Fotografías: Juan F. López
Dialogados es un proyecto de periodismo tranquilo que quiere recuperar el tiempo para el diálogo. Son los testimonios personales los que muchas veces ayudan a entender un momento, un lugar, una obra, una generación. Son las emociones transmitidas las que pueden ayudarnos a comprender una utopía en un tiempo exacto.
Abanderar el deseo de no renunciar a nada puede parecer, de entrada, pretencioso, pero en Javier Gomá es un recurso más en su búsqueda de la humana perduración, un sintagma que ideó siendo joven. Este hombre, que te puede hacer una radiografía de la vida a base de enumeraciones gradativas (fíjense en su gusto y su arte por la sucesión de elementos a la hora de explicar conceptos), se define a sí mismo como «una persona de maduración muy tardía, muy lento». ¿Pero acaso no son necesarios el tiempo y la calma cuando se trata de abordar las cuestiones más importantes de la existencia? Con tiempo (casi dos horas) y calma (la de su despacho de director en la Fundación Juan March) abordamos este diálogo, tan largo como interesante. Su espacio de trabajo, armonizado por la suavidad de una música clásica de fondo, invita a despojarse de superficialidades y rascar en el fondo de nuestra categoría de ser racional para desgajar la esencia de nuestros comportamientos. Dice con convicción que «las reglas, en general, humanizan al hombre». Rompiendo la de la prudencia y los límites, fijamos como tema de este encuentro su vida y la de toda la humanidad.
–Vengo con la sensación de que aunque te planteara en este rato 10.000 cuestiones siempre me quedarían otras tantas más por abordar. Es lo que tiene dialogar con un filósofo.
–Veamos qué podemos hacer.
–Empiezo preguntándote cómo te sientes en estos momentos. ¿Tienes saldadas las deudas con la vida?
–Sí. Pienso que la vida ha sido injusta conmigo, pero injusta en el sentido positivo. Escribí un microensayo que se titulaba Lo quiero todo en el que recordaba cómo cuando eras niño o joven los padres te decían: «No se puede tener todo, hay que elegir». La impresión que yo me he hecho es que ese deseo de no renunciar a nada por querer todo lo que la vida me ofrece se ha cumplido. Hay cosas que la vida no te ofrece. No te ofrece la inmortalidad o, qué se yo, volar. Pero aquellas cosas buenas que ofrece, en casi todos los ámbitos, me las ha otorgado sin merecimiento por mi parte. En consecuencia, cumplidos ya los 50, tengo la sensación de haber tenido una vida muy plena y haberme realizado en todos los campos: personal, sentimental, familiar, profesional, vocacional, cívico… Siento un desarrollo pleno sin haber renunciado a nada. Todas esas cosas buenas que la vida me ofrece he ido arrebatándoselas poco a poco. Y aun cuando sé que cualquier conquista en esta vida es precaria y que al día siguiente uno lo puede perder todo, lo que no me puede quitar ya nadie es esa sensación de haber sido colmado. Lo que los griegos llamaban el acmé y los latinos lo traducían como floruit, que es el momento de apogeo personal. Incluso, te diría que estoy más bien en una situación de posapogeo, en el momento de descansar y ver lo que uno ha hecho, mirarte a ti mismo con perspectiva, volver a recuperar la imagen real del cuadro, del cuadro de la vida, del cuadro del mundo, de tu propia posición en ese cuadro… Y reunir energías y orientación para los siguientes 20 ó 30 años.
–Echemos la vista atrás para ver ese encuadro en perspectiva, tuviste tu particular «epifanía» con el descubrimiento de la Grecia arcaica.
–Fue una mezcla de cosas. La Grecia arcaica es un acontecimiento completamente decisivo en mi vida pero no lo es todo. Lo que sucede es que suelo citarlo porque sí que es la genealogía de la teoría de la ejemplaridad.
–¿Y en qué época sucedió aquello?
–En mí se produjo una transformación a partir del otoño de 1980, cuando yo tenía quince años. Antes tuve una existencia corriente, pero tengo pocos recuerdos de mi infancia. Es posible que los escritores se distingan entre aquellos que se nutren de la infancia y aquellos que se nutren de la adolescencia. Yo soy claramente de los segundos. De la infancia no tengo recuerdos particulares; algunos pasablemente gozosos, pero sin más. Sin embargo, a partir de ese otoño de 1980, se desencadenó un proceso interno –en el que al principio simplemente no sabía lo que estaba pasando– que se expresaba en un sentimiento potentísimo. Ese sentimiento iba desde la lectura de los comentarios al Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, que lo recuerdo como un momento deslumbrante, hasta, paralelamente, como tú mencionas, la fascinación por la Grecia arcaica y su ejemplaridad. Fue un germinar de ideas todavía en embrión, de presentimientos, de preintuiciones aún en un estado magmático y con una tendencia a ir adquiriendo una forma, pero sin madurez todavía ni siquiera para adivinar ni siquiera qué forma iba a asumir.
–Aunque el cuestionarse el sentido de la vida es algo tan humano como universal uno no nace filósofo, hay que cultivar la inquietud de alguna manera.
–En aquel entonces no desperté exactamente una vocación a la filosofía sino una vocación que luego interpreté como literaria, algo así como una activación de todas tus energías, de todas tus capacidades en una determinada dirección, y el deseo de crear algo perdurable. Realmente, si algo me obsesionaba era cómo en este mundo caduco se puede hacer algo que tenga un atisbo de permanencia, algo que no se va a llevar la corriente de la vida. Y cómo antes de entrar en el mundo y en la vida –la casa, el oficio, el trabajo, la socialización– yo necesitaba un plan que me pudiera otorgar esa garantía de cierta fijeza, un plan que representara una visión del mundo y de mi propia posición en él. Muy joven creé un sintagma: humana perduración. ¿Cómo conseguir algo que siendo humano fuera perdurable? Y comprendí que la única manera en que los hombres nos podemos acercar a algo perdurable es encontrar la perfección en algún lugar. Solo lo perfecto perdura. O lo que aspira a ser perfecto. Necesitaba una visión del mundo y de mi propia posición en ese mundo, de mi propia actividad y de una obra que me garantizara una cierta fijeza, una cierta permanencia.
–¿Y en esa época, con quince años, crees que te planteabas las mismas cosas que tus compañeros?
