Un exfumador, por muy desintoxicado, por muy psicológicamente desconectado de la adicción, por muy orgulloso de su liberación nicotínica que esté, siempre oculta un poso de nostalgia. Observa con asco el cenicero o las fibras de mugre en los dientes de quienes mantienen el vicio, sin embargo, guarda una mirada emotiva para los paquetes sellados: la tirita de plástico que invita a quebrar la cáscara de la cajetilla, el papel plateado tan parecido al que protege las tabletas de chocolate, los filtros apretaditos y el color que adquiere evocaciones de refugio. Pero nos gusta sólo el principio. Luego el cartón se ablanda y huele mal.
Un exfumador convencido tiene nostalgia del tabaco como un depresivo adulto tiene nostalgia de su infancia. El objeto es el mismo, pero en dos fases diferenciadas de tiempo. El tiempo, más que cambiar, parte a los seres y a las cosas. El escritor Luc Sante (1954, Verviers, Bélgica) es un experto en detectar el momento exacto en el que esto ocurre. Su material de trabajo es siempre el pasado. Sus historias son historias acabadas de antemano y probablemente conocidas, pero eso no impide que, como bien señala Greil Marcus en el prólogo de Mata a tus ídolos, el suspense bañe cada uno de sus artículos.
En la pieza Nuestro amigo el cigarrillo, Sante se entrega a una exploración arqueológica del hábito y del gesto, y a partir de ahí disecciona a la sociedad estadounidense. No es, ni mucho menos, un texto histórico que se enreda en datos de la expansión del tabaco por Europa. Deja perlas como: “Guardarte tu paquete para ti era un ejemplo del espíritu estadounidense, como vallar tu terreno o disparar a los intrusos o creer que las prestaciones sociales básicas pertenecen a quienes se las puedan permitir”. O: “Los cigarrillos, igual que los pollos de cría intensiva, nacen para morir. Son anónimos, se piensa en ellos de forma colectiva, fugaz e impersonal, y se los olvida al instante”.
Libros del K.O. se atrevió a publicar una recopilación de artículos de un autor que ni siquiera tiene una página en la Wikipedia española. Luc Sante es colaborador habitual de New York Review of Books y ha publicado libros como Bajos fondos (cartografía histórica-espiritual de la decadencia de Nueva York) o El otro París. Sus textos son largos y minuciosos. Si hacemos un rastreo rápido por Google, veremos que tiene 62 años y mantiene una cara canalla. En las fotos, más que un escritor parece un comisario de policía sin tiempo para bromas. Sante ha escrito sobre pintura, fotografía, punk, rock, literatura, cine… Su capacidad crítica vive bien lubricada por una distancia emocional y física premeditada, incluso cuando rescata escenas de su propia vida. Se aleja para perder la piedad y no sesgar el relato. Busca el fallo de los símbolos y de las cosas incuestionadas. No se arredra al machacar de un plumazo mitos como el espíritu de Woodstock: “Basar una reivindicación política o espiritual en el hecho de que medio millón de personas habían pasado tres días sentados en un campo sin rebanarse el pescuezo unos a otros requería un narcisismo generacional que yo era demasiado joven para compartir”.
Sante tiene un ojo cortazariano en lo que se refiere a su habilidad para detectar las trampas y los vicios de la realidad. Lo que hay detrás de su habilidad expresiva es una capacidad de observación rebozada de voracidad lectora que aplica a todas las disciplinas a las que atiende. Sante escucha música como si la leyera, probándola en la propia boca, letreándola antes de asentarla en el cerebro. Si quien se acerca a las piezas de Sante es periodista o pretende serlo, no podrá evitar sentir envidia. El belga neoyorquino mezcla un estilismo insuperable con una capacidad para la cita y la referenciación igual de contundente.
Sante encuentra la horma de todo lo que contempla. Su artículo Una ciudad jardín describe a Nueva Jersey; consigue tocar su engranaje íntimo y, en consecuencia, acaba retratando cientos de ciudades del mundo. “Al llegar ante una agrupación de grandes urbanizaciones de casas clónicas, o de apartamentos de poca altura disfrazados de urbanizaciones de casas clónicas (…) estarás viendo Nueva Jersey, incluso si estás en Colorado”.
Mata a tus ídolos descompone mitos que son unas veces pensamientos cerrados y otras veces, personajes. A estos últimos los hace más tangibles, cargándose el afán divinizador de los mass media. Uno ama de forma diferente a Bob Dylan al percatarse de ciertas inconsistencias: “Se convirtió en un significante de lo más maleable”. Las indagaciones de Sante enseñan las rebabas del icono y, precisamente por eso, se disipa su función comercial y publicitaria. Las grandes figuras como Dylan construyen una aspiración de perfección y de leyenda, una utopía que sirve de guía a los fans y los obliga a gastar dinero y tiempo en parecerse a otros, en sentirse incompletos. Al pasar por el tamiz de Sante, el favor que Dylan hace al capitalismo (conscientemente o no) queda desarmado.
Un exfumador sabe aprovechar mejor Mata a tus ídolos porque tiene dentro de sus automatismos de adicto el gusto por el esparcimiento o el sueño de restarle importancia a lo que ocurre fuera de sí mismo. El libro sumerge en recuadros de la realidad con el único fin de explorarla hasta el último centímetro, como si no existiera nada más. El alumbramiento del blues, la Gran Depresión a través de Walker Evans, el vecino Allen Ginsberg observado a través de la mirilla, la impostación hípster, la conciencia de clase adolescente… Da igual que lo leas en pequeños trayectos de autobús o esquivando codos en el metro. Al asistir a estos artículos, al igual que al chascarse un cigarro tras el café, uno tiene la sensación de que “dispone en abundancia de uno de los artículos más preciados: el tiempo”.
Fotografía de Luc Sante por Susana Sermoneta en Flickr