Feijóo es el claro ganador de las elecciones gallegas. Con la que está cayendo en la Comunidad Valenciana y en Madrid, solo dos ejemplos pendientes de sentencia firme, Galicia hace la vista gorda para refrendar el mandato de un candidato cuyo partido actúa a nivel nacional como una mafia que se lucra del dinero público que aporta precisamente el votante. Paradójico. Pero es un hecho que la mayoría de los gallegos están encantados con que un hombre que representa a este partido y por tanto los intereses de la clase pudiente en detrimento de las clases media y baja siga gobernándoles, como si la mayoría de la población en Galicia no viviese en zonas rurales, como si las infraestructuras y el estado del bienestar de sus vecinos los tuviese en mente Feijoo como una prioridad absoluta, como si un hombre que apenas domina el idioma propio (y se nota mucho que solo lo habla en público por verse obligado) fuese la mejor apuesta, como si al oírle hablar se sintieran protegidos, como si no temiesen que de gobernar otra vez Rajoy, con la palmadita en la espalda de su pupilo, congele las pensiones, y sus hijos y nietos sigan en paro o perdiendo el sueño porque cualquier día se verán en la calle.
En Euskadi y Catalunya no piensan igual. El PP allí ya no goza apenas de confianza, más que de los votantes que, por muy hasta el cuello que su partido del alma esté de mierda, le votarán con los ojos cerrados, y es por eso que queda relegado a las últimas posiciones, por detrás de Podemos, un partido no constitucionalista, según lo definen. En cambio los gallegos siguen siendo fieles a la impronta que dejó Fraga, adalid de una batalla moral que hoy en día sigue dando resultado y que ganó en su día este titán político, superviviente del franquismo, a base de constancia, consistente en hacerle creer al ciudadano menos instruido y más aislado en la sinuosa orografía gallega que seguir votando a quien le oprime y le deja física y mentalmente apartado va a ser siempre mejor que arriesgarse. Basta con decir su nombre para ver la reacción de la gente mayor.
Otra cosa es lo que ocurre en las ciudades, donde En Marea se ha visto que arrasa. Se revelaron en las últimas elecciones locales, y en un feudo tan importante como Santiago la extrema izquierda parece haberse apoltronado y estar a gusto como para quedarse una temporada, igual que en A Coruña, donde le dieron un codazo a la derecha para tomar posesión de la silla y asaltar los cielos. Ferrol se resiste, de momento, o quizás es mucho esperar que vire tanto el viento en una ciudad tan contradictoria.
Lo que está meridianamente cristalino es que Feijóo continúa en su puesto, que no le echan. Habrán pensado los gallegos que lo hace bien, que ningún otro podría hacerlo mejor, que la siglas a las que representa no pueden frenar su ascenso fulgurante siendo como es un hombre de valía, si bien también individualista. Porque debió de pensar que la pila de estiércol con que se abona su partido no era el pedestal propicio para hacer campaña y por eso apeló a su persona como valor seguro para el futuro de Galicia. Quiso desmarcarse de lo que apesta y enseguida le dieron un toque. Pero él va caminando a paso rápido, por ahora detrás de Rajoy, por ahora dando vueltas por la tierra de ambos, aunque quién sabe, tal vez le pase delante algún día no muy lejano y se plante en la Moncloa como mejor candidato nacional. Y huele a que así será. Tiene votos y ganas.