–A partir de esa edad, la adolescencia genera en mucha gente, no solamente en mí, un cierto extrañamiento. Extrañamiento de ti mismo, de tu propio cuerpo, de tu propio entorno, de tu propia vida, de tu propia familia, de tu propia sociedad. Es casi algo inherente a ese paso singular que es la adolescencia. De una manera o de otra, casi todos en esa edad lo sienten. Con lo cual, había algo en sintonía con el resto de mis compañeros. Lo que sucede es que la manera en que a mí se me manifestó ese extrañamiento fue un poco distinta. Muy pronto comprendí que solamente podría sobrellevar esa vocación literaria que había estallado de una manera tan salvaje si, por un lado, la seriedad de la vocación se compensaba de algún modo con un cierto sentido del humor, cierta ironía y cierta autoironía, y, por otro lado, toda esa vocación literaria que te produce anomalías –personales, sentimentales, intelectuales, sociales– se compensaba con un deseo profundo e intenso de normalidad que en lugar de fomentar esa llama que te lleva al extravío la frenara, la ahormara, la calmara, la orientara, la civilizara.
–¿Compartías esas inquietudes?
–No. Quizá como consecuencia de todo lo anterior, muy pronto también llegué a la conclusión de que la inmensa mayoría de las cosas que me pasaban y que sentía no las debía contar. Las cerraba, como me parece que es Ganivet quien lo dice, «con siete llaves». Las escribía, las apuntaba, las meditaba, reflexionaba sobre ellas, pero no obligaba a mis amigos ni a mis hermanos a enredarse en mis propias preocupaciones. Con lo cual, no tenía muchas expectativas de que el resto de las personas tuvieran que acompañarme en mi propia aventura. Sí en los resultados de la aventura que sería, algún día, escribir libros, pero no en los procesos. Le ahorras a la gente el proceso y le ofreces el resultado. Ten en cuenta que, afortunadamente, tengo padres y hermanos cariñosos pero también irónicos y eso ha despertado en mí un sentimiento de cierta deportividad. Si haces cosas en esta vida tienes que aceptar que se rían un poco de ti, que hagan bromas, soportar ironías cuando son cariñosas y nacen del afecto. Yo tenía un anhelo enorme de que esa vocación literaria no me llevara a caminos extraviados. Se desarrolló en mí un apetito enorme, inmenso, de normalidad y de no utilizar la vocación literaria como excusa para el incumplimiento de las obligaciones generales. La vocación literaria tenía que ser un plus, pero nunca un pretexto. Sumado todo esto te puedes hacer una imagen ya de esos años.
–Es interesante esto que dices de no centrarte exclusivamente en ese campo y usarlo como pretexto para obviar otras responsabilidades.
–Y decir: «Pues como tengo esta vocación puedo ser maleducado, puedo ser incumplidor, puedo ser mal amigo, puedo ser un hermano desagradable, puedo no ser estudioso, puedo no tener profesión, puedo ser mala gente con una novia…» ¿No? Que a lo mejor en parte de todas esas cosas algunas hice, pero lo que no pude hacer nunca es eso con buena conciencia.
–Noto en los adolescentes actuales mucho desencanto generalizado. Muchos están abonados al para qué: ¿Para qué me sirve estudiar gramática? ¿Para qué me sirve conocer la organización geopolítica del mundo? Y así un largo etcétera. A lo mejor ellos no buscan una solución teórica a la existencia y tienen la clave al ir solo al aspecto práctico.
–Yo lo interpreto de otra manera. Ha cundido como estado general de la cultura un cierto cinismo. Vivimos una época en la que el sarcasmo, el escepticismo, el desencanto, el descreimiento, incluso el desenamoramiento, se han convertido en estado general de la cultura; y los adolescentes están de vuelta antes de haber ido. Donde esperarías entusiasmo, fuerza, ilusión, no las hay. Se dice aquello de que si no tienes ilusiones en la adolescencia estás muerto y si no tienes un cierto escepticismo cuando eres mayor eres tonto. Ahora es como si el proceso se hubiera acelerado. Los jóvenes están de vuelta entregados a un cierto cinismo, escepticismo, sarcasmo, un exceso de aparente lucidez sin haber vivido. En consecuencia, tienen la desilusión, el desencanto y el desengaño antes de haber sido engañados. La cultura de la liberación se ha convertido para ellos en una catequesis bien aprendida. Cualquier niño, con doce o trece años, utiliza el lenguaje de la liberación ante su padre o ante su madre –¡qué decir respecto al profesor!– cuando en realidad lo que tenemos que hacer es educar a ese niño, tanto en su mente como en su corazón, para comprender la profunda dignidad de determinados límites. No todos, claro, pero hay determinados límites que a él le van a constituir como individuo, como ciudadano, como persona. Insisto, esos chicos están desengañados antes de haber tenido ilusiones porque la cultura conspira para que ellos estén desconfiando y sospechando de todo antes de haber sido capaces de enamorarse de algo.
–Así que el origen de este problema lo achacas a la cultura de la liberación.
–Hasta qué punto una cultura que, en mi esquema de interpretación, fue enormemente fecunda, poderosa y liberadora, como la cultura de la liberación en los siglos XVIII, XIX y XX, nos está creando ahora una especie de costra que no nos permite vivir. Tuvimos una cultura que favoreció el proceso de liberación individual y el enamoramiento de las libertades individuales, que implicaba la crítica y el desmontaje de una cultura tradicional. Es lo que en filosofía se conoce como la filosofía crítica, en arte el arte de las vanguardias y de la experimentación, y en la moral, básicamente, la transgresión; las tres manifestaciones de un mismo deseo de liberación y de dignificación de la libertad individual y de la esfera privada de la conciencia y de la vida privada, que ha producido, insisto, unos resultados inmejorables. Ese proceso, desde mi punto de vista, culminó a finales del siglo XX, en los años sesenta y setenta, quizá en España en los ochenta.
–Y, entonces, qué es lo que necesita hoy la sociedad.
–Lo que la sociedad necesita hoy ya no es ser libres sino, por el contrario, ser libres juntos y un reencantamiento del mundo, un nuevo entusiasmo y un nuevo ideal. Eso es lo que esta sociedad demanda. Cómo millones y millones de personas que gracias a la cultura son personas liberadas pueden aceptar ahora con fuerza, con persuasión, incluso con enamoramiento, esta nueva época que ya no es la de ser libres sino la de ser libres juntos. Cómo hacer que personas liberadas acepten unas civilizadas reglas de convivencia, no como una especie de inhibición pragmática y táctica, sino como una proyección positiva de los límites que son inherentes a la convivencia. Es decir, necesitamos pasar del liberarse al emanciparse. Cómo hacer un uso virtuoso, cómo hacer un uso social, cómo hacer un uso responsable de la libertad previamente conquistada y ampliada para que sea posible una civilizada vida en común. Bueno, pues todo eso queda aplastado porque sigue vigente, ya como epígonos, una cultura de la liberación que nos sigue insistiendo en que tenemos que ser libres, en que tenemos que ser diferentes, que tenemos que ser originales, que tenemos que ser genios, que tenemos que ser excepcionales, que tenemos que ser rebeldes, que tenemos que ser transgresores, que tenemos que cuestionar cualquier invitación…
–Nunca han gustado los límites impuestos.
