Foto principal: Lorena P. Durany
Fue su madre quien le transmitió la fe a Juan Arias, nacido en Almería y criado en Galicia, que ingresó en el seminario de Logroño en su adolescencia. De allí se marchó a Roma para estudiar en los años 50 en las aulas de la Pontificia Universidad Gregoriana. En la capital italiana se licenció en Teología, se ordenó sacerdote y profundizó sus estudios en otras materias que le apasionan como la filosofía o la filología. Sin embargo, Roma e Italia formarán para siempre parte de su vida periodística. Empezó combinando la pluma y la sotana para cubrir el Concilio Vaticano II para el diario Pueblo y acabó traduciendo al castellano la actualidad transalpina en las páginas de El País, una vez abandonó el sacerdocio. Tres décadas reportajeando el país de la bota dan para mucho. De periodismo, Brigadas Rojas, Federico Fellini o Aldo Moro habla Arias en la segunda parte de la entrevista que le hizo Negra Tinta, después de reflexionar sobre el Brasil de Lula. Pero, sin duda, el meollo de la conversación fue su reflexión crítica sobre la historia reciente de la Iglesia Católica y los Papas que ha visto desfilar por El Vaticano. El último, Francisco, le produce las mismas esperanzas que Juan XXIII. Entre ambos, Arias cree que han acabado con «la Iglesia conservadora».
–Sostiene que “todo lo que se institucionaliza en exceso pierde su esencia”. ¿Qué supuso el Concilio Vaticano II para la Iglesia Católica?
–Fue uno de los momentos más interesantes de la Iglesia en varios siglos, la primera tentativa de revisión en un mundo en el que la Iglesia estaba completamente apartada de la calle y los trabajadores. Entonces llegó ese rayo de Juan XXIII, que tuvo la intuición para ver que la Iglesia debía dar una vuelta de tuerca porque estaba completamente perdida. El concilio salió por milagro porque la curia hizo todo lo posible para manipularlo. El Papa consiguió, trayendo a los obispos más abiertos de Europa y el resto del mundo, cambiar la Iglesia, sería muy diferente hoy sin el Concilio Vaticano II. Sin él no tendríamos al Papa Francisco. Eso es segurísimo.
–Cubrió la información de aquel concilio para el diario ‘Pueblo’ en una época en la que aún estaba ordenado. ¿Cómo compatibilizaba ser periodista y sacerdote?
–Muy bien. Mi formación teológica me daba ventaja. En aquel momento había muy pocos periodistas que supieran qué era un concilio. Cuando salió la noticia, Emilio Romero [el director de Pueblo] se preguntaba quién podría cubrirlo. Juan Luis Cebrián me propuso porque sabía que había estudiado Teología en Roma. Yo hacía poco tiempo que había empezado a trabajar en el periódico. Para América Latina también escribían muchos sacerdotes. Sin tener conocimiento previo, ¿cómo seguías todas aquellas discusiones y esos trabajos? Fue un debut maravilloso con el periodismo, tres o cuatro años muy interesantes. Imagina: informábamos de un concilio de apertura y casi revolucionario para un país con dictadura. Era complicadísimo, todas las noches hablaba con Jesús de la Serna y con Juan Luis para ver cómo titulábamos.
–¿Cómo se las ingeniaban para esquivar a la censura?
–Era muy difícil. Una de las estrategias era entrevistar a cardenales extranjeros. Me dijeron que ahí Franco no se iba a atrever a censurar. Los cardenales progresistas metían metralla y esa era la única forma para publicar algo interesante.
–Más allá de las reformas en el rito, ¿cuál fue la gran semilla que plantó Concilio Vaticano II?
