De natural, el fútbol se filtra en Brasil por cualquier rendija. Más si cabe si hay un Mundial a la vuelta de la esquina. Entonces, si la Copa del Mundo se va a disputar precisamente en Brasil dentro de apenas tres semanas, huir del fútbol se convierte en una tarea casi imposible. “A mí no me gusta, prefiero el surf”, confiesa Leo, un taxista de Río de Janeiro que, sin embargo, se declara orgulloso de haber compartido edificio en el barrio de Catete con las familias de Mehmet Aurelio (antiguo centrocampista del Fenerbahçe y Besiktas, nacionalizado turco. Leo se conoce al dedillo su biografía) y, especialmente, de Marcelo Viera, el lateral del Real Madrid que solo unas horas después de aquella conversación marcará un gol en la final de la Liga de Campeones. “Mi primo Rafael es también futbolista profesional”, continúa Leo, quien relata cómo su familiar compartió camiseta con Marcelo en las categorías inferiores del Fluminense antes de tener que emigrar a Europa “porque no le daban muchas oportunidades en el primer equipo” tricolor. Ahora Rafael volverá a Brasil unas semanas: ha acabado la temporada con el Beziers en la Segunda División francesa y toca descansar en casa para ver “a Copa”. Así es como llaman los brasileños al Mundial. El torneo es, simplemente, a Copa. Para bien o para mal.
“Creo que habrá protestas durante las próximas semanas, pero no sé si llegarán al nivel de las del año pasado. En los últimos meses se han manifestado los profesores, los médicos, los sindicatos, los conductores de autobús, hasta los policías… Pero todos lo han hecho por separado. La clave para entender lo que pasó en 2013 fue la unión de todos esos grupos descontentos con la política de nuestro país”, amplía André, otro carioca que no duda en que la ciudad “se convertirá en una fiesta” en cuanto empiece el Mundial. En un nuevo carnaval en pleno invierno, aunque el invierno en Río de Janeiro sea casi imperceptible a ojos de un europeo: el día más frío en lo que llevamos de año en la ciudad más famosa de Brasil tuvo una máxima de 24 grados. Pese a los retrasos en las obras de los estadios (Maracaná incluido) y las infraestructuras de servicios, muchas calles ya lucen engalanadas de banderas nacionales y de adornos verdeamarelos. Pero es la televisión la que no cesa de expandir el discurso de la felicidad mundialista: anuncios con los jugadores de la selección como protagonistas ocupan las pausas de los programas en los que, de una u otra forma, el balompié acaba infiltrándose.
Muchos cariocas piensan que, pese a las protestas, el Mundial convertirá a Río de Janeiro en una fiesta
Es domingo por la tarde y millones de familias brasileñas cenan frente al televisor con el canal del gigante de la comunicación O Globo sintonizado. Plató colorido, bailarinas con brillantes vestidos, un presentador de voz chillona que luce un chaleco granate y, de repente, Neymar Júnior, “la gran esperanza de la seleçâo”, como es presentado, en el centro de la imagen. Rostro relajado, inevitable gorra y ropa deportiva componen el look del talento del Barça. Feliz por haber vuelto a casa a pocos días de concentrarse con el equipo que dirige Luiz Felipe Scolari en Teresépolis, ciudad del estado de Río de Janeiro. La entrevista camina entre lo superfluo y lo banal. Sin duda, el momento más emocionante es la irrupción de 15 amigos de Neymar en la sala. Como una estampida de ñus, los colegas rodean a la estrella culé. Abrazos y felicidad sin límite. “¿A cuál de tus amigos conoces desde hace más tiempo?” o “¿quién es el más gracioso?” Esas son las preguntas más complicadas que tiene que soportar Neymar mientras carga en brazos con un pequeñajo de rizos dorados de unos tres añitos. Después de explicar que “admira” a Messi y que el argentino y él “se llevan estupendamente”, el presentador le regala otro chascarrillo: “¡Ese niño que está contigo tiene el pelo de David Luiz!”, uno de los centrales titulares para Scolari.
