Grecia acaba de ponerle un dique al tsunami neoliberal que gobierna la mayor parte del Primer Mundo desde hace décadas. El ‘no’ a la Troika, apoyado por el 61 por ciento de los griegos que fueron a votar en el referéndum más seguido en España desde el que aprobó nuestra Constitución en 1978, no deja dudas. El mensaje es claro, primero toca ocuparse de las personas, que luego ya habrá tiempo para pagar la deuda y saciar a los mercados.
Semejante acto de rebeldía se ha podido emprender por dos razones. Primero, por la osadía y el compromiso de Syriza, el partido que gobierna Grecia desde hace medio año, que ha medido muy bien los tiempos en la negociación con Bruselas y no se ha arrugado en los momentos clave. Con la dimisión de Varoufakis, el plan helénico de apretar antes para poder negociar después en condiciones más igualitarias se va desvelando como sensato. No por casualidad estos griegos inventaron la palabra estrategia, «el arte y la traza para dirigir un asunto».
Segundo motivo: el referéndum ha podido llevarse a cabo porque Grecia es un miembro de la Unión Europea. Suena a paradoja, pero formar parte de esta alianza ha permitido a los griegos asentar una democracia (corrupta y poco representativa, pero democracia con elecciones cada cuatro años y todos los avíos propios del sistema multipartidista) en uno de los países más condicionados por el final de la Guerra Fría y la división del mundo en dos grandes bloques al ser frontera entre capitalismo y comunismo. Aunque de forma ficticia, Grecia ha sido (y sigue siendo) parte del Primer Mundo. Por lo tanto, los griegos gozan de los privilegios de la civilización occidental. Pueden convocar elecciones, referéndums y la libertad de expresión permite que se defiendan ideas contrapuestas. Cuando no han podido soportar más corrupción interna y más exigencias draconianas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo, se han salido por la tangente votando en masa a Syriza y apoyando el referéndum que su Gobierno ha promovido para frenar los mordiscos de las dos instituciones que más daño han hecho en el Tercer Mundo tras las descolonizaciones.
Grecia es hoy el orgullo del Tercer Mundo. Ellos han tenido la posibilidad que tantísimos estados sudamericanos, asiáticos o africanos no han disfrutado. La posibilidad de decidir democráticamente que con los acreedores se negocia de forma justa. Aunque haya jugado a ser Primer Mundo, a Grecia se le han visto las costuras con el paso de las décadas. Integrada en la UE en 1981 por motivos puramente geoestratégicos, el país donde nació la democracia se ha sentado en una mesa que no era la suya. Animada por el crédito y las ayudas que llegaban del norte de Europa, los gobiernos griegos jugaron a la ruleta en un casino que se les quedaba grande antes de atender los problemas de sus ciudadanos. Los mismos que les animaban a jugar son los mismos que llevan años reclamándoles las deudas. No hay que ser un experto en el cine mafioso para saber cómo reclaman los capos que se cumplan los impagos. La escena no puede ser más cotidiana: Europa es el banco que permite que un mileurista se hipoteque y luego le exige que siga pagando unas letras sobrecargadas de intereses cuando se queda en paro. Pagar o llenar mínimamente la nevera, esa es la cuestión cuando la espada de Damocles se llama desahucio. En el caso griego, desahucio de la soberanía nacional.
La hipocresía de gobiernos como el alemán asusta. La Historia es una puerta giratoria llena de desmemoriados. Solo hace falta tirar de hemeroteca para ver cómo los gobernantes griegos (y de otras muchas naciones) le levantaban sanciones y perdonaban deudas a la Alemania Occidental que intentaba recuperarse del nazismo y la II Guerra Mundial tras haber sido bombardeada con esmero por las tropas aliadas y haber perdido un tercio de su superficie tras la división del país entre las tropas vencedoras. En un par de décadas, gestos de solidaridad como este se olvidaron en la Cancillería germana. Desde que integraron a Grecia en la UE –y han tenido 34 años para hacerlo–, los socios del club más selecto del continente no han movido ni un dedo para aliviar las tensiones territoriales entre griegos y turcos, contentando a los nacionalistas helénicos más resentidos con el antiguo ocupante otomano y evitando que Turquía entrara en la Unión, como lleva lustros pretendiendo. No solo se perdió una ocasión de oro para que las entrañas europeas aceptaran el Islam como parte de su ser, normalizando la situación legal e identitaria de millones de emigrantes turcos en Alemania, Bélgica u Holanda, sino que se condenó a Grecia a ser uno de los países del mundo con más gasto militar por habitante. Ese ha sido un pecado demasiado grande como para pasarlo por alto.
