Felipe VI se quedó sin su Armada Invencible un día antes de su coronación. Y, para colmo, el máximo responsable del fracaso de la selección española de fútbol en el Mundial de Brasil es un marqués: Vicente del Bosque. El escritor Manuel Vázquez Montalbán decía que el Barça fue durante la dictadura “el ejército desarmado de Catalunya”. Para el juancarlismo que ayer acabó los éxitos del deporte español fueron también su ejército sin armas, el altavoz perfecto para expandir la propaganda monárquica. Cada vez que un español ganaba algo, los medios se apresuraban a decir que era, en parte, “gracias a la presencia” de algún miembro de la Familia Real “en el palco de autoridades”. “Arantxa ganó Roland Garros apoyada por la Reina, que viajó a París” o “Ángel Nieto se corona como campeón mundial una vez más gracias al apoyo de Don Juan Carlos, reconocido aficionado del motociclismo” pasaron a ser titulares habituales de la página deportiva durante las últimas tres décadas. El Borbón era un talismán para los éxitos deportivos españoles, una fábrica de medallas y trofeos más eficaz que el plan ADO o las prácticas de dopaje de médicos como Eufemiano Fuentes.
El nuevo monarca sabe de la importancia de esa unión entre corona y deporte: en sus tiempos de Príncipe de Asturias llevó la bandera española en los Juegos Olímpicos de Barcelona pese a haber ganado únicamente un par de campeonatos nacionales de vela. En esas Olimpiadas participó como regatista y quedó sexto en su clase. Su hermana Cristina ya había sido abanderada cuatro años antes en Seúl. Su elección fue más bochornosa: fue a Corea para ser suplente del equipo de vela. El palmarés de Cristina se quedó en blanco. Fue precisamente esta infanta la que se casó con el jugador de balonmano Iñaki Urdangarin, que pasó de medallista olímpico y deportista ejemplar a presunto saqueador de arcas públicas. La imagen de marinero del propio Juan Carlos a bordo del Bribón o entregando las copas que llevan su nombre ponía la guinda a una unión casi perfecta entre el trono y el terreno de juego.
La abdicación de Juan Carlos y la tramitación exprés de una ley para coronar a su hijo Felipe ha dejado a España huérfana de realeza durante el Mundial de fútbol. Los Borbones, evidentemente, han tenido que quedarse en la Península Ibérica mientras los jugadores de Del Bosque sudaban la gota gorda, desnortados detrás de holandeses y chilenos. ¿Fueron eliminados por no haber contado con su talismán en el palco? Hasta los mayores supersticiosos tendrían que admitir que no. Los pecados de La Roja han sido muchos y variados y, para más inri, podrían haberse evitado si Del Bosque hubiese tenido coraje y pulso para haber comenzado a tiempo la reconversión de un equipo campeón, pero demasiado veterano. Como suele ser costumbre en España, los cambios llegarán después del batacazo.
España luchaba en primer lugar contra la historia, pero sobre todo contra unas virtudes convertidas en vicios. La estadística no estaba de parte del equipo estatal: vencer en dos mundiales seguidos es algo casi insólito, solamente lo consiguió Brasil enlazando los títulos de 1958 y 1962. Además, las leyes del balón dictaban que la selección no podía salir campeona de Brasil porque nunca un equipo europeo ganó un Mundial en América. Tener el público en contra y, sobre todo, el clima, demasiado caluroso y húmedo, eran handicaps a tener en cuenta, sobre todo si se viaja con una plantilla veterana y cascada físicamente. Por ahí empezaron los errores españoles y de Del Bosque en particular, fallos que dejan a España como la primera eliminada del Mundial en el que defendía título y a Felipe VI desnudo sin fútbol (el asunto que tantas portadas de periódicos y tantas horas de conversación ocupa entre sus 48 millones de súbditos).
La Roja ha ganado todos los títulos importantes que se han disputado desde 2008. Nunca antes disfrutó de una época tan victoriosa, tanto en resultados como en estilo de juego. Con Luis Aragonés y después con el propio Del Bosque se activó un cambio de filosofía y mentalidad que trajo lo nunca visto: dos Eurocopas y un Mundial del tirón para un país que nunca pasaba de cuartos de final. Era inevitable que se cumpliera un ciclo seis años después de la Euro conquistada en Viena. Xavi, Xabi Alonso, Casillas y Villa ya no están en sus mejores años, han pasado de los 32, frontera en la que normalmente se acentúa el declive del jugador. Hasta Iniesta y Torres ya tienen 30 primaveras. Todos ellos, menos Villa y Torres, desplazados por Diego Costa, seguían formando parte de la espina dorsal del equipo y, ninguno de ellos, menos Iniesta, estaba ya a un nivel suficiente para asumir esa responsabilidad. Además, hay otro aspecto fundamental, pero poco señalado: la ambición de unos futbolistas que ya lo han conseguido todo tanto con la selección como con sus clubes no es la misma que hace un lustro. La cabeza de muchos estaba en otra parte.