–Fue la tentativa de vuelta a los orígenes. Se rompió el miedo a debatir sobre ciertos temas que eran tabú. Uno de ellos era la participación del laico en la Iglesia, que no existía prácticamente antes. Y el debate del ateísmo: gracias al concilio se llegó a decir que [el ateísmo] se debía al alejamiento de la Iglesia del mundo del trabajo. Se discutió el problema de la sexualidad: por primera vez, en un documento se dijo que la sexualidad, además de para procrear, era un tipo de comunicación entre seres humanos. Lo de la liturgia, además, era importantísimo. No tanto por el rito, sino por el hecho de poderla hacer en las lenguas vernáculas. ¿Tú sabes lo que era una celebración mirando a la pared y en latín? Eso supuso que el católico empezara a entender los textos. Es verdad que después Ratzinger hizo todo lo posible por condenar a los teólogos del concilio. Es curioso porque Ratzinger empezó siendo un teólogo progresista, asesor de los cardenales alemanes junto con Hans Küng, y luego se pasó a la otra parte, llegando a escribir que el Concilio Vaticano II había sido un error.
–¿Conocía entonces personalmente al futuro Benedicto XVI?
–Sí, y a Küng. Eran muy jóvenes en aquel momento, pero ya eran brillantes. Se encargaban de preparar los textos para el episcopado alemán. A lo que hizo Ratzinger se le puede llamar traición, pero él lo consideró un acto de conciencia para proteger a la Iglesia. Los teólogos progresistas que prepararon el concilio fueron condenados por Benedicto XVI. Hablamos de más de 500 pensadores.
–¿Podría retratarnos brevemente a los papas que ha conocido?
–Durante el pontificado de Pío XII yo estaba estudiando en la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma. Era un príncipe. Juan XXIII fue lo opuesto: un papa campesino, pero con una inteligencia muy aguda. Sabía muy bien cuáles eran los orígenes del cristianismo.
–¿Juan XXIII tenía las reformas en la cabeza antes de ser elegido?
–A Pío XII ya le habían insistido en que hacía falta un concilio, pero él contestaba que era imposible hacerlo en un mundo dividido por la Guerra Fría. Entonces llega Juan XXIII y al poco tiempo convoca el concilio. Fue considerado un acto de locura. El Papa era muy gracioso y se le ocurrió decir que le vino la idea mientras se afeitaba. Una serie de cardenales aprovecharon esa frase para proponer que se estudiara la manera de deponer al Papa por incapacidad mental. ¡Eso se llegó a estudiar en la Congregación de la Fe! Juan XXIII se murió sin acabar el concilio, por eso su preocupación era tener un sucesor que lo acabara. De alguna manera preparó a Pablo VI, que era un teólogo abierto hasta el punto de que se habían estudiado sus escritos para ver si le podían condenar. Antes de morir, Juan XXIII le mandó un telegrama al futuro Papa, el cardenal Montini, que se hizo público y fue una forma de influir en el cónclave siguiente.
–¿El nuevo Papa siguió profundizando en las reformas o las frenó?
–En cierta manera le frenaron un poco, la segunda parte del concilio no fue lo mismo. Los cardenales conservadores se sentían más fuertes porque Pablo VI no tenía la libertad de espíritu de su predecesor. Le llamaban el Hamlet de la Iglesia: tenía dudas de si podría estar equivocándose.
–¿Francisco se parece a Juan XXIII?
–Son los dos más parecidos, pero con una diferencia. El Papa Francisco es mucho más culto e intelectual que Juan XXIII. Juan era muy inteligente, pero era un buen párroco y Francisco es un jesuita muy preparado. A pesar de su simpleza, tiene un background de cultura y estudios que no tenía Juan XIII. En ese sentido, Francisco es más peligroso para la Iglesia conservadora. En lo que se parecen es en el estilo de vida. Juan XXIII dijo en su testamento: “No es dejo nada porque soy pobre”; no como Pío XII que hizo nobles a las familias de sus colaboradores antes de morir. En ese sentido, Francisco es igual de humilde.
–Durante el papado de Pablo VI, usted se secularizó. ¿Por qué dejó el sacerdocio?.
