Recorrer los 75 kilómetros que separan Amman de Jerusalén puede convertirse en una auténtica odisea. Un primer autobús cubre el trayecto desde la capital jordana hasta la frontera del Reino Hachemita, donde otro colectivo más pequeño toma el relevo y conduce, a través de un par de kilómetros en la tierra de nadie, hasta la frontera con Cisjordania. Una decena de palmeras y otras tantas Estrellas de David ondeando en pleno desierto, a pocos kilómetros al norte del Mar Muerto, conforman el conflictivo paso fronterizo King Hussein Bridge. Aquí, donde hace menos de un mes las Fuerzas de Seguridad israelíes mataron de un balazo a un juez palestino-jordano originario de Nablús por intentar “apoderarse del arma de un soldado”, según un comunicado emitido por el Ejército israelí, se respira un ambiente tenso. Tras pasar cuatro controles de pasaporte y sus respectivos interrogatorios –¿por qué viene a Israel?, ¿cuánto tiempo piensa quedarse?, ¿qué hacía usted en Jordania?, ¿a dónde se dirige exactamente?, ¿piensa visitar Cisjordania?, entre muchas otras preguntas– un tercer autobús cubre el trayecto desde la frontera hasta la capital israelí. A medio camino, dos soldados ordenan detener el vehículo y revisan de nuevo los pasaportes de los pasajeros. Es uno de los muchos check-points que colman el territorio de esta tierra tan disputada. El minucioso escrutinio de los documentos y visados no impide a los militares mantener la mano derecha a pocos centímetros del gatillo del fusil. Expresión seria y pocas palabras; no están para bromas. Y al fin, 75 kilómetros y ocho horas después, la Cúpula de la Roca se deja ver en el horizonte.
A pesar de la tranquilidad que ha reinado en la Ciudad Santa durante la última década, la elevadísima presencia de fuerzas de seguridad otorga a Jerusalén una cierta atmósfera bélica. Ningún otro rincón del mundo concentra tantos lugares sagrados en un espacio tan limitado. Oleadas de musulmanes, judíos, cristianos (Jerusalén es considerada Ciudad Santa para las tres religiones) y viajeros curiosos visitan a diario la capital del Estado israelí, cuyos numerosos arcos detectores de metales forman ya parte del paisaje urbano. Aunque la división de los barrios responde exclusivamente a las creencias religiosas de sus habitantes, Jerusalén es un ejemplo de convivencia pacífica. A escasos doscientos metros del atestado mercado de frutas y verduras del barrio musulmán, decenas de judíos –muchos de ellos ultraortodoxos– se mecen repetidamente mientras recitan sus oraciones frente al Muro de las Lamentaciones. A la vuelta de la esquina, cristianos llegados de todos los rincones del mundo se santiguan frente a la entrada del Santo Sepulcro. Mientras tanto, a lo lejos, desde lo alto del Monte de los Olivos, decenas de turistas japoneses toman fotografías de la Cúpula Dorada y la mezquita de Al-Aqsa –el tercer lugar sagrado para el islam, tras La Meca y Medina– compulsivamente.
Y después de la tormenta, llega la calma. A partir de las seis de la tarde, el frenesí de las estrechas callejuelas de la Ciudad Vieja deja paso a un sosiego tranquilizador, balsámico. Los centenares de comercios echan el cierre, los mochileros regresan al hostal a descansar y los peregrinos parecen evaporarse. A las ocho, salir a cenar dentro de las antiguas murallas de Jerusalén –Al-Quds, en árabe– se convierte en una misión prácticamente imposible. Afuera, a quinientos metros de la Puerta de Damasco, imponente entrada de la Ciudad Vieja construida en el siglo XVI durante el Imperio otomano, un pequeño restaurante ofrece bocadillos de falafel por un precio razonable (15 shekels, unos 3 euros). Una decena de personas –varones– miran, embobados, hacia la pantalla de televisión. Juega el Barça. Todos llevan kipá. Todos, menos uno. Mohammad, de 27 años y piel oscura, nació en el barrio musulmán de la Ciudad Vieja y suele ver aquí los partidos del Barça.
Entablamos conversación enseguida. Quiere saber por qué hablo árabe y qué hago en Palestina. A pesar de mi cautela y haciendo caso omiso de mis evasivas respuestas, el eterno conflicto entre Israel y Palestina monopoliza el diálogo. Comienzan las duras acusaciones al gobierno de Netanyahu y al estado israelí. A medida que sube el tono, nuestros dos compañeros de mesa –jaredíes ataviados con el característico sombrero de alas anchas y pantalón y chaqueta negros– se unen a la conversación. No llegan a la treintena y también viven en la Ciudad Vieja. Para mi asombro, acabo siendo testigo de una animada charla entre amigos. Los tres expresan abiertamente sus puntos de vista, diametralmente opuestos, y entre exclamaciones tremendamente reveladoras –“fuck Israel”; “fuck palestinians”– bromean y comparten bocadillo. Sólo Mohammad es bilingüe, por lo que se comunican en hebreo. Me pierdo, por tanto, gran parte de lo que dicen, aunque no me cuesta ningún esfuerzo captar la atmósfera de la conversación. Mohammad birla el sombrero de su interlocutor, se lo pone y me pide una fotografía. Todos en el restaurante ríen al unísono. No doy crédito.
Por desgracia, la llevadera convivencia que, con sus evidentes matices, predomina en Jerusalén, brilla por su ausencia en los Territorios Ocupados. Mención especial merece la siempre conflictiva ciudad de Hebrón (Al-Jalil, en árabe), de la que hablé hace unas semanas y donde los asentamientos israelíes en el interior de la ciudad convierten el día a día de sus habitantes en poco menos que una pesadilla.