Durante la concentración se ha sabido que Villa se marcha a Estados Unidos, que Xavi podría irse a Oriente Medio –es decir, que se retiran del fútbol de alto nivel– y que Costa y Cesc jugarán con el Chelsea de Mourinho la próxima temporada. Demasiado ruido mediático en una concentración en la que Mou, indirectamente, ha tenido mucho que ver. El portugués fue quien sentó a Casillas en el banquillo hace año y medio por rencillas personales. Desde entonces el portero no ha sido titular en Liga, ni con Mourinho ni con Ancelotti. Un portero suplente y falto de ritmo, pese a jugar las copas, no debería ir al Mundial y menos ser titular. Del Bosque respetó su condición de capitán y le mantuvo en el once, reforzado en su decisión después de la lesión de Valdés, uno de los percances físicos que tampoco le echaron una mano al marqués salmantino. También fue Mourinho quien sentó a Mata hasta obligarle a marchar al United en Navidad, fastidiando la temporada de uno de los mejores revulsivos de la selección. Y le cabe al de Setúbal, como manager del Chelsea, la responsabilidad de cerrar los refuerzos de su equipo para el próximo año: en plena guerra mundialista ha fichado a Cesc y Costa. El hispanobrasileño ha sido el delantero estrella de esta campaña, pero también llegó mal físicamente a la Copa del Mundo por una lesión mal curada.
Sin embargo, no hay paliativos que valgan. Antes de saltar al césped las decisiones las tomó Del Bosque y nadie más. La lista la hizo él al grito de “con estos jugadores he ganado un Mundial y una Eurocopa, a ellos les debo respeto”… “Y con ellos tendré que morir”, le faltó añadir al mariscal de campo. Solo así se entiende que un Torres que sigue sin pasar de diez goles en la Premier desde que llegó al Chelsea no haya dejado paso a Negredo o Llorente, goleadores en City y Juventus y capaces de darle a España un plan B: el juego aéreo. O que Piqué, en decadencia preocupante pese a tener solo 27 años, siga siendo titular en la defensa. O que la buena campaña del Atlético de Madrid no se haya visto recompensada con más oportunidades para Koke o Raúl García, que se quedó fuera del Mundial cuando podría haber sido un recurso interesante por su capacidad para salir desde el banquillo y ver puerta.
Igual que le ha ocurrido al Barcelona, la otra cara de la moneda del tiqui taca, España ha caído a las primeras de cambio por rizar el rizo. No se gana por tener más el balón sino por utilizarlo mejor. El manoseo ya no basta si no hay capacidad para llegar a la portería contraria. Los rivales lo han aprendido bien y no quieren ser la Italia que perdía con rotundidad hace menos de dos años en la final de la Eurocopa de Ucrania y Polonia. En ese partido y en las semifinales de la Euro anterior, contra Rusia, se vio el zenit español. Pero todo lo que sube, baja y la caída de España ha sido estrepitosa. Por parte de la afición y de los medios teóricamente especializados, infravalorar a los rivales tampoco fue un acierto. Se pensaba más en evitar a Brasil en octavos que en los tres partidos que había que disputar en el grupo. Sobrará el último, contra Australia. Alguien se olvidó de la capacidad de Van Gaal para resurgir (casi siempre con los mismos ingredientes: veteranos ante su última oportunidad y jóvenes desconocidos, pero obedientes y fieles) y de que Chile es –dentro de las capacidades de un país de 17 millones de habitantes– la selección sudamericana más estable desde que contrataron a Bielsa como técnico en 2007. Sampaoli ha engrandecido aún más los argumentos de una nación pequeña, pero matona. Chile tiene un portero palomitero, pero notable para encarar un Mundial, como el realista Bravo, y sobre todo jugadores en plenitud brillando en Europa como Vargas o Vidal. Chile le puede ganar a cualquiera si el rival sale a pasear, como ocurrió ayer.