–Lo que me puso en crisis fue el concilio. A través de mis estudios vi que la Iglesia no se parecía en nada a sus orígenes. Recorrí Italia dando conferencias para gente joven. Muchos me decían que si pensaba así por qué seguía dentro de la institución. Yo ya había publicado el libro de El Dios en quien no creo. Surgió de un artículo que, con el mismo título, había escrito para Pueblo. Armó mucho revuelo: me llamó el arzobispo de Madrid y me pusieron un censor a partir de entonces. Cuando pedí la dispensa no me pusieron ninguna condición en una época en la que no te dejaban enseñar ni publicar ciertas cosas si abandonabas el sacerdocio.
–¿No le ilusionaba participar desde dentro en ese movimiento que quería cambiar la Iglesia Católica?
–Para mí era difícil estar dentro. Pensé que era más fácil participar desde fuera, tenía más libertad para escribir. Al final me hubiesen echado como a otros críticos. Ya El Dios en quien no creo fue estudiado por la Congregación de la Fe, pero no encontraron nada para poder expulsarme. Actué en el límite.
–¿Ha dejado de creer en Dios?
–No, ¿pero en qué dios? ¿Cuántos dioses hay? ¿Qué quiere decir “Dios”? Las imágenes de Dios las ha creado el poder. Creo en una fuerza espiritual que existe. Igual que existen la fuerza del arte o la cultura existe el sentimiento de religiosidad porque el hombre es limitado. Las religiones existirán porque existe la muerte. Las religiones son algo muy complejo para explicar. “Yo creo”. Sí, ¿pero en qué Dios? ¿En el de Ratzinger o en el de Francisco? ¿En el de Santo Tomás o en el de Jesús de Nazaret? Yo me siento culturalmente cristiano porque creo en el mensaje fundamental de Jesús, que es muy sencillo. “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan”. Eso es el respeto y la aceptación del prójimo. Jesús no habló de su Dios, hablaba de un Dios padre, no de un juez que decidía quién debía morir. Esa imagen de Dios está completamente distorsionada, si no ¿cómo sería capaz de permitir que muriera un niño inocente de cáncer y en cambio salvase a un político corrupto de la misma enfermedad? ¿Se puede creer en un Dios así? ¡Dios no entra en la Historia! No mueve los hilos. Al revés, Dios trajo la libertad al hombre con todas las consecuencias. Aunque los ricos tengan más posibilidades para curarse acabamos muriendo todos igual.
–¿Juan Pablo I era tan progresista como hemos escuchado las generaciones que no vivimos el pontificado más corto de la historia?
–Probablemente lo hubiese sido. Por lo poco que vimos de él, tenía un concepto muy fuerte de la pobreza de la Iglesia; un poco como Francisco, quería volver a los orígenes. Pensó en dejar El Vaticano, pero solo lo pensó: como él estaba dentro, lo encerraron y acabaron con él antes de que tuviera tiempo de tomar esa decisión. Francisco conocía esta historia y por eso quiso vivir directamente fuera de los palacios vaticanos. Si vives allí te encierran.
–¿Cómo se encierra a un Papa?
–Entra en un esquema de burocracias, camarlengos y secretarios que hace imposible a cualquiera llegar hasta él. El Papa no tiene información porque no puede leer ni un periódico. No tiene libertad para decidir que quiere reunirse con una persona en concreto, debe pasar por todo un ritual. Tanto es así que monseñor Romero estuve tres meses en Roma y no consiguió hablar con Juan Pablo II. ¡Un arzobispo de El Salvador, no hablamos de un cualquiera! En una audiencia pública se puso en primera fila y le asaltó sin contemplaciones para explicarle su caso. Romero pudo reunirse con el Papa al final, pero lo trataron muy mal. [Nota del redactor: Poco después, al arzobispo Óscar Romero lo asesinaron a tiros en medio de una misa a causa de su firme oposición y denuncia a los crímenes que estaba cometiendo la dictadura salvadoreña a finales de los años 70].
–¿Cómo se enteró de la muerte de Juan Pablo I?
