No sería posible comprender la crisis política brasileña observando solo los últimos meses y los problemas producidos por los conflictos entre el Gobierno y la oposición. Tampoco sería posible entenderla, si observásemos solamente los últimos trece años, en que el país fue gobernado por una coalición liderada por el Partido de los Trabajadores (PT).
La verdad es que la crisis política brasileña es una crisis constitucional. Y por crisis constitucional debe entenderse una crisis de las estructuras y reglas que regulan el ejercicio del poder político y económico de los actores sociales. Las estructuras constitucionales determinarían, así, los pesos relativos de los actores políticos con más poder, en los procesos electorales, administrativos y jurídicos, así como los procedimientos por medio de los cuales los “dueños del poder” pueden adquirir o perder poder de decisión con impacto colectivo.
En realidad, la democracia política brasileña sufre de problemas que parecen ser comunes a otras democracias latinoamericanas. Sus regímenes constitucionales son extremadamente frágiles, siendo constantemente interrumpidos por rupturas desestabilizan los procedimientos que fijan reglas inclusivas de participación en el sistema representativo. Solo Brasil ha vivido siete veces rupturas inesperadas –o tentativas de ruptura con las reglas establecidas– en diversos momentos de su historia (en 1955, 1961, 1964, 1968, 1974 y 1978). Y, en los últimos 50 años, solamente una vez, el sistema político brasileño produjo una transición de gobiernos entre partidos opuestos elegidos democráticamente: el traspaso de la vara de mando entre los presidentes Fernando Henrique Cardoso (PSDB) y Lula (PT) en 2002.
Ese prólogo es necesario para comprender la crisis que el país afronta y que deberá encontrar sus momentos más dramáticos en las próximas semanas. La crisis brasileña no es una crisis solo del gobierno. Es, de nuevo, una crisis constitucional.
La crisis y el impeachment
El 27 de octubre de 2014, la presidente Dilma Roussef fue elegida en la segunda vuelta con poco más de 54 millones de votos, el equivalente al 51,64 por ciento de los sufragios válidos. En aquel momento, ya estaban en curso hacía meses las investigaciones de la llamada operación “Lava Jato”, que inspeccionaba el pago de sobornos a políticos y partidos por empresas que prestaban servicio a la mayor empresa brasileña, la petrolífera estatal Petrobrás.
Se constataba, ya a finales de 2014, que diversos políticos, con y sin cargo, ligados a los más diversos partidos, estaban involucrados en el escándalo. Los indicios apuntaban, sin embargo, hacia una fuerte participación en la trama corrupta de partidos de la coalición del gobierno. Pero no había, como tampoco hay ahora, ninguna evidencia que pudiera vincular a la presidenta a cualquier delito relacionado con Petrobrás.
La de 2014 era la cuarta cita electoral consecutiva que el Partido de los Trabajadores ganaba. Un hecho quizás único en la historia de las democracias presidencialistas del mundo. Una victoria que acontecía como consecuencia de los innegables avances alcanzados en los años anteriores, sobre todo la disminución de la pobreza extrema y el aumento de la renta de los más pobres.
Por otro lado, aquel no era el primer escándalo de corrupción que involucraba el partido del Gobierno. Durante el primer mandato del presidente Lula, en 2005, se destapó un gran escándalo, relacionado con la compra de votos entre los diputados del Congreso Nacional, que desgastó la imagen del partido.
La corrupción, un sello de las estructuras políticas y económicas brasileñas, parecía una práctica corriente del primer Gobierno brasileño en media siglo de orientación izquierdista. No se trataba de algo nuevo. Pero tampoco hubo una ruptura con las prácticas clientelistas que marcan hace décadas la relación entre los agentes privados y los agentes públicos en Brasil, y tal vez en gran parte de América Latina.
Sin embargo, durante la campaña electoral, se vio el creciente clima de radicalización, que partía sobre todo de los sectores más extremistas de la oposición, no necesariamente identificados con los principales candidatos, extremadamente más violentos en su posicionamiento. Inmediatamente después de la elección de Dilma, algunos de esos grupos anunciaron que no aceptaban los resultados electorales, dando inicio a una campaña para forzar su impeachment.
Esa campaña, que inicialmente fue vista como una excentricidad de las facciones opositoras más radicales que no se conformaban con el resultado electoral, fue impulsada por la creciente insatisfacción con el Gobierno, especialmente a consecuencia de la crisis económica, agudizada en el inicio de 2015. Como consecuencia de una serie de errores del ejecutivo federal se produjo una fuerte presión inflacionaria, asociada a la pérdida de confianza de los empresarios e inversores. La recesión alcanzó así el 3,8 por ciento anual. El diagnóstico se agudizó a partir de finales del año pasado, cuando la recesión empezó a causar más paro.
La insatisfacción económica se asoció a los nuevos datos que aparecían de las investigaciones de Lava Jato. Comandada por un juez personalista y con una ideología supuestamente antigubernamental e inspirada por el ejemplo de la operación antimafia Manos Limpias, que se llevó a cabo en Italia a principios de los noventa, la investigación judicial fue avanzando hasta apuntar a algunos de los más importantes empresarios del país. Tampoco se libraron algunos políticos más poderosos, del Gobierno y de la oposición. Esos datos desestabilizaron todavía más la posición presidencial de Roussef, que empezó a ver una cierta rebelión en las bases que la apoyaban.
