Hebrón – Cisjordania “Tienes que pasar el checkpoint más cercano a la mezquita de Ibrahim, enH2, y dirigirte a la calle Al-Shuhada, en la zona controlada por los israelíes, a mí no me dejan salir –me dice Hashem por teléfono–, te veré aquí”. Dejo atrás las estrechas calles del mercado, abarrotadas de tenderos palestinos que venden carne, fruta, teléfonos móviles o utensilios de cocina y, nada más pasar el control, me encuentro con una ciudad fantasma. Al-Shuhada, en el corazón de Hebrón, una avenida otrora atestada de negocios de verduras, colmados, peatones, taxis y pequeños camiones de reparto, es hoy la viva imagen de los efectos provocados por los asentamientos israelíes en una de las ciudades más antiguas de la región. De los comercios regentados por palestinos, cerrados por el Ejército de Israel “por motivos de seguridad” al inicio de la Segunda Intifada, en septiembre del año 2000, no quedan más que sus persianas tapiadas, ajadas por el paso de los años.
Situada a 30 kilómetros al sur de Jerusalén, Hebrón (Al-Jalil, en árabe) es la ciudad más poblada de Cisjordania, y la única que cuenta con asentamientos judíos en su interior. Esta conflictiva localidad está hoy dividida en dos. La Autoridad Nacional Palestina (ANP) controla la zona denominada H1, que supone el 80% de la ciudad, y el Ejército israelí mantiene el control sobre el 20% restante (el centro de la ciudad antigua), conocida como la zona H2. En H1 sólo viven palestinos, unos 120.000, mientras que en H2 residen cerca de 500 colonos judíos por 35.000 palestinos y, atención, 4.000 soldados israelíes que velan por la seguridad de los colonos.
Los cuatro asentamientos judíos concentrados alrededor de la calle Al-Shuhada, bautizada como la ‘calle del Apartheid’ y cuyo acceso tienen prohibido los palestinos, en pleno H2, convierten el día a día de los árabes residentes en la zona en una angustia constante. Los numerosos checkpoints –una veintena en menos de un kilómetro cuadrado– dificultan sus desplazamientos y algunos trayectos de no más de 500 metros se hacen eternos. Además, “las agresiones a palestinos por parte de los colonos en el sector H2 están a la orden del día, incluso a niños”, explica Hashem, reclinado sobre la persiana bajada de la que un día fue la tienda de su vecino.
A pesar de sus sesenta y tantos años, y tras una vida de sufrimiento y tensión permanentes, Hashem Azzeh, de complexión delgada y expresión serena, mantiene un espíritu juvenil. Su mujer, sus tres hijos y él forman una de las pocas familias palestinos que han resistido y residen a escasos 100 metros de la ‘calle del Apartheid’, que tienen prohibido pisar. Su casa está rodeada de residencias de colonos. Hace diez años, un millonario judío estadounidense le ofreció una gran suma de dinero por su pedazo de tierra. “No pienso rendirme, no me echarán tan fácilmente”, avisa. Su abuelo tuvo que huir de Jaffa –al sur de Tel Aviv– durante la guerra árabe-israelí de 1948 y se refugió en Hebrón. “Y ahora pretenden echarnos también de aquí”, se lamenta. La mitad de los hogares palestinos del sector H2 han sido abandonados.
Desde que rechazó la oferta, los colonos le hacen la vida imposible. A la entrada de su pequeño jardín, cuyos olivos “han sido –explica– destrozados por los judíos”, señala a su vecino, un ultraortodoxo de mediana edad y larga barba negra. “Fue él. Pegó una paliza a mi mujer cuando estaba embarazada de mi tercer hijo. Llegué a casa y le sorprendí golpeándola. Me puse furioso, pero no puedo hacer nada; tienen armas y el Ejército les protege”. Unos quince metros le separan del agresor de su mujer, con el que se cruza a diario.
Ni siquiera la escuela para niños palestinos, separada de la calle Al-Shuhada por un amasijo de púas metálicas, está a salvo de posibles ataques por parte de los colonos. Una improvisada alambrada y las ventanas reforzadas con metales resistentes protegen a los críos de loslanzamientos de piedras y otros objetos de que han sido víctimas en numerosas ocasiones.
En casa de Hashem no hay ni un cuchillo de cocina. Los palestinos residentes en H2 los tienen prohibidos. Los soldados israelíes irrumpen regularmente en las viviendas y realizan registros para asegurarse de que no hay armas. Exactamente lo contrario ocurre con los colonos. Los habitantes de los asentamientos exhiben sus armas sin miramientos cuando salen a la calle.
Los episodios violentos por ambas partes han sido una constante durante las últimas décadas. No obstante, la matanza perpetrada por Baruch Goldstein, un habitante de un asentamiento contiguo a Hebrón, que acribilló a tiros a 29 palestinos que rezaban en la mezquita de Ibrahim (tumba de los Patriarcas para los judíos) en pleno ramadán, en febrero de 1994, marcó un antes y un después en la Historia reciente de la ciudad. Aunque la masacre fue condenada por la mayoría de la sociedad israelí, una minoría de sionistas radicales la elogió. Algunos de ellos, que definen a Goldstein como un mártir, residen hoy en los asentamientos de Hebrón y comparten vecindario con familiares de las víctimas.
Hashem no es optimista respecto al progreso de las relaciones entre judíos y musulmanes en Hebrón: “Pueden estar seguros de que no pienso moverme de mi casa. Quienes deben irse son ellos, que no sólo están ocupando de forma ilegal unas tierras que son nuestras, sino que nos privan de nuestros derechos más básicos”. En efecto, la Comunidad Internacional considera ilegales los asentamientos en los Territorios Ocupados. Hechos tan inoportunos como el reciente anuncio de la construcción de más de 1.400 nuevas viviendas en asentamientos en la zona ocupada palestina por parte de Israel no son más que trabas al ya de por sí complejo y eterno proceso de paz entre Israel y Palestina.
Recorro el trayecto desde casa de Hashem hasta la mezquita de Ibrahim en sentido inverso. Crece mi angustia a medida que los soldados –en pie de guerra, ataviados con chaleco antibalas, casco, botas reforzadas y fusil– me revisan el pasaporte en cada control. Angustia de pensar en los miles de palestinos, niños y adultos, que comprueban a diario cómo la tierra en que nacieron y crecieron es prácticamente inhabitable. Antes de pasar el último checkpoint, un elocuente grafiti en la pared me recuerda el horror del Holocausto: “Gas the Arabs”.
FOTO DE PORTADA: Mercado de frutas y verduras, Hebrón / JAVIER BERNATAS GARAU