–Estaba durmiendo y me despertó el teléfono de madrugada. Cuando me dijeron que había muerto el Papa pensé que era una broma. Prácticamente era el único periodista español que estaba en Roma porque la mayoría se había ido de vacaciones después del cónclave que había elegido a Juan Pablo. El País y otro periódico italiano fuimos los únicos en publicar la versión que dio la monjita que estaba en el apartamento papal antes de que la echasen. Ella explicó lo que ocurrió la noche anterior a la muerte: la fuerte discusión que hubo entre el Papa y los cardenales, los gritos que daban estos, el nerviosismo de Juan Pablo a la hora de la cena… Radio Vaticano dio otro testimonio, lógicamente.
–¿De qué murió?
–No pienso que lo envenenaran. Creo que fue un simple infarto provocado indirectamente [por los cardenales] porque ya estaba muy enfermo. Juan Pablo pasó un mes horrible porque le hicieron la vida imposible en cuanto vieron que quería renovar la curia. Se le hincharon las piernas, tenía la presión alta y el médico le recomendaba paseo por los jardines. Ni siquiera le querían dar las medicinas que debía tomarse. Yo creo que eso le fue provocando el infarto, esa es mi teoría. No dejaron que se hiciese la autopsia, entonces el derecho canónico no lo permitía. Juan Pablo II quitó eso en cuanto lo nombraron. Por si acaso le hacían igual, debió pensar.
–Acompañó a Karol Wojtyla en cien viajes alrededor del mundo. ¿Qué imagen se llevó de él?
–La de un papa que tenía mucho carisma con las bases, pero no con las personas. Era un grandísimo actor. En Polonia había hecho teatro y habría sido un actor bueno. Su padre quería que fuese actor, su madre quería que fuese cura y al final coincidieron las dos cosas. En los viajes se veía enseguida: cuando llegaba a un sitio en el que había 100.000 personas se enardecía y al llegar a un sitio en el que había poca gente se apagaba. Su comunicación era con la masa. Pablo VI era tímido, pero sabía cómo éramos uno por uno los periodistas que viajábamos con él. Conocía nuestros problemas y nuestras cosas. Venía y te hablaba al oído. Hasta te daba regalos. Una vez se me acercó en un viaje y me dijo que le alegraba que estuviera allí porque sabía que mi madre estaba muy enferma. Y me dio una cosa para ella. Juan Pablo II no conocía a nadie, cada vez que le hacíamos una pregunta nos teníamos que identificar.
–La lucha contra el comunismo, la negación del infierno o la condena de los anticonceptivos fueron temas candentes de su largo papado.
–No le tenía miedo a ninguna de esas cosas. Su misión era acabar con los comunistas y en eso lo hizo bien. La Iglesia Católica tenía unos servicios secretos únicos, mejores que los de Israel. Sabían que el comunismo, a finales de los 70, estaba agonizando y que el Muro de Berlín iba a caer. Por eso le hicieron Papa, él era un cardenal joven que había luchado contra los comunistas en Cracovia. ¿Quién mejor que él para esa tarea?
–En una de sus primeras entrevistas para ‘El País’ un arzobispo italiano le dijo que los valores de comunismo y catolicismo eran incompatibles.
–Ellos vieron al comunismo como el enemigo de la Iglesia cuando en realidad era otro tipo de iglesia. Su esencia como institución es la misma: son poderes autoritarios, piramidales e imperialistas. Los dos tienen miedo a la libertad. La prueba es que en Italia la curia y el Partido Comunista se entendían a la perfección pese a sus teóricas diferencias irreconciliables. Siempre se ha dicho que Jesús fue el primer socialista. En cierta manera, esos valores buenos se fusionaron en la Teología de la Liberación, pero ahí el comunismo ya estaba tocado. Hoy no existe, se ha acabado. Y la Iglesia preconciliar tampoco existe, son solo núcleos que se niegan a desaparecer. Con Francisco ha acabado eso.
–¿Cómo fue narrar la historia de esa Italia dividida y deslumbrante de los años 60 y 70?