–Parece que cualquier regla que restrinja tu libertad es una regla negativa, oprobiosa, alienante, es una regla que te empobrece. Bastaría simplemente con abrir los ojos a realidades como, por ejemplo, la del lenguaje, que es un producto social y, sin embargo, en lugar de restringirte te libera. Las reglas, en general, humanizan al hombre. No solamente hay que aceptarlas por razones pragmáticas, funcionalistas o tácticas a corto plazo. De igual manera que el lenguaje, que es una construcción social, hace evolucionar al bárbaro en hombre civilizado –aunque es un producto social te dignifica como individuo–, de igual manera, la gran tarea pendiente es la dignificación de los límites después de una época que ha execrado y condenado por alienante cualquier tipo de límite a la libertad individual. Eso estuvo bien en la época de la liberación, pero en nuestra época, no. Ahora tenemos una realidad social que nos pide algo, con una nueva capacidad de entusiasmo, con una nueva capacidad de ilusión, con una cierta ingenuidad aprendida (como lleva por título de uno de mis libros), capaz de movilizar nuestras fuentes de entusiasmo. Y, sin embargo, hay una cultura que se ha convertido en escolástica justo cuando ya no está vigente. Muchas veces ocurre, como sabes, cuando en sus momentos de apogeo una cultura nace de una manera muchas veces desordenada, caótica pero fecunda; y cuando ya está declinando su vitalidad se convierte en algo escolástico, se convierte en catequético, se convierte en una catequesis demasiado bien ordenada, demasiado aprendida, demasiado generalizada, pero que lo que hace es sofocar las fuerzas en vez de avivarlas.
–Tú ganaste las oposiciones al cuerpo de Letrados del Consejo de Estado con el número 1 de la promoción; con menos de 40 años, sin proceder del mundo académico, obtuviste el Premio Nacional de Ensayo, ¿Te sientes, y nos metemos ya de lleno en tu terreno, ejemplo de algo para alguien?
–No. Por varios motivos. Hay uno general y otro particular mío. Como general, el de la ejemplaridad es siempre un ideal que se mueve en un plano no real. Muchísimas veces me dicen: «Bueno, usted ha escrito sobre la ejemplaridad, hábleme de alguien que sea ejemplar», o me piden que condene el comportamiento antiejemplar de alguien; y siempre digo que el ámbito de la ejemplaridad es el ámbito de un ideal y, por tanto, no existe en la realidad. Nunca meriendas o te vas a bailar con la ejemplaridad, porque la ejemplaridad no es un ente real como pueda ser un vaso o una mesa. Es un ideal humano como pueden serlo el del hombre prudente en Aristóteles o el ideal del hombre virtuoso en Platón o el ideal del hombre autónomo en Kant. Son ideales que movilizan fuerzas, que señalan direcciones, que ofertan un sentido a la vida, que proponen una perfección pero que no se realizan históricamente, sino que más bien son como horizontes. En consecuencia, hay una diferencia entre la ejemplaridad, que se mueve en el plano de la idealidad y los ejemplos, que pueden ser positivos o negativos y que, esos sí, están en nuestra vida cotidiana. Como principio general, nadie representa la ejemplaridad.
–¿Y el motivo particular?
–Sí, en mi caso concreto, yo es que he tenido una ruta demasiado personal, con una vocación literaria que no es frecuente por su intensidad y por surgir muy temprana y muy feroz y, sin embargo, tener una maduración muy tardía; porque yo soy una persona de maduración muy tardía, muy lento. Hay gente que me dice: «¡Qué rápido has sido!». Yo publiqué mi primer libro con 38 años, sin apenas haber publicado nada antes, con lo cual yo entré en la república de las letras de manera muy rezagada con respecto a otros que ya con 20 años habían publicado un artículo en no sé qué revista o en tal suplemento, o un ensayito en una editorial, o habían dado conferencias en no sé dónde, o formaban parte en algún tipo de proyecto cultural… Prácticamente, yo no había hecho nada hasta los 38 años porque no me sentía capaz. Con lo cual, mi transcurso personal ha tenido algo de esa apetencia de normalidad que he mencionado antes pero también ha tenido un recorrido, hasta cierto punto, dando un rodeo. Por tanto, no sé si puedo ser ejemplo de nada. Quizá, como máximo, hay cosas de las que no me considero un ejemplo pero en las que sí he tenido un esfuerzo por fidelidad a mi vocación. Hay tantas vocaciones que veo que han existido y, sin embargo, luego, se han desviado de su intuición originaria, vete tú a saber si por impaciencia, vete tú a saber si por ansiedad por la notoriedad o por la necesidad de ganarse la vida. Yo he tenido mucha fidelidad a mi propia vocación y un deseo intenso, como antes te decía, de que la vocación no fuera excusa, sino que fuera un plus respecto a las obligaciones personales, familiares, profesionales, ciudadanas… No decir: «Como tengo esta vocación puedo hacer lo que me da la gana en estos campos», sino: «Hago lo que tengo que hacer en estos campos y, adicionalmente, doy respuesta a la vocación». Con un deseo de hacer compatibles todos estos campos, incluso, como te decía también al principio, de quererlo todo. Pero en cuanto a la realización personal, pues no, no me considero ejemplo, es que no lo siento así, no lo veo y no lo siento. Ojalá no tenga ninguna incompatibilidad con algo ejemplar, pero no me siento encarnación de nada de eso.
–Por citar casos concretos de entre los millones que podríamos elegir, en el pasado Sócrates ha sido objeto de reflexión constante por la filosofía, igual que para el cristianismo Jesús. ¿Podemos fragmentar la ejemplaridad en compartimentos o creencias?
–No. La ejemplaridad es un concepto que, por su propia naturaleza, tiene que ser integrador de todas las facetas. O, dicho de otra manera, nunca he utilizado el concepto de la ejemplaridad de una manera parcelada. Es más, me resisto a que se aplique el concepto de la ejemplaridad de una manera sectorial: ejemplar en la profesión, ejemplar como ciudadano, ejemplar en la vocación, ejemplar como padre, ejemplar como marido, ejemplar como… No. Si algo significa el concepto de ejemplaridad es una visión integral y totalizadora de la persona y abarca, por tanto, todas las dimensiones de la personalidad, en eso que a veces he citado de Cicerón, esa uniformidad de vida. No llamaré ejemplar a una persona que, simplemente, es un buen profesional.
