“El partido fue por una parte emocionante y por la otra decepcionante, pero al final acabó ganando quien más lo mereció”. La cita podría corresponder a cualquier diario deportivo de hoy, tras el triunfo hace unas horas del Real Madrid ante el Barcelona (2-1) en la final de la Copa del Rey. Pero no es así. Está extraída de la prensa del 22 de junio de 1936, el día después de la final de la última Copa del Presidente de la República. Historia y fútbol mantienen desde siempre una relación caprichosa como pocas, que hoy anima dos partidos calcados pero, a la vez, infinitamente distintos. Sobre el terreno de juego, 78 años después el relato no cambió mucho. Fuera de él, para bien o para mal, sí lo hizo.
El 21 de junio del 36, el estadio de Mestalla acogió la final de la Copa de España, que para entonces rendía tributo al jefe de Estado, el presidente republicano. Barcelona y Madrid, este último, por motivos obvios, sin el título de Real, se dieron cita en el encuentro decisivo del campeonato copero. Si en 2014 ha sido Gareth Bale el factor decisivo de la final, hace 78 también destacaron las nuevas incorporaciones del conjunto blanco, algunas de ellas extranjeras como el rápido galés que fichó el verano pasado Florentino Pérez. El Barcelona del Tata Martino no estuvo a la altura de la cita, como sus homólogos azulgrana de 1936. Pero pese a ello, pudieron empatar a última hora. Si en aquel entonces fue Ricardo Zamora el que evitó el empate barcelonista, esta vez fue el palo quien hizo de Zamora. Pero al final, mismas sensaciones y mismo marcador (2-1).
Zamora, Ciriaco, Quincoces, los hermanos irundarras Pedro y Luis Regueiro, Bonet, Sauto, Eugenio, Sañudo, Lecue y Emilín fueron los once elegidos por Paco Bru, técnico del Madrid, para enfrentarse aquel lejano 21 de junio a un Barcelona que formaba con Iborra, Areso, Bayo, Argemí, Franco, Balmanya, Vantolrà, Raich, Escolà, Fernández y Munlloch. Incluso en las ausencias destacadas podríamos hacer un símil entre los dos partidos. El conjunto catalán echó en falta en la final de la última copa republicana más contundencia en la zaga defensiva. El Gerard Piqué del momento era Ramon de Zabalo Zubiaurre, un catalán nacido en South Shields (Inglaterra) forjado en el Fortpienc y en el Horta que durante la Guerra Civil tuvo que exiliarse a Francia cuando la guerra, brillando en las filas del Racing de Paris.
Balmanya y Bayo hicieron aguas en defensa, y Eugenio Hilario se aprovechó de ello para avanzar a los blancos cuando la aguja grande del reloj solo había corrido seis minutos. El autor del primer gol de la final era nacido en Tolosa, como Xabi Alonso. Puso más tierra de por medio el fichaje estrella de aquella temporada de los madridistas. Otro vasco, de Arrigorriaga para más señas. Simón Lecue, internacional que el Madrid fichó del Betis, en aquel momento campeón de la Liga por primera y única vez hasta la fecha. En esta competición, Lecue, mediocampista que en su día había defendido también los colores del Alavés, anotó nueve dianas, aunque probablemente la más importante de la temporada fue la de la final de Copa.
El máximo goleador azulgrana aquella temporada, Josep Escolà –surgido del Sants y que acabaria jugando en el Sète francés también durante la guerra y entrenado años después a Badalona, Sabadell, Castellón y Levante– recortó distancias a la media hora de juego. Pero el marcador ya no se movió. En parte porque el juego barcelonista fue mediocre pese a los más de 5.000 aficionados desplazados desde la ciudad condal hasta Valencia. O quizás por la táctica de Bru, que con la lesión de Sauto y ante la imposibilidad de hacer ningún cambio en el fútbol de aquel momento –aquella evolución del reglamento no llegó hasta los 70–, decidió pasar a la defensiva y sacrificar la vertiente atacante de Leuce para marcar individualmente al jugador más peligroso de aquel Barça: Ventolrà. Volviendo al presente, a los blancos ni siquiera les hizo falta un seguimiento especial a Messi para que ayer el astro argentino se quedara en blanco.