En la República del Egeo viven 11 millones de personas. Más de 400.000 de esos griegos son soldados. Un 3,63 por ciento de la población está militarizada. Su fuerza activa (militares que no estén en la reserva) es prácticamente igual a la de España, que tiene cuatro veces más habitantes. En Alemania, la población llega hasta los 80 millones y, en cambio, apenas hay 900.000 efectivos en el Ejército. Los intereses en Chipre, dividido entre ortodoxos y musulmanes, y el recuerdo del genocidio que exterminó a la población griega en las ciudades de Asia Menor (comunidades que llevaban viviendo en esas ciudades desde la Antigüedad; más de medio millón de asesinados) durante el gobierno de Atatürk han justificado este disparate militar en un país donde la corrupción y la complicada combinación entre clima y orografía hacían imposible que mejoraran realmente las infraestructuras terrestres o se industrializara el territorio. Que Alemania sea uno de los principales mercados de armamento donde compra Grecia es algo que no sorprende a nadie a estas alturas de la película.
Nunca he visitado Grecia (asignatura pendiente), pero tras cinco minutos de charla con cualquier nativo o con los viajeros que acuden al Egeo casi anualmente (y es que la Hélade engancha y mucho) siempre se llega a la misma conclusión: el continente está empobrecido y en las islas se goza de una cierta bonanza económica gracias al turismo. Atenas, en cambio, vive en una decadencia horrorosa desde hace décadas y muchos de los visitantes juran no volver a poner un pie en la capital una vez vista la Acrópolis. Establecer paralelismos con España parece inevitable. Porque llevamos la misma sangre mediterránea. Porque nuestro pasado cultural necesita de reivindicación. Porque la especulación ha hecho estragos en los 80 y 90, esos años en los que nos creímos los mejores y nadie se preocupó por cimentar una buena base económica. Porque nuestra música y nuestra gastronomía se parecen casi tanto como nuestros rostros. Porque fuimos navegantes y, luego, emigrantes sin remedio. Allá donde haya un vasco o un gallego, un griego compartirá vecindario con ellos, ya sea en Buenos Aires, Sídney o Nueva York. Y, porque como buena tierra de contrastes, las guerras que enfrentaron a fascistas y nazis con comunistas, socialdemócratas y liberales hace casi un siglo han hipotecado gran parte de los futuros español y griego.
Si aquí tuvimos una Guerra Civil, en Grecia, tras tantos siglos luchando por su independencia, la sociedad se dividió en dos tras la invasión nazi. A un lado, los colaboracionistas. A otro, los partisanos, que como en los Balcanes o Italia, lograron expulsar al totalitarismo invasor. La Guerra Fría lo condicionó todo después. Grecia pasó a ser territorio OTAN, una cuña en medio del socialismo estalinista. El miedo a la hoz y al martillo justificó levantamientos militares, que acercaron a la Península Helénica a la realidad política que se vivía en Sudamérica. Solo así, palpando los surcos históricos, es posible comprender cómo en el Parlamento griego se sientan comunistas del ala dura (y no me refiero a Syriza, sino al KKE, marxistas acérrimos y nostálgicos de Stalin) junto a los neonazis de Amanecer Dorado, unos muchachos que harían las delicias de LePen el viejo si hubieran nacido franceses. Grecia es Syriza, pero también milicias paramilitares socorriendo a los ultranacionalistas serbios de Slobodan Milosevic en la Guerra de los Balcanes hace apenas 20 años.
Con estos ingredientes, comienza una negociación que se presenta apasionante para la Historia reciente de Europa. El día en el que los países de la cuenca mediterránea pusieron frente al espejo sus miserias y contradicciones puede que haya llegado. Al menos, para Grecia. No se trata de renegar de Alemania, el Benelux y los socios escandinavos, sino de darse cuenta que, como rimaba Benedetti, en Europa, «el Sur también existe»; que no estamos tan lejos del Magreb para lo bueno y para lo malo, y que contamos con las mismas miserias morales que en América, aunque todavía con mucha menos pobreza y desigualdad social. Si en la negociación que comenzará en breve se huye del maniqueísmo que divide la UE (entre trabajadores y honestos, y vagos y corruptos) se podrá establecer una alianza no hipócrita en Europa. Grecia marca el camino. Si no lo seguimos, aquí, al oeste del Mare Nostrum, nos veremos condenados de por vida a ser el México europeo, ese cuerno de la abundancia para llegar al Norte con el que seguirán soñando millones de africanos por muchas vallas que nuestro Ministerio del Interior plante en las fronteras. La pregunta, en clave española, es la siguiente: ¿Tenemos capitán y tripulación en España para seguir a los griegos en semejante Odisea?