–¿Y verías hoy, en la sociedad actual, a alguien que encarnara esa visión totalizadora?
–Es que es muy difícil, porque yo veo personas que son ejemplos positivos o tienden a serlo en determinados aspectos, pero ejemplar es aquella persona que en la totalidad de las esferas de la vida representa una culminación de lo humano, una especie de personalización positiva y eminente de lo humano. Tendría que conocer todos los detalles de esa persona y no es el caso. Puedes hablar de un tenista o de un colaborador social como ejemplos positivos, pero la ejemplaridad es la de aquel que en todas las esferas de su personalidad tiene una unidad que hace de él una persona ejemplar. La palabra ejemplaridad responde a la pregunta: ¿Qué tipo de persona, en general, eres tú? No en este aspecto o en este otro, en general. Porque necesitamos una palabra que designe esa generalidad. ¿Si este ejemplo se generaliza a la sociedad hace esta sociedad mejor, más virtuosa?
–A lo mejor no hay que buscar la ejemplaridad en alguien que aparezca en los medios.
–De hecho, como sabes, tengo una gran resistencia a dejarme llevar por ese monopolio que, a veces, la ejemplaridad tiene en determinadas notoriedades públicas: políticos, personas que salen en la televisión, deportistas, celebridades… En cambio, puedo encontrar mucha más ejemplaridad en un concepto que también he acuñado y sobre el que he vuelto muchas veces, que es el de la ejemplaridad sin relieve de la persona común, que vive y envejece sin manierismo, cumpliendo con serenidad, y que va consumiendo su vida en todas sus obligaciones vitales. Envejecer es la cosa más sublime que existe, es nuestra mortalidad, y por eso lo asocio con el propio Aquiles, que eligió ser mortal.
–En las cosas sencillas se esconden grandes verdades.
–Me gusta recordar aquello que dijo Dámaso Alonso de que cuando hagas una metáfora no compares lo grande con lo pequeño, sino lo pequeño con lo grande. Tú puedes decir que los ojos azules de una mujer son como el cielo, pero no digas que el cielo es como los ojos de esa mujer. De la misma manera, cuando escribo Aquiles en el gineceo, que se subtitula Aprender a ser mortal, no es que compare a Aquiles con el hombre de la calle, sino que comparo al hombre de la calle, dentro del cual me incluyo, con Aquiles. Resulta que esa persona que simplemente vive y envejece sin barroquismos, sin énfasis, cumpliendo serenamente, con nobleza, sus obligaciones inherentes a ser hombre y ciudadano, me parece que tiene la grandeza y la gloria del mismo Aquiles. Y me gusta, una y otra vez, llamar la atención sobre este tipo de ejemplaridad que no es necesariamente la aireada por los medios de comunicación de las personas simplemente famosas.
–Sitúas el ejemplo como, prácticamente, el origen de todas las cosas, trascendiendo del ejemplo a la verdad misma. No estamos hablando de una teoría creacionista sino del buen ejemplo como la mejor forma de dar sentido a cualquier concepto. Pero, ¿qué limites pone la subjetividad a esta fórmula? Me explico, para un ciudadano vasco perseguido por ETA que explicara a su hijo el concepto de «valentía» podría valerle como ejemplo un Guardia Civil, mientras que en un abertzale esa misma referencia se usaría para dar razón de conceptos como «enemigo». Y viceversa.
–Pero de eso no es culpable el ejemplo, la que sería en todo caso culpable es la percepción de la verdad, o de lo bueno, o de lo justo, o de lo noble, que puede ser o no distorsionada por los diferentes contextos sociales, culturales e históricos. Quiero decirte con esto que eso no desmiente el hecho de que el modo de percibir lo bueno es siempre a través de su personalización en el ejemplo. Las verdades morales se pueden intuir solamente en el ejemplo. Otra cosa distinta es que esas verdades morales puedan estar distorsionadas o condicionadas por la perspectiva histórica, sociológica o cultural de quien emita ese juicio. Es obvio que existen distintas concepciones de lo justo. Yo no digo que el ejemplo garantice una visión unitaria. Lo que digo es que, para percibir qué es lo justo la puerta privilegiada es el ejemplo. Pero, insisto una vez más, una cosa es el ejemplo y otra la ejemplaridad. Si tú quieres transmitir a tu hijo cuál es tu percepción de lo justo, o lo honesto, o lo decente, o lo valiente, lo mejor no es que le lleves a un diccionario, a la enciclopedia o a la Wikipedia, sino que le señales con el dedo un ejemplo, porque así a él se le iluminará la esencia de lo que tú consideras lo justo. Otra cosa distinta en la ejemplaridad. Hay ejemplos positivos o negativos. La ejemplaridad siempre es positiva.
–Aunque no es fácil llegar a consensos.
–Podremos discutir sobre qué es o no es ejemplar. Indudablemente qué es ejemplar ha ido evolucionando a lo largo de la historia y hoy mismo existen conceptos plurales de qué puede serlo. No es lo mismo una ejemplaridad para los espartanos que para, yo qué sé, para hoy día los iraquíes o para los daneses. Los conceptos de la ejemplaridad varían históricamente, y a mí esto no me escandaliza. Lo que ocurre es que creo que la ejemplaridad tiene una parte histórica y una parte estructural que tiene que ver, a mi juicio, con lo que antes te he dicho. No hay verdadera ejemplaridad si un individuo no ha resuelto positivamente el problema de la doble especialización, la casa y el oficio, el corazón y la profesión. Solamente llamaremos ejemplar a aquel comportamiento que si se generaliza, si es universal, hace a la sociedad mejor. La parte estructural de la ejemplaridad es una parte relativamente formal y eso explica que la ejemplaridad de Homero, que a mí me fascinó, sea compatible con que Aquiles, en determinados momentos, parezca cruel. Para una mentalidad contemporánea el comportamiento de Aquiles con Héctor y la exhibición de su triunfo sobre él es un comportamiento cruel de quien sin embargo, en aquella época se considera el modelo de ejemplaridad perfecta. Por lo tanto las ejemplaridades pueden ir variando a lo largo del tiempo, aun cuando a mi juicio la ejemplaridad siempre tiene algún elemento estructural fijo invariable. En todo caso, y vuelvo a responder a tu pregunta, una cosa es que haya determinadas concepciones de la ejemplaridad, que es obvio que es así, y otra es que en el modo de conocer la verdad moral el ejemplo es una vía de acceso privilegiado.