También hubo polémica en 1936: los azulgrana pidieron un penalti por manos del madridista Sauto que el árbitro no concedió
En 1936, hubo lugar también para la polémica: los jugadores del Barcelona pidieron al colegiado aragonés Ostalé un penalti por manos de Sauto. Sin embargo, si hay que buscar un auténtico motivo para saber por qué el Barcelona no llegó a marcar el segundo tanto, este tiene nombre y apellido: Ricardo Zamora. Barcelonés de nacimiento, mientras el ciclista Mariano Cañardo, el primer español que soñó con ganar el Tour, se proclamaba campeón de la Volta a Catalunya en Montjuïc aquel mismo 21 de junio, en Mestalla el guardameta cerraba su leyenda con una parada antológica en el último instante del encuentro. Era un auténtico mito, pero como Iker Casillas en el presente, apenas gozó de minutos aquella temporada, la última de su larga trayectoria. Otro portero le había robado la titularidad en una campaña mucho menos cargada de compromisos que en la actualidad: la Liga solo la formaban doce equipos y las competiciones europeas, aunque ya estaban en mente de algún avanzado, tendrían que esperar a los 50, al final de las guerras entre liberalismo y comunismo frente fascismo y nazismo, para nacer.
El guardameta que había dejado al Divino Zamora en el banquillo se llamaba Jyula Alberty Kiszel. Conocido futbolísticamente como Alberty, este húngaro apenas jugó cinco partidos en su primer año en Madrid, temporada 1934/1935. La campaña siguiente sentó a Zamora, que para entonces ya tenía 34 años. Alberty, natural de Debrecen, defendió el marco blanco en 15 encuentros, y uno de los pocos de Zamora como titular fue esta final de Copa, con la que el portero cerraba su espectacular carrera con un título copero y saliendo literalmente a hombros, mientras la competición se despedía sin saberlo del republicanismo.
Puede parecer que tener plantillas repletas de jugadores extranjeros es una característica exclusiva del fútbol moderno, del juego que surgió después de la Ley Bosman. Nada más lejos de la realidad. En plena II República, tanto Barcelona como Madrid contaban en sus filas con varios foráneos. En el caso de los blancos, antes de hablar de ellos, deberíamos recordar la figura de Rafael Sánchez-Guerra. Era hijo del político homónimo que llegó a ser presidente del Consejo de Ministros –por los liberales– durante el reinado de Alfonso XIII. Pero también, Sánchez-Guerra fue uno de aquellos republicanos de ideas claras. Quedó herido de gravedad en la pierna izquierda cerca de Melilla en la Guerra de África y se convirtió en una piedra en el zapato de Primo de Rivera durante su dictadura. Ese fue su bagaje antes de llegar a ser presidente del Madrid Club de Fútbol. Encargado de levantar al aire la bandera tricolor el famoso 14 de abril de 1931 desde el balcón del consistorio de la capital, este licenciado en derecho pero periodista de profesión modernizó el Madrid con la campaña Fútbol a peseta que hizo de los blancos el equipo con más apoyo popular del momento. Mérito suyo son los fichajes de los ya nombrados Lecue o el magiar Alberty, aunque no fueron los únicos.
Sánchez-Guerra, el presidente de un Madrid sin título de real, era un republicano convencido que fue encarcelado tras la conquista franquista de la capital
Aquella 1935/36 el Madrid también se hizo con los servicios de Kellemen, un delantero húngaro que marcó diez goles antes de que la Guerra Civil lo cogiera por sorpresa y le hiciera salir de España tan solo unos meses después de su llegada. Además, José Ramón Sauto, el madridista lesionado y autor de unas manos no señaladas durante la final de Mestalla, era mexicano. Jugó de 1933 al 1944 en el Madrid, portando dos años el brazalete de capitán. Su historia es otra de aquellas peripecias que por sí mismas merecen un recuerdo. Llegó a España siendo un niño, se formó futbolísticamente en el Imperio castellano y formaba parte del Cuartel de la montaña cuando ocurrió el golpe de estado del 18 de julio, solo 27 días después del encuentro contra el Barça. Aquel día, la fortuna se alió con Sauto, que estaba de permiso cuando el general Fanjul se rebeló contra la República en Madrid, siguiendo las órdenes de Mola. Fanjul acabó fusilado, y centenares de sus hombres corrieron la misma suerte, de la que se libró el centrocampista. De hecho, incluso llegó a estar detenido por anarquistas, pero uno de ellos, aficionado madridista, lo salvó del paredón. Acabó haciendo de enlace con una motocicleta en la guerra. Mucho más testimonial fue el papel del brasileño Fernando Rubens Pasi Giudicelli, de Rio de Janeiro, que solo jugó un encuentro de blanco: la derrota en liga contra el Racing de Santander por 2-4.
