Siempre he medido más que el resto de mis compañeros. Desde párvulos, varios palmos de cuerpo sobre los demás me hicieron bracilargo y patieterno, con lo que la pregunta “¿pero tú no juegas al baloncesto?” me ha acompañado toda la vida. Sin embargo, jamás jugué al baloncesto. Mi única experiencia directa con el deporte de los Gullivers fue entrenar un par de días seguidos, en pretemporada, con los juveniles del club de mi pueblo: lo dejé al enterarme que los partidos coincidirían con los del Madrid de fútbol, y los entrenamientos, con los de la Copa de Europa. Me atrajo el fútbol con poderío magnético; más, el baloncesto, destacó sobremanera en mi familia como un culto colectivo establecido desde que mi hermano, cinco años más joven que yo, se apuntó a los benjamines sobre las mismas fechas en que yo ponía fin a mi efímera trayectoria con un gancho a aro pasado que todavía hoy se recuerda en las cenas de Nochebuena. Fue más o menos por 2005. En aquella época, el Madrid de fútbol iniciaba su regreso desnortado a Ítaca, con su sucesión catastrófica de entrenadores, jugadores de medio pelo y presidentes. No obstante, comparada con la sección hermana del baloncesto, la de fútbol vivía una especie de edad de oro: el Madrid de básquet, en 2005, no era ni siquiera el tercer equipo de España.
Como a lo largo de mi vida he tenido la dicha de juntarme con amantes más o menos declarados del Real Madrid de baloncesto, lo que ocurría en el equipo más laureado del Universo FIBA llegaba a mi radar personal aun sin yo quererlo. Seguí por momentos lo que pasaba en el baloncesto con mucha visceralidad, pues no entiendo de otro modo el amor por el Real. Cuanto más, el carácter esquizofrénico que adquiere un partido de baloncesto para el aficionado lego –todo el rato están pasando cosas, y los minutos duran horas, sin que pueda darse por hecho ni aun la circunstancia más probable- me acercaba o alejaba a los partidos del Madrid que otros a mi alrededor (casi siempre, mi hermano, luego también, mi novia, al final, un número cada vez mayor de amigos en Twitter y la blogosfera) me incitaban a ver con su pasión incondicional.
Ayer, cuando Felipe Reyes levantó al cielo infinito del Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid la Novena Copa de Europa de baloncesto, culminando una odisea homérica de veinte años justos, se me vinieron a la cabeza muchas imágenes que ya creía olvidadas. A lo largo de los últimos 15 años, el Madrid de baloncesto rozó la desaparición institucional en algunas ocasiones. La insignificancia a la que se vio reducida una entidad legendaria en España y en Europa, vino derivada de una concatenación de decisiones erróneas y un en absoluto disimulado menosprecio de la sección por parte de las juntas directivas del club en todos estos años. Mientras el Barcelona aumentaba significativamente su palmarés liguero, copando finales de ACB y Copas del Rey, amén de Final Fours –de las que terminó ganando dos en todo este tiempo, pese a su historial de derrotas continentales–, el Madrid empequeñecía a la sombra de outsiders provinciales que ganaron rango de potencias europeas a costa del viejo león madridista: TAU Baskonia, Unicaja, Pamesa Valencia, equipos que arrebataron al antiguo emperador su corona y su estatus. De 14 campeonatos nacionales de liga, el Madrid ha ganado tan sólo cuatro en el nuevo siglo, además de otras tres Copas del Rey, estas últimas en el último lustro. Como si la identidad del Madrid de baloncesto estuviese imbricada con su viejo pabellón, el mítico parqué Raimundo Saporta, el traslado desde la sede histórica tantas veces fecundada por las victorias sin fin de los 60, 70, 80, 90, hacia la gélida Vistalegre, una plaza de toros multiusos dio comienzo a un penar por el desierto en el que el pueblo madridista de la cesta y las dos manos se dejó hasta la memoria de quienes eran y fueron. Luego la Caja Mágica, al fin el Palacio. Con el Palacio, Laso, y con Laso, el brillo de los héroes antiguos reflejándose en los ojos de los héroes nuevos: Llull, Rudy, Chacho, Mirotic, Carroll.