–Desde esas distintas percepciones, la ejemplaridad sería total pero el ejemplo sería mejorable.
–Desde luego. Es la misma diferencia que hay entre la realidad, que es siempre imperfecta y la idealidad que es siempre una propuesta de perfección.
–Porque somos seres reales somos imperfectos. Si pienso en aspirar a un comportamiento ejemplar que pueda ser imitado por los que me rodean me pregunto si no sufro el yugo de ese deber personal e intransferible de ejemplaridad. Me entran ganas de revelarme y partir una lanza en favor de la improvisación, de experimentar caídas y fallos para no caer en cierta esquizofrenia.
–Por un lado son antipáticos determinados usos que he visto de la ejemplaridad como un modo de tirar la piedra y magnificar los errores que pueda tener una persona. Porque una persona haya cometido un fallo no por eso deja de ser ejemplar. La ejemplaridad no es un ideal asfixiante, agobiante, inhumano, que te esté persiguiendo. Cualquier pequeña caída, cualquier desviación, cualquier torpeza, cualquier negligencia no te hace ya inhábil para el ideal de la ejemplaridad el resto de tu vida. Como antes te decía, la ejemplaridad es un ideal que tiene que ver con el conjunto de la persona y, en consecuencia, con una trayectoria general. De hecho, en uno de mis ensayos que se llama La imagen de tu vida hablo de que, en el fondo, toda la vida de un hombre o de una mujer es la lenta elaboración de un ejemplo póstumo, que es la imagen de tu vida que queda cuando mueres, como una especie de mensaje en una botella que dejas el día que te embarcas y vas vete tú a saber dónde. Es esa imagen póstuma del conjunto de tu vida la mejor expresión de la ejemplaridad, que es compatible, si a lo mejor te has muerto con 80 años, con que cuando tenías 43 te pasó esto, o cuando tenías 52 te ocurrió aquello otro. Además, a lo mejor, incluso son errores de los que nace aprendizaje. Como nadie nace aprendido y, por tanto, la experiencia es nuestro modo de aprendizaje, y la experiencia es siempre ensayo y error, me molesta cuando la ejemplaridad es utilizada como una especie de plantilla que se aplica milimétricamente a cada uno de los actos de cada una de las horas de cada uno de los días de la vida de las personas, de manera que, prácticamente, nadie pudiera cometer errores en nada. No, tal y como yo lo concibo es un ideal muy genérico cuya máxima expresión es, como te digo, la elaboración de la imagen de tu vida, la lenta elaboración del ejemplo póstumo, que es totalmente compatible con errores, con negligencias, con fallos o con desviaciones que, muchas veces, redundan en aprendizaje.
–Se pueden incorporar mejoras.
–A mí me gusta también insistir en hasta qué punto también la ejemplaridad es elemento de innovación. La verdadera ejemplaridad es el resultado del carisma, como dice Max Weber, y el carisma es el elemento innovador y transformador por antonomasia. No imaginemos que la ejemplaridad nos lleva a una especie de conservadurismo en el que solamente podamos repetir los clichés o los esquemas ya consagrados por la tradición. La verdadera ejemplaridad siempre ha sido innovadora. Tal es así que hay un capítulo de uno de mis libros que lo titulo Ejemplaridad conflictiva. La verdadera ejemplaridad es siempre conflictiva porque choca con estructuras tradicionales que desea transformar, que desea remover, que desea innovar. No consideremos que la ejemplaridad es el niño de pelo engominado, dócil y amanerado que se somete a toda la autoridad constituida. Galileo y Sócrates murieron de manera violenta y los dos representan, cada uno en su ámbito, dos manifestaciones de ejemplaridad superior. En consecuencia, la ejemplaridad tiene un elemento de creación, de innovación, de transformación, que por su propia naturaleza también implica experimentación, aventura, dudas, vacilaciones e incluso errores.
–Dices que solo es real lo que se puede pensar y solo se puede pensar lo que se puede expresar con palabras. ¿Si algo no se puede nombrar es que no se puede pensar? ¿Se pueden conceptuar todas la experiencias?
–A lo que me refiero es que no me gusta esa filosofía que utiliza un lenguaje codificado como coartada para no desvelar su falta de ideas. Si tienes que decirme algo dímelo con precisión, con claridad y si puedes, incluso, con elegancia. Y esa es la misión de la filosofía, iluminar un sector de la realidad con conceptos diáfanos, diamantinos, clarificadores, luminosos. Otra cosa distinta es que hay veces en que la filosofía haría bien en callarse. Estoy pensando, por ejemplo, en escribir un artículo, un ensayito, que se titule Lo inconsolable. Hay momentos en los que el hombre o la mujer tiene experiencias de una injusticia y de un dolor totalmente inconsolables. Pongamos por caso la muerte de una persona querida o el desamor. En esas situaciones uno no quiere ser consolado, porque la única manera de hacer justicia al dolor que uno siente es, precisamente, no admitir consuelo, sino hacer duelo. Y cuando determinadas personas tratan de consolarte con buenas palabras lo rechazas. Es igual cuando la filosofía trata de explicar determinados acontecimientos de forma que no te convence. Porque hay determinados momentos en los que la experiencia te pone ante situaciones de mal radical. No es posible llenar la experiencia de lo inconsolable con palabras supuestamente razonables, supuestamente explicativas o justificativas de lo que te ha ocurrido. Sobran las palabras, incluidas las palabras filosóficas. Lo que digo es que aquello que tenga que hacer la filosofía que lo haga con palabras claras, luminosas y, si es posible, precisas y, si es posible, elegantes. Lo cual no quiere decir que todo en este mundo se pueda apresar en la cárcel del concepto.
–Y sin irnos a experiencias de mal radical, sino de otro tipo, pienso, por ejemplo, en un movimiento como el surrealismo donde, entre otras cosas, los creadores intentan plasmar visual o verbalmente su mundo onírico. ¿Cómo se explican sentimientos que se experimentan pero que no se han verbalizado nunca?