En el bando azulgrana también había jugadores venidos de fuera. El primer extranjero del Barcelona del 36 era el uruguayo Enrique Fernández. Nacido en Montevideo, el atacante jugó en su país en el Nacional, y también lo hizo en Talleres e Independiente de Argentina antes de llegar a la ciudad condal. Como técnico, dirigió en apenas cinco años al Barcelona (del 1947 al 50) y al entonces ya sí, Real Madrid (1953-54), además del Nacional uruguayo, el Colo Colo y el Palestino chilenos, el Sporting de Portugal, el Betis, el Gimnasia La Plata y el River Plate argentinos y la selección de su país en dos etapas diferentes. Durante la II República, los directivos de los clubes de fútbol tenían otras preocupaciones más importantes, que la posterior Ley Bosman.
La presencia de extranjeros en filas merengues y culés no era extraña: los húngaros eran los fichajes internacionales del momento
El segundo, Zabalo, la gran ausencia de los catalanes aquel día en Mestalla. En la media se encontraba Elemér Berkessy para cerrar la nómina, futbolista magiar nacido en Nagyvarad. Buscarlo en el mapa es inútil, no existe hoy día. La vieja ciudad del imperio austrohúngaro es en la actualidad Oradea, en Rumanía. Berkessy militó en diferentes equipos húngaros, incluido el mítico Ferencváros, antes de recalar primero en el Racing de Paris y más tarde, de 1934 hasta el inicio de la Guerra Civil, en el Barcelona. Durante el conflicto defendió los colores del Le Havre galo, y una vez retirado confirmó su condición de trotamundos dirigiendo equipos de medio continente: el Ferencváros magiar; Vincenza, Biellese, ProPatria y Rosignano en Italia; Grimsby Town en Gran Bretaña; Beerschot de Amberes en Bélgica, y Zaragoza y Espanyol en la liga española. Todo para acabar su carrera en el Sabadell, donde degustó las dos caras de la moneda. Aún hoy en día, don Emilio, como lo conocía la prensa sabadellense del momento, ostenta el récord del mejor inicio de un técnico en el conjunto vallesano con cinco victorias consecutivas. Eso sí, tras esa gran racha inicial vino una dinámica muy negativa que acabó con su destitución en diciembre.
¿Por qué tanto húngaro? La respuesta es sencilla: eran los brasileños del momento. De hecho, lo seguirían siendo hasta mediados de la década del 50, cuando la generación de Puskas, Czibor y Kocksis huyó del país tras la revolución soviética del 56. Dos años antes, en el Mundial de Suiza, ese triunvirato de estrellas, máximos estandartes de una selección que estuvo a punto de ganar el Mundial, venía a representar a nivel nacional el poder que tenía en los años previos a la Copa de Europa el Hónved de Budapest, uno de los equipos más legendarios de la historia. Sin embargo, Puskas y sus coetáneos eran hijos de la quinta húngara que estuvo a punto de levantar el tercer Campeonato del Mundo que se celebró: el de Francia 1934. Cuatro años antes, en Italia, cayeron en cuartos de final ante sus antiguos compatriotas austriacos. En ese campeonato transalpino España, la República española, se estrenó en un Mundial. Sería la única vez que el himno republicano y la bandera tricolor sonase en un gran evento futbolístico y lo hizo nada más y nada menos que en la Italia fascista de Mussolini. La nazionale de Vittorio Pozzo marcó estilo y conquistó los dos títulos de la década (ganando a checoslovacos en Roma y magiares en París) con un juego físico y competitivo que sobrepasaba a menudo los límites de la legalidad. España lo comprobó bien en los cuartos de final del 34. Hicieron falta dos partidos para doblegar a una selección republicana que acabó el primero, disputado en Florencia, con muchísimas bajas por culpa de la consentida agresividad de Italia. Bastantes protagonistas de la final copera del 36 engrosaban ese equipo: de Zamora a Ventolrà, de Luis Regueiro –ferviente republicano exiliado después a México–, que marcó un gol que tuvo a España 14 minutos en semifinales, a Hilario. Ciriaco, Lecue, Zabalo o Quincoces tampoco se perdieron la cita mundialista, en la que tuvieron que apearse tras perder un partido de repetición ante el anfitrión fascista (reproducían el saludo del régimen durante los prolegómenos de los partidos) por un solitario tanto del recordado Giusseppe Meazza.