El diputado Eduardo Cunha, actual presidente de la Cámara de los Diputados y ex aliado de la presidenta, fue imputado. Su reacción no se hizo esperar. Acusó al Gobierno de no ayudarlo en su defensa y de influir en las investigaciones para perjudicarlo. Después de que el Partido de los Trabajadores decidiera votar a favor de la apertura de un proceso de investigación contra él en el Congreso, Cunha se alió con la oposición y aceptó, el 3 de diciembre de 2015, la apertura de un procedimiento de impeachment para alejar a Roussef de la silla presidencial.
El impeachment y el futuro
La Constitución brasileña presupone la posibilidad de impeachment como castigo por delitos que atenten contra el orden constitucional. La ley que regula el procedimiento de impeachment es de 1950, promulgada bajo la vigencia de otra Constitución. De ese modo, el Tribunal Supremo de la Federación Brasileña definió que el procedimiento debería comenzar por el Congreso. La cámara baja decide si la persona que ocupe la jefatura del Estado es apta para ostentar el cargo. En caso de alejar al presidente de su puesto, sería el Senado quien tomaría la decisión sobre su futuro político en el plazo de seis meses.
La solicitud de impeachment contra Dilma, aceptada por el presidente de la Cámara brasileña (procesado por diversos crímenes), tiene como base supuestas ilegalidades en la ejecución presupuestaria durante 2014. A la presidenta se le acusa de retrasar transferencias del Tesoro Federal para bancos públicos que se encargan de los pagos de las prestaciones sociales. A esta actividad se la conoce coloquialmente como “préstamos informales”. Esa práctica, sin embargo, no es nueva. Y aunque se haya dado a mayor escala en comparación a otros momentos, había sido una constante en mandatos anteriores, incluyendo los períodos presidenciales de Fernando Henrique Cardoso y Lula da Silva. También es una rutina que aparece en el curriculum de varios gobernadores, incluso de partidos de la oposición. La impopularidad de la presidenta brasileña ha servido de estímulo para que sectores de la sociedad, medios de comunicación y la oposición política pidieran su destitución, aunque no hubiera pruebas que implicaran a Dilma Roussef directamente.
En realidad, aunque diversos movimientos de las cuentas presidenciales hayan sido apercibidos por el órgano judicial consultivo, el Congreso Nacional no las ha investigado y es la cámara baja quien realmente tiene competencias para ello. Además, la Constitución establece, en su artículo 86, que los presidentes de la República no pueden ser responsabilizados por actos practicados antes del mandato en vigor. Por esa razón, surgió una grave controversia sobre la legalidad del proceso de impeachment, señalada por diversos juristas, politólogos y actores de la sociedad civil brasileña.
El agravamiento de la crisis brasileña ha puesto al país en una situación muy complicada. El Gobierno no tiene apoyo popular. La oposición, sin embargo, tampoco puede demostrar que tiene un amplio apoyo social. Además, las fuerzas opositoras están igualmente involucradas en los escándalos de corrupción que usan para deslegitimar al Gobierno. Echar a Dilma del ejecutivo no resolverá la crisis porque las alternativas propuestas no parecen plantear una salida legítima.
La crisis constitucional (“una vieja historia” latinoamericana=
Cualquier sistema democrático se basa en unas reglas. La más importante es la ley que establece procedimientos para regular el proceso político de elección popular. No hay otro criterio conocido que sea tan inclusivo, posibilitando la participación de los ciudadanos, en la toma de decisión colectiva.
Pero la democracia necesita de la estabilidad de sus reglas, incluso en momentos de crisis, cuando los gobernantes se vuelven impopulares. Esa es una garantía establecida no para velar por los circunstanciales “dueños del poder”, sino para cuidar a los propios miembros de la comunidad política: el pueblo constitucional. Eso impide que mandatos particularistas, intereses circunstanciales o incluso fenómenos totalitarios se apoderen de las estructuras de poder, redefiniendo las reglas a su favor.
En la historia de América Latina, las crisis y turbulencias políticas han desencadenado de forma casi constante procesos de ruptura donde los nuevos inquilinos del poder han cambiado el reglamento democrático en su propio beneficio.
La Constitución de 1988 estableció avances importantes en las estructuras políticas brasileñas, incluyendo derechos sociales para acceder a la Salud y Educación públicas, la posibilidad de democratización del acceso a la propiedad rural (una de las más concentradas del mundo), dotando a los brasileños de un sistema democrático mínimamente estable en un gigante sudamericano que durante décadas fue uno de los tres países más desiguales del planeta.
Esos avances constitucionales parecen haberse encallado en una crisis política profunda. Y la posibilidad de una ruptura de las reglas puede desencadenar una redefinición de las estructuras constitucionales.
Eso no quiere decir que la oposición no puede disputar el poder, o tampoco que ella represente la defensa de retrocesos constitucionales. Al contrario. Algunos partidos de la oposición fueron igualmente responsables de importantes avances sociales de los últimos 20 años. Lo que está en juego no es solo la disputa para saber quién es mejor para administrar el Estado. Ahora mismo, hay incluso sectores que articulan un cambio del sistema de gobierno, en la dirección de un parlamentarismo que daría aún más poder a las oligarquías locales súper representadas en el Congreso Nacional. En ese sentido, lo que está en juego es la propia integridad de una joven democracia, en un Estado con larga historia de rupturas oportunistas con las reglas del juego político.
Sería indeseable que una crisis política que debería ser afrontada dentro de los mecanismos normales de una democracia constitucional fuera responsable de la destrucción del arreglo constitucional que, en los 200 años de historia brasileña, fue el responsable del período más importante de inclusión social y política de la nación.
Traducción: João Lima
Ilustración: Antonio Rodríguez García
Fotografía: Ichiro Guerra / Rede Atual