En el University College de Londres hay un hombre cuyo esqueleto reposa sobre una silla. Va vestido de época. Como un lord inglés de principios de siglo XIX y está apoyado sobre un bastón, como si estuviera pensando.
Doce mil kilómetros más acá, en Montevideo, hay un hombre —éste está vivo— que explica a un grupo de personas qué significa el concepto de panóptico. El término lo inventó Jeremy Bentham, el esqueleto que descansa sobre una silla. Fue utilizado en esta cárcel, en la Cárcel de Miguelete, antes de que fuera abandonada en 1990 y reconvertida posteriormente a museo: al Espacio de Arte Contemporáneo de Montevideo.
Entre el grupo hay un hombre que huele a cerveza. Levanta tímidamente la mano y dice “yo estuve preso aquí”. Y entonces una pequeña parte del grupo se separa y sigue a este hombre que, veinte años más viejo, explica cuál de las 350 celdas que tenía la cárcel era la suya.
—Vaya. Pero es todo muy amplio. Esto era un lujo, ¿no?— dice una señora.
—No se equivoque, esto no era ningún lujo— replica el antiguo presidiario.
Entonces el hombre va ganando confianza. Alguien del grupo pregunta al guía si en la cárcel había presos políticos de la dictadura, y es el hombre quien responde. “No”. Y quizá si estos presos hubieran estado en esta cárcel no se habrían fugado, como pasó en la Cárcel de Punta Carretas, donde 111 presos políticos —principalmente del Movimiento de Liberación Nacional Tupamaro, Pepe Mujica incluido— huyeron de la prisión por un túnel creado por ellos mismos. Ese récord de fuga masiva que avergonzó a Uruguay quizá no se hubiera producido aquí, porque ese hombre cuyo esqueleto descansa sobre una silla inventó un concepto de vigilancia, la de sentirse observado sin verse observado, que revolucionó el mundo penitenciario.
Fue tal vez el primer Gran Hermano moderno. Los primeros pasos primitivos del 1984 de George Orwell. La primera vigilancia interiorizada. El nacimiento del control social contemporáneo, donde la vigilancia perpetua se reemplaza por una sensación de vigilancia perpetua y es el propio ser humano quien modula su conducta. Esto se conseguía fácilmente: con una torre en el centro de un anillo del cual se desprendían todos los pasillos donde se encontraban las celdas. El filósofo francés Michel Foucault analizó en Vigilar y castigar, este nuevo método de control. Con el panóptico la torre veía todos los movimientos de las celdas sin que desde éstas pudiera ser vista. Era así como los presos no podían saber nunca cuándo estaban siendo vigilados, lo que producía en ellos una sensación psicológica de estar siendo permanentemente observados y les hacía modificar su conducta.
Ahora estamos en esa torre, con el hombre que huele a cerveza señalando su celda, que obviamente se ve desde aquí. Todos llevamos un casco blanco por seguridad que nos hace sentir absurdos. Después accedemos a las celdas. Son pequeñas, oscuras, angostas. Son celdas. El pabellón donde nos encontramos se convirtió después en un centro de menores, porque el panóptico es eso, un concepto que puede ser reutilizado en escuelas, fábricas, hospitales, centros psiquiátricos, etc… Y posteriormente, cuando la cárcel dejó de ser cárcel y pasó a ser un espacio abandonado, sufrió grandes saqueos y es por eso que ahora faltan algunas puertas de las celdas. El guía aseguró que ahora éstas se pueden ver en algunas casas cerca de la playa. Pero ese tour, en cualquier caso, lo dejaremos para otra ocasión.
La cárcel, al final, se transformó en un espacio cultural. Por un lado, está ahora el pabellón habilitado para alojar exposiciones de arte contemporáneo. Durante los tres meses que estuvimos en Montevideo coincidimos con dos temporadas: en la primera destacaba Diálogos imaginados de David LaChapelle, y en la segunda Nosotros y el cine de distintos artistas, en la que se analizaban los elementos necesarios para crear una película. En este mismo espacio se llevan a cabo talleres, proyecciones y muestras de los artistas residentes que, por cierto, ahora viven ahí, en el recinto de la cárcel, en un espacio reformado. Por otro lado, se utiliza el patio de la cárcel para alojar eventos musicales.
En la torre el guía cuenta que una artista española, Sara Ramos, estuvo exponiendo una obra que utilizaba elementos del lugar, elementos de la cárcel. “Fuera del EAC la muestra perdía todo el sentido”, nos explica. Es lo que en arte se denomina Site-specific, que la obra tenga sentido por el contexto en el que se ubica. Muchos de los que escuchan asienten con la cabeza, otros pasean a su aire por el pabellón y se fijan en los murales de las celdas.
Volvemos a la entrada con las manos oliendo a óxido por las barandillas y los pies llenos del polvo que se concentra en la cárcel. Nos sacamos los cascos blancos y nos despedimos del guía, el hombre vivo.
—¿Ustedes, los del museo, han visitado esta parte de la cárcel de noche?— pregunta alguien refiriéndose a la zona “abandonada”, la que hemos visitado.
El guía ríe y desencaja la mandíbula.
—No, señora, y no voy a hacerlo nunca, qué miedo— dice asegurando que desde el museo a veces han oído ruidos.
Quizá sea el alma del hombre cuyo esqueleto reposa sobre una silla, doce mil kilómetros más allá, en Londres. El hombre muerto. Quizá el ruido sea de él, el creador del panóptico, Jeremy Bentham, que sigue patrullando la torre, en su eterno afán de vigilancia.
Planos Americanos es una revista de viajes e itinerante comprometida con la información, el sentido del humor, y apartada de corbatas y formalismos. Santi Dacal y Paula Baldrich, sus editores, creen que para hablar del mundo uno debe conocer el mundo. Por eso han decidido explorar en primera persona del plural. Empezaron por América Latina. Desde Uruguay pasando por Argentina, Paraguay, Chile, Bolivia, Perú y Ecuador hasta Colombia. Esta es la idea. Sin fechas, sin ruta fija.