–El surrealismo es, justamente, el deseo de liberar fuerzas irracionales. Es una vanguardia que trata de cuestionar un exceso de racionalismo de la tradición estética, artística, literaria, filosófica; y hacer justicia a ese lado irracional, onírico, instintivo, que también forma parte de la condición humana. La finalidad del surrealismo es liberar esas fuerzas irracionales. Pero yo, como estudioso del surrealismo, puedo expresar con precisión, con claridad, e incluso con elegancia, cuál es la finalidad del surrealismo. Lo que no puedo hacer es explicar de manera surrealista qué es el surrealismo. Y lo que yo encuentro en filosofía es que tratan de expresar, de manera caótica, qué es el caos. No. Yo creo que se puede expresar de manera precisa, exacta, luminosa y elegante qué es el caos. Y, en determinado momento, si piensas que sobran las palabras, cállate. Por cierto, pienso que el surrealismo ha producido estragos en la cultura contemporánea. Hoy cualquier persona escribe un poema juntando cuatro palabras y piensa que como emula el surrealismo ya es poesía. O cualquier artista reúne cuatro trapos, los combina de una manera sorprendente y ya piensa que también es una obra de creación. El surrealismo, que tuvo una influencia extraordinariamente liberadora dentro de esa cultura de la liberación que mencionamos al principio de la conversación, está produciendo estragos y está legitimando ocurrencias sin ningún mérito.
–Precisamente, tú diriges una institución de prestigio y bien reconocida en el mundo de la cultura como es la Fundación Juan March. Sé que eres favorable al reconocimiento del artista por cuanto sus obras tienden a darnos felicidad pero, como acabas de decir, hay veces que parece que, en arte, todo vale, y a la última edición de la feria de ARCO, o cualquiera de las anteriores, me remito.
–Llega un momento en que las cosas que pasan en el arte plástico, lo que ocurrió con la crisis del Macba o el vaso de ARCO… No es que esté a favor o esté en contra de la escultura o el vaso medio lleno de agua, es que me dan exactamente igual. Creo que el vaso o la escultura del Macba son obras de arte extremadamente anticuadas y polvorientas. Responden a un modelo de arte que hace 30 ó 40 años ha dejado de ser fecundo. Ten en cuenta que el vaso de agua se exhibe en ARCO un siglo después de La Fuente de Duchamp y representa algo mucho menos transgresor que el famoso urinario del artista francés. Que un siglo después de alguien que te pone un urinario cuando todavía se estaban haciendo cuadros con factura bastante tradicional, otro te ponga un vaso de agua es… No sé, es como… A veces he puesto este ejemplo: es como hacer topless en una playa nudista. Es algo muy anticuado, insignificante, irrelevante. Yo creo, como antes te decía, que el paradigma de la liberación que en el ámbito del arte ha sido sobre todo el de la experimentación y la vanguardia, en todas sus manifestaciones, ese paradigma ha dejado ser fecundo y tenemos que buscar otro sobre el que también he explorado y que yo menciono como el arte de la ejemplaridad. Todos estos, que ya son epígonos de los epígonos de los epígonos del arte de la liberación, no nos ayudan a pensar ni a sentir en las direcciones del nuevo arte.
–Vamos a entrar en un terreno distinto, el de la muerte. Tú sientes la muerte como indigna. Mi pregunta es: ¿Indigna para todos? Es decir, si se le confiere el sentido de indigna por poner fin a una vida digna, qué pasa con aquellos que no la tienen porque la sociedad no se la ha conferido o porque ellos la han rechazado. Y pienso en este punto en mucha gente humillada y vejada. Y pienso en otro caso totalmente distinto, como el de la tragedia aérea de Germanwings. La muerte de los pasajeros y la tripulación fue ciertamente indigna. ¿Cómo catalogar la del copiloto que buscaba el suicidio sin importarle la vida de los demás?
–Una de las grandes conquistas de la humanidad en el último siglo ha sido el reconocimiento de la misma dignidad de todo hombre por el hecho biológico de serlo. Toda persona es titular de una dignidad. Hasta cierto punto, ser poseedor de una dignidad te convierte en un acreedor respecto al resto de la humanidad. La humanidad tiene una deuda contigo que es respetar tu dignidad, incluso aunque tu vida indigna desmienta tu dignidad de origen. Hasta Hitler y Stalin, que hicieron de su vida una abominación, desmintiendo con sus actos su dignidad de origen, como hombres tendrían derecho siempre a determinados comportamientos por el resto de la humanidad en consideración a esa dignidad de origen. Es a esa dignidad de origen a la que me refiero cuando digo que siempre morir es una indignidad. Porque la naturaleza nos dota de esta dignidad moral, hemos tenido ese desarrollo de la vida cuya culminación es la vida individual, inteligente y moral, cuya mejor expresión es la subjetividad moderna; y sin embargo, nos permite tener conciencia de nuestra dignidad y luego nos aboca a un final indigno que es la muerte. Tan es así que uno de los imperativos morales más fuertes que yo conozco sería aquel que dice: «Haz que tu muerte sea injusta», es decir, compórtate de tal manera que tu muerte sea específicamente y particularmente injusta. Que todo el mundo perciba que es una pena y una injusticia estructural que una persona como tú muera, que se debería retener tu ejemplo como algo de tal valor que se hace evidente que la destrucción de ese individuo es algo que no debe ocurrir, algo que es injusto que ocurra. Por tanto, el comportamiento del copiloto es de una atrocidad inimaginable, pero incluso ese copiloto tiene una dignidad de origen.
–Hablemos ahora de democracia y, en concreto, de la de España. Una democracia algo tardía que en el contexto de la crisis reciente ha visto tambalearse algunos de sus pilares.
–He hablado muchas veces de la Historia de España como el relato de un advenimiento tardío a la modernidad. La modernidad occidental, la modernidad ilustrada, ha sido siempre la de los estados en los que se ha dado protagonismo a la clase media, que es la clase donde se sintetizan el extremo de la minoría privilegiada y el otro extremo de un proletariado lumpen sobre el que quería trabajar Marx. Cuando el proletariado se ilustra se convierte en clase media, y esa clase media tiene capacidad de presionar sobre la minoría privilegiada para que redistribuya. Los estados modernos han sido un pacto por el cual la clase media renuncia a la revolución a cambio de que la clase privilegiada renuncie a parte de sus privilegios y admita redistribuir su riqueza. Hay redistribución y no hay revolución. Y eso es la clase media. La clase media prosperó en otros países occidentales a partir de los siglos XV, XVI y XVII. En España solamente adquirió protagonismo a partir de 1975 que es el momento de la mayoría de edad de la clase media en nuestro país. Tardíamente accedimos a la modernidad. Como dice Locke, primero propiedad y después libertad. Y en España, efectivamente, llegó primero el seiscientos y después la transición política y la Constitución. Y una vez ya que tenemos seiscientos y tenemos libertades políticas, con ese protagonismo nuevo de la clase media, España se incorpora a la modernidad. Pero claro, se incorpora con una libertad estrenada mientras otros países llevaban dos o tres siglos de educación sentimental de la libertad.
