Ilustración: Seisdedos
Mucho se discute sobre las frustradas aspiraciones de Unidos Podemos en las últimas elecciones. Poco se ha hablado sobre la triste carta remitida a los electores por dicha ‘confluencia’, y firmada por una tal Esperanza, de 30 años, emigrada a Londres y licenciada en… ¡Biología Molecular! Difundir masivamente, una semana antes del referéndum británico, un panfleto con rancias ilustraciones del Big Ben y el Puente de Londres, no deja de ser una torpeza anecdótica. El problema de fondo son los esquemas sociológicos y de clase en que la nueva política ha elegido moverse.
Con Esperanza, irrumpía en campaña una figura muy querida por los discursos indignados de los últimos años. Desde el 15-M no hemos dejado de escuchar lamentos de los jóvenes licenciados que no consiguen un trabajo acorde con su cualificación; los jóvenes investigadores privados de becas; los jóvenes becarios explotados; los jóvenes que han de emigrar con su excelente preparación a cuestas… Por los jóvenes de clase media, en suma, que no van a poder mantener ni ampliar el estatus de sus mayores pese a poseer una titulación universitaria. O dos, o tres. Por el contrario, nadie ha vertido una sola lágrima -ni siquiera de cocodrilo- por los jóvenes de clase obrera carentes de estudios universitarios. ¿Hemos de creer que a estos otros jóvenes no les afecta la crisis? Más bien hemos de creer que su suerte le es indiferente al coro de plañideras del periodismo, la cultura y la nueva política. No van a llorar por un hatajo de canis.
Se ha dado en llamar despectivamente cani al joven de clase baja, maneras chulescas y gustos a contrapelo del buen gusto establecido. Aunque sus detractores no lo sepan, se trata de una figura con solera, largamente acreditada en la historia de España. Canis eran, por ejemplo, los que se levantaron en Madrid el dos de mayo de 1808 contra la ocupación napoleónica. A despecho de su actual mala fama, el cani gozaba entonces de un considerable prestigio. Ya desde finales del siglo XVIII se había puesto de moda entre las clases altas el hablar y vestir cani. Se consideraba patriótico y de buen tono frente a la moda francesa, peligrosamente ilustrada. La gesta insurreccional de los canis madrileños acentuó aún más si cabe esta tendencia, que se llamó majismo porque los canis de aquella época eran conocidos como majos y majas. Algo más que chusma urbana: una fuerza social reconocida y reconocible, que tan pronto imponía su estética frente a las modas francesa e italiana, como se sublevaba con afán suicida oponiendo las navajas a los fusiles; que un día aclamaba la Constitución liberal en Cádiz, y al siguiente al absolutista Fernando VII. No es de extrañar que Goya se esmerase en retratarlos, ni que durante años las gentes poderosas vivieran intranquilas, pendientes del humor con que se levantaban los canis de Aranjuez, Madrid, Zaragoza o Cádiz.
Ese antiguo prestigio se ha ido por el desagüe de la Historia, y ahora el cani sirve, ante todo, como estereotipo para estigmatizar a la juventud más precaria y desposeída, amontonada en pueblos y periferias urbanas. Jóvenes, y ya no tan jóvenes, arrojados a la cuneta por la infernal cadena de reformas laborales y por el encarecimiento progresivo de la educación. Gracias también a la destrucción, tan deliberada como minuciosa, de todo el tejido agrícola e industrial que sostenía a las clases antaño llamadas populares. La mirada dominante, que define a los jóvenes universitarios como víctimas inocentes y esforzadas, considera a estos jóvenes proletarios como los únicos responsables de su negra suerte. Para referirse a ellos, algún cráneo privilegiado ha llegado a inventar el insultante término ninis: ni estudian, ni trabajan. Todos hemos de sobreentender que no lo hacen porque no les da la gana. Uno de los dogmas básicos del liberalismo es que los pobres son culpables de su pobreza.
Cualquier día el cani, harto de recibir palos y ser ridiculizado, va a retomar la tradición de intervención pública de su ancestro, el majo. Entonces más de uno va a tener que revisar sus esquemas solo para darse cuenta de que ya es tarde. En particular, la nueva o vieja izquierda de clase media, incapaz de empatizar con nadie que no tenga estudios superiores, ni de comprender los parámetros de supervivencia juvenil en el extrarradio: acoso policial, violencia cotidiana, ninguneo cultural, hacinamiento, consumismo frustrado, negación sistemática de cualquier perspectiva profesional, y el narcotraficante del barrio como referente de éxito más cercano.
En 2005 se sublevaron las banlieues francesas, sin resultado positivo alguno. De esa frustración se han alimentado el integrismo islámico y el Frente Nacional. En 2011 les llegó el turno a los suburbios ingleses, que obtuvieron lo mismo: una buena dosis de represión, ninguneo y desprecio. Resultado: ascenso del UKIP. Cuando nos llegue el 15-M de los bloques y las barriadas, no va a ser tan civilizado, tan paciente, tan simpático ni tan ocurrente como el de las plazas. Ni va a contar, por supuesto, con la misma tolerancia policial, institucional y mediática. Pero será obligatorio escuchar esa llamada, aunque llegue entre coches ardiendo y comercios saqueados. Porque sólo el demonio sabe qué forma de fascismo puede llegar a arraigar entre nosotros si no nos olvidamos inmediatamente de falsas Esperanzas y empezamos a escuchar con atención a los extrarradios.