Con el comienzo de la semana, los cariocas vuelven a sus quehaceres y la ciudad se llena de un ruido de vehículos sin sordina que contrasta con la tranquilidad de los paseantes que caminan por las aceras. En la avenida Teodoro da Silva, una de las arterias que llevan hasta Maracaná, Scolari vigila a los paseantes desde un concesionario de coches. Su cara está estampada en el escaparate del negocio, en una foto rodeada de autos en exposición. ‘Felipâo & Felipinho’ aparece escrito junto al seleccionador brasileño, al que acompaña un chaval al que han pintado un bigotito sospechosamente parecido al de Scolari, el entrenador con el que Brasil ganó su último Mundial en 2002 y al que la Federación ha vuelto a recurrir para que a Copa no se escape del país del jogo bonito, como ya ocurriera en 1950. Que Scolari no sea precisamente el embajador perfecto del jogo bonito poco importa. En la foto, su dedo señala al frente. A la victoria. El garoto (chico) con el que comparte anuncio le imita. Es la metáfora de un país siguiendo al que será su líder y gurú hasta el 13 de julio, la fecha de la final del Mundial. Si no caen eliminados por el camino, Scolari será quien mande hasta ese día.
En la televisión, por ejemplo, a un integrante de aquella selección brasileña del jogo bonito, la que practicó un gran fútbol entre 1978 y 1986 pero no consiguió ganar el Mundial, se le da un trato casi folclórico. Una presentadora alta y rubia conduce a los telespectadores a la mansión de Leovegildo Lins da Gama, más conocido como Júnior. Otro ídolo de Río de Janeiro que está a punto de cumplir 60 años. El mítico lateral ambidiestro que acompañó durante tantos años a Zico en el Flamengo y en la seleçâo apenas habla del Mundial: las cámaras se dedican mostrar a Júnior cocinando y cantando –porque además de futbolista hizo sus pinitos en el mundo de la música– rodeado de unos músicos que acaban de almorzar el guiso preparado por el exjugador. La sonrisa de la presentadora blanca y rubia completa el idílico cuadro.
La televisión realiza un reportaje de un mítico exjugador brasileño para mostrar sus habilidades culinarias y musicales
En los centros comerciales y en los supermercados también sonríen a la Copa que está a punto de llegar. Sonríe Cafú, el lateral que heredó los galones de Júnior en el combinado nacional, tras la cristalera de una tienda situada en un shopping center del barrio de Vila Isabel y sonríe Ronaldo (Nazário da Lima) en los anuncios que cuelgan de los supermercados de la cadena que patrocina a la Federación Brasileña. Hace unos días, en cambio, Ronaldo se declaró indignado por la incapacidad de Brasil para concluir a tiempo las obras de la Copa del Mundo. Sin embargo, el fenómeno futbolístico al que ni sus rodillas de cristal pudieron frenar en el campo comparte espacio con botes de cacao decorados con la camiseta por excelencia de la verdeamarela, la del ’10’ de Pelé que ahora llevará Neymar ante los suyos, ante la torcida. Cerveza, cereales o refrescos… Todo producto es bueno para promocionar el evento. Para sonreír al acontecimiento que detendrá los ojos del mundo en el gigante latinoamericano.
Y en el extrarradio de Río de Janeiro, esas botellas de bebidas gaseosas suelen acabar en el suelo por la ausencia de contenedores y la falta de papeleras. Los moradores dejan sus bolsas de basura sobre la misma acera. Allí se quedan hasta que pasa un camión para recogerlas. Mientras tanto, un joven de unos 20 años abre las bolsas y va sacando, una a una, las botellas de plástico, que se van acumulando sobre la calzada. “Vendo estas botellas en unas plantas de reciclaje. Me las compran a dos reales el kilo. No es mucho, pero en una noche bastante buena puedo conseguir 60 ó 70 reales [unos 20 euros]. De algo hay que vivir”, explica el veinteañero. Sale cada noche: la policía no le pone pegas, pero alguna vez ha tenido problemas con algún vecino que le recrimina que escarbe cerca de su portal. El apilador de envases de plástico se encoge de hombros cuando lo cuenta. Al dar la mano, sonríe y ofrece el brazo: tiene los dedos manchados. Aún quedan horas de oscuridad y él seguirá trabajando, pero la sonrisa nadie se le borra de la boca. Sabe que dentro de pocos días Río de Janeiro se llenará de extranjeros, hinchas de los 31 países que acompañarán a Brasil en el Mundial. Más turistas, más botellas, más reales. El fútbol también se ha colado en su vida, aunque solo sea para poder seguir sobreviviendo en un país que se abraza al progreso que vende un Mundial que difícilmente erradicará los altos índices de pobreza brasileños.