El fútbol español de clubes no ha llegado a comprender en los últimos diez años a holandeses como Robben, Sneijder o el mismo Van Gaal o a chilenos como Alexis o el entrenador Manuel Pellegrini. Hasta a Bielsa, nacido en Argentina, se le miraba por encima del hombro pese al buen primer año que hizo en el Athletic. Tanto Holanda como los chilenos cayeron derrotados por España en el Mundial de Sudáfrica. En esta fase de grupos se han comido a gusto el plato de la venganza, demostrando que las innovaciones que tenía que hacer Del Bosque después de perder la final de la Copa de las Confederaciones contra Brasil –también en Maracaná– iban más allá de dejar a Arbeloa fuera de los 23 convocados. Los síntomas del resfriado se veían venir, pero nadie movió un dedo y la gripe se convirtió en enfermedad mortal. Algo así pasó a nivel político cuando en el siglo XIX el Imperio Español regaló sus colonias americanas: el problema se fue haciendo grande, pero en Madrid, más pendientes del oro que de las reclamaciones que llegaban del otro lado del Atlántico se miraba hacia otro lado. Conclusión: ridículos militares del que se suponía que había sido el mejor ejército del mundo e independencia de los países latinoamericanos.
“Españoles, españoles, nos quisisteis conquistar, bajaos los pantalones, os la vamos a clavar”, podíamos escuchar los pocos españoles que veíamos el partido en los bares cercanos a Maracaná, rodeados por una marea chilena. Ha sido Chile, una de esas viejas colonias que se emancipó, la que ha acabado de demostrar que muchos internacionales españoles habían fundido el físico en la final de Champions. La cabeza de más de uno parecía más pendiente de las primas al alza que la Federación Española les había prometido que del torneo que se está disputando. Sin ritmo, la afición ha visto fallar a la defensa y al centro del campo españoles casi tanto como a un Casillas irreconocible. Quien fuera héroe en cada una de las tres copas conseguidas (penaltis parados contra Italia en los cuartos de la Euro’08, penalti parado a Paraguay en el Mundial’10, penaltis parados contra Portugal en la Euro’12…) es hoy el rostro de la derrota. Esta vez, ni siquiera la suerte sopló del lado español: Silva envió alta la pelota que podía haber puesto el 2-0 contra Holanda en el primer partido.
¿Qué queda entonces para el futuro además del recuerdo del equipo que ha dominado el mapa de la FIFA entre 2008 y este Mundial? Para empezar, un estilo reconocible después de muchas décadas apelando a una furia que no conducía a ninguna parte, probablemente un legado más importante que los títulos. Para acabar, una hornada de jóvenes sobradamente preparados que deberían haber empezado a tomar el relevo en Brasil. El cesto puede ser el mismo, cambiando los mimbres viejos por mimbres nuevos. El líder del cambio, por condiciones y posición, se llama Thiago Alcântara y las lesiones le han alejado del Mundial. Era el hombre perfecto para reanimar al Barça desde sus señas de identidad, pero Rosell le dejó marchar al Bayern de Guardiola, donde puede marcar una época. Thiago podría ser el nuevo Xavi de la selección con la que le tocará ejercer la Jefatura del Estado a Felipe VI, reconocido amante del balompié y, según se ha afirmado siempre, aficionado del Atleti. Su corazoncito de colchonero estará entonces a prueba de sufrimientos. Los que pueda darle un país en el que parece aumentar tanto el sentimiento republicano como el número de habitantes que desertan del juancarlismo para empezar a cuestionarse si parte de sus impuestos deben pagar la lujosa vida de una familia solo por el hecho de apellidarse Borbón.
El sexto Felipe es consciente de que sentarse en el trono con una selección de fútbol fuerte y victoriosa alivia los efectos de la crisis económica en el ciudadano. Ver al Rey apretando manos campeonas en recepciones oficiales y alzando copas mundiales en Palacio es el mejor marketing monárquico que se pueda hacer desde La Zarzuela. Miembro del COI, está por ver si Felipe VI lidiará para frenar la crisis de base que sufre el deporte español, cada vez con menos ingresos y más competidores entrenándose fuera de España para poder llevar una vida decente. Los deportistas han sido los tercios pacíficos de la monarquía parlamentaria, pero, como ya ocurría en el Siglo de Oro, la deplorable gestión de directivos como Ángel María Villar (que preside la federación de fútbol desde 1987 y ni la corrupción ni los malos resultados en el campo le han movido la silla) suele llevar a la ruina hasta a los mejores ejércitos. Felipe II envió a la Armada Invencible a una muerte segura en los mares de Inglaterra. Felipe IV, a los tercios de Alatriste a hacer el ridículo en Rocroi contra franceses y protestantes. Felipe VI ya tiene una gran derrota que apuntarse a su palmarés como soberano: la debacle de Brasil, el esperpento de un campeón mundial de fútbol que ha batido todos los récords negativos en la defensa del título. Ni siquiera la Francia de Zidane en 2002 ni el Brasil de Pelé en 1966 lo hicieron peor y eso que, como España, también llegaron proclamándose campeones antes de tiempo. El éxito emborracha.