–Alucinante, ya que salía con 18 años de una España gris y dictatorial. Cuando fui para allá no sabía nada de aquel país porque me había pasado los años anteriores encerrado en un seminario de Logroño. En Italia estaban vigentes todas las libertades; había comunistas, comicios, sindicatos… Mi formación cultural fue italiana. Vivía una época que fue todo un Renacimiento. Después del renacer del siglo XV, la mejor época de los italianos fue esa, las décadas del 60 y 70. Había una efervescencia cultural y política impresionante, mezclada con la violencia y el terrorismo. Toda Europa estaba con sus ojos en aquella Italia, había días que escribía cinco artículos para El País, cada uno para una sección diferente. Interesaba todo lo que sucediese en Italia.
–¿Con qué personajes, momentos históricos y lugares se quedaría?
–Es complicado. Como acontecimiento me quedo con el Concilio Vaticano II y la creación del eurocomunismo. Y qué voy a decir de entrevistar a personajes como un Fellini, un Pasolini, todos aquellos escritores y artistas… Para un joven salido de una España cateta, encerrada en una dictadura terrible, viajar a la Italia de la dolce vita era como ir a otro planeta. Por Via Veneto, en Roma, se paseaba el cine mundial. Y estaba la FIAT, las grandes empresas… Recorrí el país de arriba abajo y, aunque es preciosa toda, me quedaría con Venecia y la Toscana. Allí no se concibe nada que no sea bello, si no es bello es malo. Los niños nacen viendo arte y vas a la última aldea y en una iglesia te puedes encontrar un Tintoretto. Lo llevan en la sangre y no pueden hacer nada feo: lo ves hasta en cómo preparan un escaparate o en cómo visten. Si Italia está en crisis es por haber tenido un presidente que no tenía esa característica de la delicadeza y el estilo: Berlusconi.
–¿Por qué acaba esa Italia en brazos de Berlusconi?
–Lo que degeneró fue la política. A finales de los 80 había una cierta crisis económica y, por primera vez, pensaron que un empresario podría salvar el país. Se equivocaron porque lo primero que hizo fue pactar con la mafia. La política italiana fue siempre un caos, pero con Berlusconi se ‘enfeó’. Antes había esa cosa del diálogo, el compromiso histórico y también grandes estadistas. Andreotti lo llamaba finezza.
–¿Esa debilidad para gobernar que acabó alzando a Berlusconi no se debía a que los comunistas se vieron vetados de los gobiernos por EE UU y la OTAN después de la Guerra Mundial?
–Los que lo fastidiaron todo fueron las Brigadas Rojas. Aquella mañana que secuestraron a Aldo Moro, él, como primer ministro iba camino de una reunión para meter a los comunistas en el gobierno. Eso era realmente la culminación del compromiso histórico, la unión de las dos italias. Por eso los terroristas dejaron el cadáver a la misma distancia de las sedes de los partidos Democristiano y Comunista. Así decían que se cargaban el compromiso histórico, que además tenía la bendición de El Vaticano. Aquella coalición hubiera sido muy importante para Italia. En lo bueno y lo malo, con Berlinguer como líder, los comunistas tenían un ideal y eso les daba fuerza, pero fue el radicalismo de las Brigadas Rojas quien frustró el acuerdo. Los extremismos, sean de derechas o de izquierdas, acaban aguando todas las fiestas. Cuando llegó la izquierda al poder, los hijos de Berlinguer estaban completamente degenerados, se dedicaron a enriquecerse desde el gobierno y le abrieron la puerta a Berlusconi.
–Para cerrar el capítulo italiano, supongo que no le habrá dejado indiferente la excomunión de Francisco a la ‘Ndranguetta en su última visita a Calabria.
–Excomulgar a la mafia es algo nuevo completamente porque la Iglesia siempre ha estado en connivencia con ella. Los cardenales del sur de Italia mediaban para que la mafia ayudase a la Democracia Cristiana. Francisco ha hecho un gesto que dice más que todas las encíclicas juntas. En la cultura católica, la excomunión es el máximo castigo.
