Ha muerto un torero. Un hombre, joven por añadidura. La tauromaquia es un asunto sentimental para mí, una de esas herencias familiares con las que uno carga desde que abre los ojos y respira el mundo. Mi abuelo, el padre de mi padre, era un aficionado de esos antiguos que salen en Muerte en la tarde o en la biografía de Belmonte; de esos que conforman el fondo del tapiz resaltando las figuras centrales de la trama, que son los toreros.
Mi padre heredó de él la querencia por ese mundo, los giros lingüísticos, los patrones socioculturales y los referentes de las analogías. Cuando le pido dinero rezonga mirándome divertido, y me pregunta qué pasa, si creo que tengo un padre matador de toros. Lo grande y lo pequeño, el triunfo y la derrota, se miden por salir a hombros por la puerta grande o embadurnado de bochorno como Cagancho en Almagro.
Yo heredé ese universo literario, referencial, compuesto de tauromaquia. Todavía me paro delante de un bar de mi pueblo que sigue dando los toros por televisión; todavía sigue yendo gente, todos viejos, arrugados, profundamente señores, con sus cigarros y aún puros. Con sus pañuelos y hasta alguno, con su chaqueta. Es un mundo decadente pero todavía vivo que transpira códigos y rituales que cada vez menos gente entiende.
Mi abuelo cogía el tren por la mañana y se iba al Puerto de Santa María cuando era joven y se gastaba lo que tenía bebiendo, comiendo y viendo toros. Luego volvía en el último tren del día a Chipiona. Cuando fue viejo, el bar de la esquina era la Meca de sus peregrinaciones cada vez que el Plus daba San Isidro, la Feria de Abril, Valencia. Aún sigue habiendo bar de la esquina. De los toros me interesa lo literario, eso que lo envuelve y lo cimbrea transformándolo desde dentro y dándole la vuelta hasta dejarlo en el mismo lugar donde empezó, pero cambiado: lo que Lorca llamó “lo inefable”, y que es eso, lo que no se puede ver ni agarrar, sólo sentir o advertir y durante sólo un instante. Como el rayo de sol que se filtra por la ventanilla de un avión, en la bóveda de encima de las nubes, o la franja en tecnicolor del Atlántico crepuscular. Algo que sólo se entrevé durante un frame. El color de los trajes con que los toreros se ciñen el cuerpo. El rojo de los burladeros. El oro quemado del albero o eso descrito como trapío que es la silueta azabache del minotauro suspendida en el aire sobre la puerta de toriles.
“Trompa de lirio por las verdes ingles” escribió Lorca cuando un toro mató a su amigo Ignacio Sánchez Mejías. Ha muerto un hombre joven, un torero, en Teruel, y brilla con una claridad cegadora la descripción del poeta. Porque una cornada nunca fue tan esquilea ni tan cruel como la que raspa la tela verde, o roja, o rosa, del pecho de un hombre. De un hombre joven, por añadidura.
Nunca vi saña, ni eso tan mezquino que el vulgo llama morbo, ni nada que pueda llamarse diversión o entenderse como tal entre la plebe, en los aficionados a la tauromaquia. Lo único que percibí en los ojos y en las voces era eso, lo de Lorca: el ansia de agarrar con las manos lo inefable, expresado, o bien manifestado un segundo por un movimiento conjunto del hombre, la bestia y la muerte. La armonía cósmica de Aristóteles, música con que se intenta codificar en un lenguaje inteligible el intercambio entre las fuerzas que configuran la realidad. Pero qué son estas palabras frente al mugido que sale de la zahúrda.