer en portada: hay elecciones catalanas. Y, por supuesto, el Procés. ¡Eso sí que es importante!
Las bombas no dejan de explotar, sin embargo. Ankara, 10 de octubre. 128 muertos y más de 200 heridos. En una manifestación convocada bajo el lema “Por la Paz, el Trabajo y la Democracia” y con el objetivo de mostrar el rechazo a algunas políticas del gobierno dirigido por el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), el EI es acusado por el gobierno de Erdogan de golpear de nuevo en el corazón de Turquía. Aquellas explosiones nos llegan en forma de fotografías verdaderamente espeluznantes, pero en la prensa estatal, por lo genera, disfrutan de poco espacio. Era el Puente de la Hispanidad y Doña Letizia estrenaba vestido de Felipe Varela. Todo un acontecimiento.
Unos días más tarde, el 1 de noviembre, festividad de Todos los Santos, en Mogadiscio, capital de Somalia –un país que no existe como tal, dividido entre dos mil señores de la guerra–, Al Shabbab vuelve a matar. Esta vez le toca pagar el pato del terrorismo a 18 personas que se encontraban en un complejo hotelero.
Y así llegamos hasta lo sucedido nuevamente en París. La France. De momento, 128 muertos y un centenar de heridos en estado crítico perfectamente documentados gracias a los especiales informativos que despliegan muchas cadenas televisivas de occidente. Espectacular cobertura. Las tertulias. Los expertos. Las expertas, menos. Al menos, en minutaje, ¿porque realmente nos están contando los grandes medios por qué estamos envueltos en una espiral de odio, sangre y dolor?
A lo largo y ancho de todas estas tragedias, cubiertas o no, se despliega un baile de nombres del mal: Al Shabbab, Boko Haram, Al Qaeda, el Estado Islámico, Daesh. Los especialistas en terrorismo, los analistas de política internacional, los doctores en geoestrategia o los historiadores nos explicarían las diferencias entre estos grupos armadas, cuáles son sus objetivos, cómo nacieron, cómo se reprodujeron, en qué zonas actúan. Pero eso no interesa: es preferible dar cuerda a los comentarios verborreicos que salen de boca de personajes ansiosos de cámara antes que proporcionar un buen análisis de la situación que nos permita entender algo. Algo, aunque sea una ínfima parte de lo que realmente está pasando. ¿Pero es que acaso queremos entender algo de lo que está pasando en Somalia, en Kenia, en Iraq, en Afganistán, en Líbano, en Yemen? No. ¿Y por qué no lo queremos entender? ¿Es que acaso somos malas personas? No. El hecho de que se le de más o menos cobertura a una tragedia, sea de la índole que sea, tiene que ver con lo que en periodismo llamamos los factores de noticiabilidad. No somos malas personas, tampoco lo son los periodistas. Y quizás tampoco lo sean los grandes grupos de comunicación. Quién sabe. Pero eso ya nos daría para otro artículo, y después de tanta tragedia creo que sólo tengo ganas de meterme en el baño a vomitar y llorar.
Dos días más tarde de los atentados parisinos, este mismo domingo (15 de noviembre), dos ataques matan a más de 18 personas en el sur y el centro de Somalia. Pero allí no enviarán a nadie. ¡Es África! ¡Eso pasa todos los días!