–Los escépticos de Francisco le acusan de tener muchos gestos pero pocos hechos.
–Ese gesto de la excomunión es todo un hecho porque el Papa está echando al mafioso de la iglesia. ¿Hay un hecho mayor que ese? ¿Qué mayor hecho que no vivir en El Vaticano, no llevar unos zapatos carísimos o no estar rodeado de lujos y secretarios? No son solo palabras, Francisco no va a la favela en limusina. Yo he vivido lo contrario y no te imaginas la revolución que supone Francisco. No es lo mismo decir a los fieles “tenéis que ayudar a los pobres” que “tenéis que ser pobres e ir con ellos”. Él es el primero que se lo aplica. ¿Cómo que no está haciendo nada? ¿Qué puede hacer, salir mañana al balcón y decir que las mujeres pueden abortar, cuando no hay ni siquiera consenso en el mundo civil sobre eso? Está consultando a la Iglesia porque si empieza a decidir por su cuenta se convierte en otro dictador. Muchos querrían que el Papa acabara con el celibato mañana porque tiene el poder para hacerlo, pero esos mismos no saben que los obispos africanos en pleno están en contra. Está abriendo un debate con preguntas muy concretas, ahora se va a hablar sobre formas diferentes de familia. Solo el poner eso en discusión es revolucionario. Las reformas se hacen por consenso; en política también, solo así puede haber una democracia directa.
–Volvamos a sus inicios en el periodismo. ‘Pueblo’ fue una cantera de jóvenes profesionales que con los años se convirtieron en reconocidos periodistas y escritores.
–Pueblo era el periódico de los sindicatos verticales y era el único que podía permitirse un poco de libertad. El ministro Solís dejaba un poco de brecha para que se defendieran desde el periódico causas sociales. Emilio Romero, el director, era un autodidacta. Un Lula del periodismo, listo como él solo. Era sincero: un día te rompía el artículo en mil pedazos y otro pedía delante de todo el mundo que te llevaran a primera página. Por eso tenías confianza en él. Además quería a sus periodistas como nadie, lo mismo te mandaba al concilio que a otro compañero lo enviaba a la India en una época en la que nadie lo hacía. Fraga me quiso echar de Pueblo y estaba yo presente en la conversación que tuvo con él. Romero le respondió que él no echaba a sus periodistas. Luego estaba Juan Luis [Cebrián], que era de los pocos que había estudiado y encima hablaba francés y venía de trabajar un tiempo en France Press. Eso con solo 20 años, ojo. Jesús de la Serna venía de una familia tradicional, pero con una gran enjundia de cultura periodística; él ya no estaba con el régimen. Fue una escuela de periodismo para todos porque ellos tres le ponían mucho entusiasmo.
–A Emilio Romero le acabaron acusando de no aceptar la democracia y de estar al tanto del golpe de Estado del 23-F.
–Ser un genio en tu oficio no quita que luego en tu vida privada seas lo que seas. De eso no sé nada. Lo único que te puedo decir es que aprendí más con él que en cualquier escuela de Periodismo. Entendí la esencia del periodismo con esa gente. De allí nació El País.
–Cebrián no tardó en reclutarlo para que siguiera escribiendo crónicas desde Italia.
–Juan Luis fundó con solo 29 años un periódico completamente diferente a lo que eran los diarios de la dictadura. En Italia, el periódico Il Manifesto organizó un congreso para estudiar el caso de Juan Luis y El País. En el momento en el que España pedía un periódico de batalla, de rompe y rasga, de grandes fotografías, Juan Luis llegó con la idea de un tabloide con gráficos alemanes que hiciera periodismo inglés. “España está caliente de más y necesita enfriarse. Lo que necesita el país son ideas y abrirse al mundo después de 40 años de dictadura”. Hoy día sigue siendo el único periódico del mundo que sigue abriendo sus páginas con [la sección de] Internacional. Lo lleva haciendo desde el primer número.
