El hombre que inventó Macondo fue un periodista. Escritor de obras que no caducarán nunca como Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera, pero periodista de cabo a rabo. Así se reivindicaba Gabriel García Márquez cada vez que podía. Ser periodista era algo tan propio como podía serlo su eterno bigote. Demostrando, de alguna manera, que el periodismo escrito se puede ejercer más allá de las páginas de un diario. En su trayectoria literaria se refleja esa formación en redacciones de periódicos –El Universal, El Heraldo…– en los que las informaciones llegaban por boca de sus protagonistas y rara vez por teléfono. La calle contaba, en todos los sentidos. En la Colombia de la década de los 40 y 50, Internet, o cualquier cosa que se le pudiera parecer, era tan solo tecnología sacada de un relato de ciencia ficción. En los suyos, en sus narraciones, García Márquez puso en escena el realismo mágico.
Todo era ficticio y estaba recubierto de un barniz de misterio. Pero, a la vez, lo que se contaba bien podría haber ocurrido en aquella Colombia –su prisma mas cercano para mirarle el vientre a América Latina– de tensiones y luchas que, tanto en los siglos XIX y XX, arrasaron un país rico en recursos, partiéndolo en dos: los que tenían mucho y los que apenas podían poseer el oxígeno que respiraban. Casi siempre, de una manera u otra, sus novelas acababan convirtiéndose en «reportajes largos», como al escritor le gustaba definir sus creaciones. Algunas fueron simplemente un gran reportaje con más o menos escondites literarios. Solo hay que fijarse en los títulos: de Relato de un náufrafo (1970), García Márquez saltó a Crónica de una muerte anunciada (1981); y, de ahí, a Noticia de un secuestro (1996).
En el primero, se reconstruye un suceso real, publicado en 1955 en el periódico El Espectador de Bogotá. Ya desde un prólogo titulado ‘La historia de la historia’, el colombiano deja claro que él es simplemente un periodista. Un tipo que un día se sentó a tomar notas de lo que le contaba alguien; alguien que había vivido algo susceptible de interés para ser leído en un diario. Ese alguien se llamaba Luis Alejandro Velasco. Ese algo fue haber sobrevivido al naufragio en el Caribe de un barco de la Marina colombiana, que regresaba de EE UU, y haber aparecido en una playa de su país después de diez días a la deriva flotando en una balsa. En el segundo, Márquez se convierte en un periodista ciudadano que relata, a posteriori, la muerte del protagonista de la obra hecha crónica. «El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo», la frase con la que comienza el libro, bien podría ser la primera de una crónica o reportaje de los que cada vez se leen menos en los periódicos que, como si también fueran náufragos en medio de una tormenta, siguen publicando en soporte de papel anclados al ayer. Internet trajo bajo el brazo la era de la información y el ayer quedó lejísimos. Sin embargo, cada vez tenemos más pellizcos informativos y pocas raciones en cantidades adecuadas que expliquen el porqué de las cosas, la razón que motiva el hecho que se convierte en noticia. Las explicaciones que regatean al tiempo, que no tienen prisa, que son atemporales.
En Crónica de una muerte anunciada, García Márquez se dedica en cuerpo y alma a explicar por qué asesinan a un personaje, Santiago Nasar, al que condena al sueño eterno desde la primera frase. Como si desanduviera el camino andado, abre el cajón de las filias y las fobias de una localidad para analizar la muerte de uno de sus habitantes más influyentes. Y, como buen periodista, no deja de enfrentarse a una pregunta, la misma que corroe al redactor de un periódico cuando tiene que enfrentarse a una noticia de difícil solución: ¿Por qué ha ocurrido esta desgracia si todo el mundo sabía que iba a pasar? ¿Por qué ese silencio? ¿Por qué mataron a Santiago Nasar si todo el mundo lo sabía? ¿Por qué no le avisaron? Las excusas y quehaceres que le van surgiendo a los personajes de Crónica de una muerte anunciada bien podrían ser una metáfora de los problemas sociales que un periodista debe convertir a diario en noticias. Tanto pobres como ricos, humildes y poderosos reconocen que hay motivo de preocupación, pero casi nadie da un paso e inicia la acción. El abanico de motivos para permanecer quietos y mudos es amplísimo en la paleta de García Márquez. Cada persona, un mundo. Ellos y sus circunstancias.
Por último, entre sus libros finales, el de Aracataca dejó Noticia de un secuestro. Fue un encargo. Le buscaron los desafortunados protagonistas de la historia que Gabo acabaría narrando. Después de muchos años fuera de Colombia, entre Barcelona y México, paradas en París y líos con EE UU a la hora de conseguir visados por sus frecuentes visitas a Cuba, donde departía con Fidel Castro, le llegó el turno de mirar de cara el problema por el que su nación aparecía en la prensa mundial: el narcoterrorismo. Noticia de un secuestro es fiel a su título, igual que sus predecesores. Es una historia trepidante y punzante que se despliega en forma de reportaje extensísimo. Un libro, en definitiva, que debería estudiarse en las facultades de Comunicación, esos edificios que García Márquez no pisó en su vida porque él fue un hombre sin títulos: abandonó la carrera de Derecho para dedicarse al Periodismo, una profesión que por aquel entonces era pura vocación y no moda universitaria.
En su afán por contar, García Márquez no se queda con explicar cómo lo pasaron Maruja Pachón y Beatriz Villamizar durante el tiempo que fueron rehenes de Los Extraditables, el grupo de narcos más conocido del primer productor mundial de cocaína, que comandado por el narco más conocido entre todos los narcos, Pablo Escobar, sembró el terror hace un cuarto de siglo en el país andino. Poco a poco, a partir de este caso, se recomponen las historias de todos los que en aquel turbulento inicio de los 90 no volvieron a su casa un día al salir del trabajo. Y, de rebote, las de los familiares que no les recibieron en casa aquella tarde en la que salieron del trabajo para no volver.
«He escrito el libro más difícil, más complejo, más triste; pero tengo la esperanza en que sea un espejo en el cual los colombianos se vean y nos demos cuenta cómo somos. A ver si conseguimos arreglarnos un poquito…» Media docena de los secuestros que se narran los sufren periodistas. El autor no lo olvidó. Fue un sentido homenaje a la profesión que sentía como suya. Diana Turbay, la única mujer que se encontraba entre los comunicadores, murió en un tiroteo entre narcos y policías. Entre 1994 y 2004, la Fundación para la Libertad de Prensa, organismo colombiano, contabilizó el asesinato de 167 profesionales de la comunicación. Hoy en día, atendiendo a los informes que se redactan sobre el asunto, escribir, fotografiar o grabar la realidad del país sudamericano sigue siendo una tarea peligrosa.
Gabo ya se marchó, pero su legado –la obligación de no callarse– sigue presente. No en vano, él, como le llamarían en Nueva York cuando trabajó como corresponsal para la agencia cubana Prensa Latina, fue un journalist más. Gabo se sentía cómodo como jornalero del periodismo disfrazado de escritor de libros, unos libros que han vendido millones de ejemplares aquí y allá. Hoy, 23 de abril, la cuenta seguirá aumentando y su realismo, más o menos mágico, expandiéndose por el planeta y transportando la palabra del cronista que ideó Macondo.