El último recuerdo del balompié tricolor
La final de la Copa del Presidente de la República del 1936, por lo tanto, fue el penúltimo estertor del fútbol republicano en España. Aquella temporada, el Athletic Club de Bilbao se alzó con el campeonato liguero acabando dos puntos por encima del Madrid. El Oviedo de Lángara, máximo goleador con 28 goles en 22 jornadas, fue tercero. El Racing de Santander cuarto. Y el Barcelona quinto, empatado con el Hércules en tierra de nadie tras el empate (2-2) entre ambos de la última jornada. Tras la Liga, llegó la Copa, que la disputaron casi medio centenar de equipos. Clasificados directamente como campeones o subcampeones de los torneos regionales (Copa Vasca, Campeonato Centro, Copa Catalunya, Campeonato de Galicia, Campeonato Levante y Campeonato Sur: fútbol federal) estaban los siguientes equipos: Arenas de Getxo, Athletic Club, Madrid, Zaragoza, Barcelona, Girona, Oviedo, Celta de Vigo, Hércules, Murcia, Sevilla y Xerez.
Los otros cuatro procedían de una inacabable fase previa disputada por el resto de equipos de los campeonatos regionales de Primera (Unión de Irún, Barakaldo, Donostia, Nacional de Madrid, Valladolid, Badalona, Sabadell, Júpiter, Vigo, Sporting Gijón, Stadium Avilesino, Deportivo, Levante, Gimnástico Valencia, Elche, Betis, Recreativo de Granada, Malacitano y Mirandilla), de los campeonatos insulares y africanos (Mallorca, Unión Tenerife y Athletic Tetuán), y los campeones de los campeonatos regionales de Segunda (Erandio, Salamanca, Granollers, Lemos, Cartagena y Racing Córdoba), además del Osasuna, el Athletic de Madrid, el Valencia, el Espanyol y el Racing de Santander, que como clubes de Primera División, accedían a la última ronda previa a los octavos.
El fútbol copero español se organizaba en campeonatos regionales que daban acceso a la fase final del torneo que llevaba el nombre del Presidente de la República
Para llegar a la final, el Barcelona eliminó al Sporting de Gijón, su vecino Espanyol y el Osasuna, mientras el Madrid sufrió en el desempate para deshacerse del Arenas de Getxo, hizo lo propio con otro club vizcaíno como el Athletic Club, y superó en semifinales al Hércules. Tan solo cuatro semanas después de la final de Mestalla, un pronunciamiento militar contra la democracia acabó con el fútbol tal y como se entendía en aquel momento, sumiendo al país en una terrible guerra entre hermanos. Un año después, se jugó la Copa de la España libre, disputada por los equipos con sede en territorio del bando republicano. El Levante ganó 0-1 al Valencia en Sarrià en una final que aún hoy día no ha sido reconocida, por más reivindicaciones de la afición granota. Algunos jugadores participaron en la guerra. Otros hicieron las maletas y jugaron en la liga francesa. Los extranjeros huyeron del país. El presidente madridista, Rafael Sánchez-Guerra, se negó a irse de Madrid y acabó preso por las tropas franquistas en abril del 39. Y la copa nunca más volvió a ser republicana. Desde entonces, y por más que sobre el terreno de juego pasen los años y los guiones no cambien en exceso, quien entrega el trofeo es un dictador primero, y desde hace ya algunas décadas, un monarca.