–¿Por qué conectó tan fuerte con la sociedad española de la Transición?
–Porque Juan Luis entendió que España necesitaba calma y pensamiento. Los grandes genios son los que logran captar esos movimientos subterráneos. Se dijo mucho que éramos el periódico del PSOE, pero era totalmente falso. Lo que se dio fue una conjunción histórica, el PSOE empezó a proponer proyectos de ley para recuperar las libertades machacadas por el Franquismo. El País no podía dejar de apoyarlo. Y aún más, Juan Luis estuvo un año sin hablarse con Felipe González porque el presidente quería que fuera el periódico del partido. Y Juan Luis le dijo que no a Felipe. Cuando entró Aznar en la presidencia, el primer empresario convidado a La Moncloa fue Jesús de Polanco. Jesús era muy directo y le pregunto: “Presidente, ¿qué quiere de mí?”. Aznar le contestó: “Muy poco. Quiero El País”. Polanco le respondió que eso era imposible porque el periódico no era suyo, era de sus lectores.
–¿Nunca fue un periódico de izquierdas?
–El País es liberal, progresista y laico, pero nunca fue un periódico de izquierdas. Cebrián abrió las columnas para todos, desde Carrillo hasta Fraga Iribarne. Yo creo que en el periodismo no puede haber periódicos de izquierdas ni de derechas. Todos tenemos ideología, pero lo que no podemos hacer es periodismo de partido. La esencia del periodismo es contar lo que la gente lo que el poder no quiere que se cuente. Es un contrapoder porque es el vigilante del poder. Polanco le dijo a Aznar que iban a seguir su gobierno y que si hacía un proyecto de ley que aplaudieran los españoles, El País no iba a ser menos.
–Muchas firmas reconocidas que han abandonado ‘El País’ en los últimos años sostienen que Cebrián ha cambiado la línea editorial del periódico.
–Sí y dicen que el periódico ahora es del PP, una cosa totalmente falsa.
–También afirman que el punto de inflexión estuvo en la muerte de Jesús de Polanco (2007) y se critican algunas de las inversiones que ha hecho Cebrián como máximo responsable de PRISA en Latinoamérica.
–Cuando Juan Luis cumplió 14 años como director [en 1989] le dijo a Polanco que íbamos hacia un futuro en el que para mantener la independencia haría falta tener una fortaleza económica como medio. O nos dotábamos de un grupo multimedia o acabábamos vendiendo la cabecera a un grupo inversor extranjero. De ahí nació la televisión [Canal +] y atrajimos a los mejores escritores a las páginas de El País a través de la Fundación Alfaguara, que ya existía. Empezamos a comprar periódicos extranjeros, como The Independent. Crecimos mientras en el extranjero se tiraban de los pelos por habernos anticipado.
–Sin embargo, PRISA ha ido perdiendo fuerza. Ya no es la accionista mayoritaria de Canal +.
–Nos pilló la crisis económica de pleno. Estas inversiones no se hacen sin pedir créditos y luego tienes que ir amortizando. Si una empresa no tiene más en deuda de lo que tiene en caja no funciona. La publicidad del diario cayó un 50% y nos estábamos abriendo al periodismo de Internet causó una crisis interna clarísima. Para los periodistas clásicos pasar a Internet fue complicado. Dicen que han echado a muchos periodistas de El País, pero para algunos fueron jubilaciones anticipadas porque se marcharon con 300.000 euros. El cambio de papel a la web quita muchos puestos de trabajo.
–Ha mencionado el ERE que despidió a 129 trabajadores en 2012. ¿Qué marcha le ha dolido más?
–Considero que siempre hemos tenido un gran plantel, la mayoría mucho más preparados que yo. El despido que más me dolió fue Ramón Lobo. Acababa de salir de una enfermedad, creo que fue injusto. Ahí no me he metido porque creo que me hubiera tenido que enfrentar con alguien, no sé con quién. Como no estoy entre bastidores no te puedo decir cuál creo que fue el motivo. Como periodista lo admiraba muchísimo, creo que era maravilloso. ¿Te referías a Maruja Torres?