–¿Por eso las estructuras se han resentido más aquí con la crisis?
–Yo estoy muy orgulloso del progreso que España ha hecho como pueblo a partir de 1975 y también estoy muy orgulloso, pese a todo, del comportamiento de España durante la crisis. Así como las dictaduras pueden basarse en ciudadanos incultos, porque lo único que se espera de ellos es la obediencia, en las democracias los ciudadanos, que se obedecen solo a sí mismos, tienen que ser cultos; como titulaba uno de mis artículos, tienen que tener Visión culta y corazón educado. En esta crisis yo creo que la visión que han ofrecido los intelectuales de España ha sido extremadamente inculta pero el corazón de la ciudadanía ha sido muy educado. Y, de hecho, siento cierto orgullo de cómo excesos que esta democracia joven había cometido en los años ochenta y noventa los ha purgado en la crisis. Tengo la intuición de que España va a salir, en gran parte, más madura y más moderna y más ilustrada que antes. Ese es mi balance. ¿Quiere decir que es una democracia de alta calidad? Es una democracia joven, en determinados aspectos apresurada, sin instrucciones de uso –estamos improvisando las instrucciones de uso de nuestra libertad en estos pocos años en que llevamos disfrutando de ella– y que necesita mejorar, pero que ha demostrado gran capacidad proponiendo al mundo un ejemplo prácticamente sin precedentes, que es un acceso a la modernidad sin violencia como fue la Transición en 1975. Mientras que hubo una revolución en Inglaterra, en Estados Unidos o en Francia, en España hubo una modernidad tardía y las revoluciones fueron guerras civiles. Pero, cuando hemos accedido definitivamente a la modernidad ha sido de una manera pacífica y, por tanto, admirable. Ahora, durante la crisis, España ha demostrado tener capacidad de resistencia, capacidad de innovación y capacidad de superación, que hacen que en este proceso de ir aquilatando la democracia a la libertad hayamos dado un gran paso.
–Leímos hace unos meses en la prensa que el Govern de Catalunya denunciará ante la comunidad internacional la «democracia de baja calidad» en España. La organización del Estado que nace de la Transición nos presenta un modelo de muchos poderes, fragmentados y divididos, una poliarquía que permite, por ejemplo, que desde una región, haciendo uso de su autonomía, critique y trabaje para salir del país con la financiación que recibe del mismo Estado.
–Es normal. No quiero decir que lo justifique ¿eh? Pero es razonable y esperable que en épocas de gran dolor como las que producen las crisis, con un dolor que muchas veces se tiene la sensación de que está mal repartido y que hubiera sido evitable en parte si los causantes se hubieran comportado de una manera más diligente o más honesta, es normal que eso produzca sentimientos de resentimiento hacia el sistema. Y esos sentimientos pueden tener un carácter de antisistema por parte de determinadas capas sociales –y ahí tenemos el fenómeno Podemos– o de una región respecto al todo, y ahí tenemos el independentismo. Yo miro Podemos y el independentismo como parte de un mismo sentimiento antisistema. Lo cierto es que el independentismo y Podemos están rivalizando por el mismo terreno en muchos aspectos. De manera que si esta España pronto demuestra capacidad para superar la crisis seguramente los dos sentimientos antisistema, el de Podemos y el del independentismo, irán remitiendo.
–Las responsabilidades te pueden llegar por esfuerzo, por herencia… incluso, a veces, por tu mala cabeza. Pero otra cosa es como te legitimes en el ejercicio de esa responsabilidad, ya sea como padre, como presidente de la comunidad de vecinos o como Secretario General de las Naciones Unidas. En este sentido, ¿ves legitimada la Monarquía en España?
–Me gusta insistir en el hecho de que la Constitución de 1978, que como toda constitución tiene un elemento racional, legal, abstracto, intemporal, sin embargo, introdujo dos momentos de legitimación histórica: las comunidades autónomas y la dinastía. Porque la legitimación de las comunidades autónomas es histórica y la legitimación de nuestra monarquía también. En ese cuadro abstracto, despersonalizado, racional, introducimos esos dos momentos. En España estar en contra de la monarquía, dado que la reforma de la Carta Magna es muy rígida, es prácticamente estar en contra de la Constitución de 1978, porque la República no es viable con la constitución que tenemos y reformar justamente ese título en el que se regula la Jefatura del Estado implicaría un orden constitucional nuevo con, posiblemente, un poder constituyente nuevo. Con lo cual, hoy día, la inmensa mayoría de los ciudadanos son y tienen que ser monárquicos por razones prácticas, no por razones teóricas, no por razones dogmáticas. De igual manera que en España existen las comunidades autónomas. Tú podrás decir que estás en contra de las comunidades autónomas, y se oyen muchas veces en este sentido que dicen que ha sido un error todo el proceso autonómico y lo que deberíamos hacer es recentralizarlo todo y suprimir las comunidades y las diputaciones provinciales. Ya, pero es que, creas o no creas en las comunidades autónomas, hay que ser autonomistas por razones prácticas. Y es que nuestra constitución, que es de una reforma en este aspecto prácticamente imposible, ha establecido este sistema como ha establecido el sistema de la monarquía como Jefatura del Estado.
–¿Y cómo valoras en lo concreto a Felipe VI?
–Al hilo de lo que hablamos, un elemento adicional es si tú comprendes aquello que García Pelayo, el que fue primer presidente del Tribunal Constitucional, nombraba como el mito político, que puede ser mito en el sentido positivo, como una verdad no racional que permite una cohesión. En este caso la del Rey es una figura que no tiene poder coactivo en una administración que se caracteriza por un poder coactivo creciente. En el vértice de la pirámide, la Jefatura del Estado, donde uno esperaría el máximo poder coactivo, encuentras un símbolo, además personalizado en un individuo, su mujer, sus hijas… una familia. Porque además el poder coactivo difícilmente suscita empatía o adhesión, pero una familia sí, porque nosotros tendemos a personalizar los sentimientos. Con lo cual, en la cúspide del poder coactivo hay una familia que aspira a ser un mito político que logra personalizar los sentimientos y logra personalizar la estructura abstracta y burocrática del Estado y generar sentimientos de adhesión, simpatía, empatía, cohesión, y ser un símbolo personal de la unidad y permanencia del Estado. En lo que se refiere a Felipe VI creo que está haciendo unos esfuerzos, a mi juicio, con bastante tino, para una ejemplaridad de nuevo tono. Un tono que ya no tiene esos aires si quieres más jerárquicos, con unos aires menos paternalistas, menos del héroe de la Transición, papel que ejerció creo que con bastante éxito su padre, aunque no sin sombras. Esta es un tipo de ejemplaridad más del vivir y envejecer del que te hablaba antes, sin énfasis, sin solemnidades, sin paternalismos, sin aristocratismos, sin sensación de élite, sino más bien una ejemplaridad más a pie de calle. Y en eso creo que sí que está haciendo esfuerzos por adaptarse a una época más igualitaria como es la nuestra.