Leyendo ayer a mis conmilitones alborozados, viendo a mi hermano eufórico saltar en su cuarto mientras el narrador inglés del link pirata por el que lo veíamos, abrochaba el final del partido ante Olympiakos, siempre Olympiakos, no pude sino acordarme de la ristra de nombres: Imbroda, los hermanos Angulo, Alfonso Reyes, el hermano de Felipe, que vino antes, en mitad de la nada; Bozidar Malkovic, el zorro de los Balcanes, un tipo serio como la muerte pero fiable que ganó aquella liga del triple de Herreros en Vitoria, hace, qué cosas, diez años ahora. El mismo Herreros, Louis Bullock, lo más parecido a una estrella internacional que ha tenido el Madrid en esta travesía hacia ninguna parte; la Araña Smith y la Copa ULEB ganada en Charleroi, en 2007, un título menor festejado por el madridismo pues abría otra vez la puerta de Europa, aunque fuese la de atrás. Yo vi, y lo recuerdo como si fuera ayer, a Sasha Djordjevic levantando los brazos orgulloso y fiero en el Palau Blaugrana. Aquella ACB, la primera del nuevo milenio, fue quizá el momento particular en que más se pareció el Real a sí mismo, a su nombre, a su pasado, hasta la llegada de Pablo Laso en 2011. Los retazos fragmentados de la gloria con la que tuvo que conformarse el Madrid de baloncesto, siempre detrás del fulgor del Barcelona, primero de Aíto, luego de Pesic, después de Pascual, siempre de Navarro, trocáronse en protagonismo cuando el Florentino Pérez decidió en 2009 enderezar el rumbo de una sección que siempre había podido mirar al fútbol a la cara, directamente a los ojos, enfrentando 8 Copas de Europa a las 9 Orejonas; 31 Ligas a sus 32; 25 Copas del Rey a sus 19; 4 Copas del Mundo a sus 4 Intercontinentales.
Con Messina, el supercoach, regresó la inversión y el optimismo. Messina se fue tras dos años y medio, sin ganar nunca al Barcelona y huyendo espantado ante un vestuario que parecía ingobernable. Pero aunque no lo intuyésemos ninguno, ya estaban las bases puestas. Con Moline, su lugarteniente, se jugó la primera Final Four en décadas: la de 2011 en Barcelona. Aquella vez Maccabi destrozó a un equipo bisoño que no sabía competir. Pero las finales a cuatro ya no las jugaba sólo el Barcelona; como dijo una vez Van Palomaain, uno que sabía bastante de todas estas cosas, para que caiga una Final Four hay que jugar muchas. En cinco años, el Madrid ha terminado jugando cuatro, aunque él, Van Palomaain, sólo pudiese ver dos. Ayer, mientras iba y venía del cuarto de mi hermano, y le preguntaba qué tal, cómo iba todo,
¿Spanoulis está tocando la bola, el puto demonio?, miré hacia dentro mío y advertí lo que cuesta ganar una Copa de Europa. Muchos me preguntan qué es el Real Madrid. En realidad, nunca sé que responderles más que eso: el Madrid es jugar finales de la Copa de Europa. La de ayer era la tercera consecutiva que jugaba el Madrid de Laso: con el séptimo presupuesto de Europa, muy por detrás de griegos, turcos y, naturalmente, del Barcelona, Florentino ha primado en baloncesto un modelo de orfebrería que pretende la autogestión a base de vivir de los réditos que la sección logre cosechar. Laso, un tipo sin trayectoria en los banquillos, que venía de San Sebastián, un secundario, calvo y con barriga al que entre la afición casi nunca se lo han tomado en serio, probó su mano de artesano trabajándose las piezas de un mosaico extraordinario que, al final, logró completar anoche. En Londres 2013, Spanoulis, el Messi de las manos, abortó una Novena que estaba medio gestada; en Milán 2014, el sueño nació muerto y todo pareció irse al garete pues en el Madrid pasa como en el soneto aquel de Calderón de la Barca: todo lo sufre un madridista en cualquier asalto, pero no sufre perder una final, y menos dos seguidas. De un modo u otro, Pablo Laso sobrevivió en el banquillo y con un empeño que enorgullecería a Ulises, activó definitivamente el gen ganador de su fabuloso grupo de baloncestistas inyectando adrenalina argentina: el Chapu Noccioni, un tipo de vuelta de todo, imagínense, 36 años, que ha acabado siendo MVP de la Final Four de Madrid. La Final que, otra vez contra Olympiakos, el equipo al que Sabonis ganó la Octava en Zaragoza en el 95, el equipo ante el que Rudy, Chacho, Llull, perdieron la Novena en Londres, en el año 13, devuelve al Real Madrid Club de Fútbol, al trono imperial del mundo no NBA.
Yo no sé nada de baloncesto, pero lo único que consigue hacerme saltar sobre una trinchera erizada de bayonetas afiladas, son unos fulanos vestidos de blanco que quieren ser campeones de Europa.