–No en concreto, aunque ha sido una de las más críticas con su antiguo medio.
–A Maruja la he querido siempre mucho, pero creo que se ha portado muy mal. No se escupe así al plato que te da de comer. Maruja sin El País no era nada. Allí se hizo escritora. Humanamente no puedes hablar así, menos ella que no necesita el dinero. Lo que no puedes pretender es que quieras estar todos los días en el periódico escribiendo contra la empresa.
–Es como lo que le pasó a usted cuando era sacerdote.
–Todo tiene un límite y tienes que decir “yo me salgo”. He sufrido con Maruja porque la quiero, era como una hermana mía y no sé qué le entró en la cabeza. Podría haber dicho que no estaba de acuerdo con Juan Luis y haberse marchado de forma elegante. Juan Luis apostó fuerte por ella, Rosa Montero y otras firmas que se hicieron conocidas gracias al apoyo de El País.
–Es incapaz de decir una mala palabra de Juan Luis Cebrián.
–Es un gran personaje del periodismo y eso no solo se reconoce en España, pasa en el mundo entero. El caso de El País se estudia en universidades de todo el planeta. No voy a entrar en si es justo o no es justo que gane lo que gana. Es una empresa privada, si fuera el dirigente de una empresa pública sí que entraría. Decir que podría repartir su dinero en vez de echar periodistas es pura demagogia.
–Con Cebrián hizo un libro, pero también biografió a Saramago por medio de unas conversaciones. ¿Qué aprendió del portugués?
–Su literatura es completamente original y se le admira mucho porque fue uno que no estudió. Empezó a escribir muy tarde, se formó en las bibliotecas públicas. Se quedó un poco desfasado defendiendo al comunismo.
–Después de que Fidel Castro ajusticiara a unos disidentes por robar una lancha, Saramago rompió formalmente su amistad con el gobierno cubano.
–En ese momento ya no podía no ver esa incongruencia. Hablamos mucho de esa relación con Cuba en el libro que escribí. Era un personaje difícil, ¿eh?
–Fernando Savater parece mucho más abierto.
–¡Fernando es un encanto para conversar! He hecho un libro con los dos y el de Saramago costó mucho más. Al final cayó, pero los dos primeros días… Hice un resumen de su biografía con prácticamente todo lo que se había escrito sobre él, le leí las reseñas para que me dijera si había algo incorrecto y acabó preguntándome que de dónde había sacado todas esas barbaridades. “Estoy felicísimo”, le respondí, “todo lo que se ha publicado de usted es mentira y voy a ser el primero en sacar a la luz la verdad”. Era como Fellini, muy tímido. Fellini me contestó que cómo le había planteado una pregunta tan estúpida cuando le pregunté por cómo se le ocurrían los títulos de sus películas. Al final de aquella semana en su casa de Lanzarote, Saramago me acabó contando las historias de su familia, que eran tan pobres que se llevaban los cerditos a la cama porque eran lo único que poseían y tenían miedo de que se murieran de frío en invierno. Mi mujer [la poetisa brasileña Roseana Murray] era una loca de la literatura de Saramago y me ayudó mucho con ese libro.
–Acabemos la entrevista con Savater.
–Es graciosísimo. Cuando hablábamos del misterio de Dios me soltaba: “¿Cómo voy a entender ese misterio si no entiendo ni la luz eléctrica” [risas]. Es muy agudo y fino, Savater. Es un tipo libre.
–¿Es más difícil ser un librepensador en España que en otros países?
–Cuando regresé de Italia a España a principios de los 90, Juan Luis [Cebrián] me recordó en una cena que el pecado capital de nuestro país era la envidia. Yo iba a entrar en el periódico después de muchos años fuera y era muy inocente. ¡Y ya tenía más de 60 años! España es atávica, es más fácil ser intelectual en Suiza o Finlandia.