–Consideras bueno escandalizarse, porque el que se escandaliza lo hace comparando una situación con otra ideal en su propia conciencia. La gente se ha escandalizado con ciertos comportamientos políticos pero aunque la corrupción llena los juzgados no siempre se paga en las urnas. Parece que la economía pesa más que los escándalos.
–Es que el comportamiento electoral de la gente responde a motivaciones de lo más plurales. Si solamente existiera una razón que explicara el comportamiento electoral de la ciudadanía los pronósticos electorales acertarían siempre. Las urnas se utilizan para castigar comportamientos deshonestos, pero no solo. También, por ejemplo, en la lucha amigo-enemigo para favorecer a los propios y rechazar a los que tú consideras tus enemigos. También porque es posible que en aquel partido en el que ha habido corrupción, determinado líder logre que se visualice que él o ella no ha tenido nada que ver con esos casos. No soy experto en conductas electorales, pero sí que es obvio que no son únicas, no se pueden explicar por una sola razón. Puede que haya un elemento muy ideologizado, un voto muy político, que es el de aquel que quiere que ganen los suyos caiga quien caiga, bien porque tenga una adhesión ideológica fuerte, bien porque tenga una dependencia económica, profesional. En consecuencia, de ese votante no esperes un castigo a la corrupción sino al contrario, a lo mejor tiene temor de que otros castiguen a la corrupción porque quiere que ganen los suyos, no que ganen los buenos. Pero hay otras veces en que si hay un castigo.
–Ahora en muchos partidos se piden a sí mismos más autocrítica, pero pienso que es más bien una estrategia a corto plazo, que se fija solo en lo inmediato. Un recurso de esa velocidad supersónica que tú achacas al periodismo pero que, a veces, también se ve en otros sectores donde lo que pasó ayer a veces se olvida muy fácilmente. Quiero terminar nuestro diálogo preguntándote en qué campos de nuestra sociedad haría falta más filosofía.
–Has empezado esta pregunta de una manera en que te iba a contestar de manera muy fácil pero, al final evocas un conjunto de temas que me es muy querido y que requiere un cierto desarrollo. Nunca en un partido hay autocrítica, lo que hay es angustia ante determinadas expectativas electorales, porque lo único que legitima a los partidos es la victoria electoral. La política se rige por la ley del amigo-enemigo. Amigo es aquel que te ayuda a obtener tu objetivo, que es ocupar el poder desplazando al contrario. Si tú estás en camino de obtener ese objetivo no hay autocritica posible. Y si en cambio, de pronto, por determinados resultados electorales, gente que pensaba que en las próximas elecciones iba a obtener escaños ahora ve con temor la perspectiva de que no los va a tener, entonces se inicia la autocrítica. Pero no es tal autocrítica porque lo que en realidad está diciendo es que teme por el resultado electoral futuro y, a lo mejor, pide determinados cambios en la táctica política o propagandística para que ese escaño se consiga en la lucha de poder. Pedir a la política reflexión filosófica creo que es ignorar las leyes del mercado, es como pedirle a Telecinco que empiece a emitir documentales culturales. Oiga, Telecinco o La Sexta, cadenas muchas veces criticadas por el tipo de programas que emiten, son sociedades anónimas. ¿Tú le pides a un zapatero que venda determinados zapatos o a un frutero que venda determinada fruta? No. Lo que tienen que hacer es vender y vender mucho dentro de la Ley. Pues entonces tú podrás establecer determinadas leyes que regulen el comportamiento de las cadenas de televisión, pero una vez que respeten las leyes lo único que van a intentar es responder a la ley del mercado, que es vender más y ganar más dinero. Pues si ley del mercado es el máximo beneficio, la ley de la política consiste en conseguir el poder, idealmente por medios lícitos. Otra cosa es lo que se diga a los ciudadanos, la propaganda respecto al comportamiento.
–Entonces, ¿en qué otros escenarios dejaremos que lata el corazón de la filosofía?
–En cuanto a la filosofía creo que tiene poco que hacer en la ley del mercado y la ley de la política pero, en cambio, tiene muchísimoque hacer en la sociedad. Escribí hace poco un artículo que se titulaba Todo cuanto necesitas en la vida es filosofía. Lo único que necesitas en la vida es filosofía, porque todo lo que existe satisface los deseos del hombre y de la mujer y la filosofía moldea esos deseos. Porque la filosofía es la interpretación del mundo. Todos interpretamos, todo el mundo tiene una imagen de la vida. La única diferencia es que unos tienen una interpretación más inteligente, más sosegada, más articulada, más refinada, una interpretación de la vida que le lleva a vivir mejor, a comprender mejor, a sentir mejor, a hacer de la vida algo más digno de ser vivido, con mayor capacidad de entusiasmo y transformación, con mayor ilusión respecto a determinado ideal. Todo el mundo es filósofo.
–¡Menuda responsabilidad saber que de la filosofía de hoy dependerá la vida del mañana!
–Me pregunto quién se hace responsable del largo plazo. Tú y yo ahora estamos utilizando un lenguaje que es el resultado de personas que han creado palabras o un nuevo significado para ellas. Y con esas palabras tú y yo nos comunicamos, y tú y yo pensamos cuando estamos en soledad, y tú y yo vemos el mundo de una determinada manera utilizando palabras prestadas que han creado otros. La misión de la filosofía es crear un conjunto de palabras, de metáforas y de significados que tomarán en préstamos las personas dentro de 20, 25 ó 30 años, con las que se comunicarán entre ellos, se pensarán a sí mismos y verán el mundo. Con lo cual, la misión de la filosofía es importantísima, porque es la creadora de las palabras que tomarán en préstamos las generaciones futuras, pero no tiene el ritmo supersónico de la política o del periodismo, sino el ritmo geológico de las realidades humanas que necesitan tiempo para ser incorporadas, interiorizadas y apropiadas por los individuos.