Colombia se enfrenta hoy a la anfitriona en los cuartos de final del Mundial de Brasil. La selección cafetera está ante una oportunidad única de pasar a semifinales y confirmar que tenemos delante a una generación de jugadores con un gran futuro, una escuadra comandada por el James Rodríguez, omnipresente en los últimos días en la prensa española. Pero no es la primera vez que Colombia llega a una cita mundialista con grandes expectativas. Algo parecido sucedió en el Mundial de Estados Unidos, en el verano de 1994. La selección, entrenada por aquel entonces por el Pacho Maturana, también llegaba a aquella cita con un gran equipo en el que sobresalían Carlos Valderrama, Harold Lozano, Freddy Rincón, Óscar Córdoba, Adolfo El Tren Valencia, Faustino Asprilla y un central contundente, seguro, elegante y con mucho gol de nombre Andrés Escobar Saldarriaga. Eran muchas las esperanzas depositadas en aquel bloque. Sin embargo, eldestino no pudo ser más irónico y más trágico a la vez. Un desgraciado gol en propia puerta de Escobar, ese zaguero que podía hacer sufrir a las defensas rivales, mandó a Colombia a casa en la primera fase. Ante Estados Unidos, Escobar acabó involuntariamente con más que la ilusión de un país. En aquel momento Escobar no era consciente de que su propia vida tenía también los días contados.
Parafraseando al periodista colombiano Víctor Rosas, que trabajó hombro con hombro con Andrés Escobar en una columna que tuvo el defensa en la revista El Tiempo, aquel fatídico 2 de julio de 1994, en el Estadio Rose Bowl de Los Ángeles y ante 93.689 espectadores, «murió el fútbol». Aquella jugada fue un cúmulo de despropósitos. Los cafeteros venían de perder ante Rumanía por 3-1 y estaban nerviosos. A los 14 minutos del primer tiempo, Fredy Rincón hizo un mal pase en el centro del campo y le regaló un balón a Eric Winalda, quien de inmediato abrió a la izquierda hacia John Harkes. El volante recibió el balón y avanzó libre hacia al área colombiana, pues ni Carepa Gaviria ni Chonto Herrera lo presionaron, y tiró un centro. Escobar intentó cortar el balón, pero el cuero terminó por colarse en el arco defendido por Óscar Córdoba, quien se movía al lado derecho de la portería y no pudo retroceder a tiempo. Fue el único autogol que marcó el número ‘2’ colombiano en toda su carrera. Al final, todo terminó 2-1 con derrota para Colombia y los cafeteros quedaron eliminados del Mundial en la primera fase. Y aquel día «murió el fútbol».
Y es que apenas unos días después, el 2 de julio, mientras el futbolista del Atlético Nacional disfrutaba de sus vacaciones y se preparaba para incorporarse a un AC Milan campeón de Europa, Escobar protagonizó una tragedia mucho mayor que la que le había tocado sufrir en el Rose Bowl angelino. Fue acribillado en el aparcamiento de la discoteca Padua, en el sector de Las Palmas de Medellín, a las 3:13 de la madrugada y después de haber aguantado durante horas a una manada de borrachos enfurecidos e inclementes que le gritaban “¡autogol!, ¡autogol!”. En el momento de la muerte iba montado en su coche y había bajado la ventanilla para pedir respeto a los indignados que le habían estado insultando en el club. Se había vuelto a topar con dos de aquellos impresentables en el aparcamiento. Su asesino, Humberto Muñoz, le propinó seis disparos acusándole de ser el culpable de la eliminación de Colombia. El revólver lo descargó a balazos en la cabeza del defensa.
Escobar fue una víctima más de la convulsa Colombia de los años 80 y 90, un país en guerra encubierta entre el Gobierno, los narcotraficantes y las guerrillas de grupos como las FARC. Según explicó el fiscal que llevó el caso, Jesús Albeiro Yepes, al diario El Espectador, aquellos tipos maleducados no eran unos simples borrachos. Las personas que le increparon eran Pedro David y Juan Santiago Gallón Henao, dos polémicos y poderosos empresarios del que era guardaespaldas el asesino y que están relacionados con el narcotráfico y las apuestas ilegales, el verdadero detonante del asesinato del defensa. Muñoz trabajaba como chófer y guardaespaldas de los hermanos Gallón y, al verlos discutir con Escobar, salió del coche en la que dormitaba y disparó el revólver. Lo último que le dijeron los mafiosos a Escobar fue un amenazador «usted no sabe con quién se está metiendo».
Según relata el escritor bogotano Ricardo Silvas Romero, Escobar «había encarado con coraje y sentido del humor en los días anteriores, junto a los técnicos de la selección de aquel entonces, Francisco Maturana y Hernán Darío Gómez, el hecho de haberse metido un gol en su portería en el segundo partido de una Copa en la que Colombia se veía como favorita y que dejó fuera a un bloque comandado por Valderrama, Asprilla o Rincón.
Incluso, el destino fue más cruel. El lunes 27 de junio, apenas cinco días antes de su asesinato, Andrés Escobar había titulado su columna en El Tiempo con un ‘La vida no termina aquí’. En ella, Escobar explicaba que “después de tantas vueltas, poco a poco se van decantando las razones de este fracaso en el Mundial”; “nos faltó verraquera”; “es una cuestión de honor reconocer que no tuvimos el empuje necesario en los momentos difíciles que nos trajo el campeonato”; “por favor, que el respeto se mantenga”; “y hasta pronto porque la vida no termina aquí”. Iba a casarse con su novia de los últimos cuatro años, la odontóloga Pamela Cascardo e iba a reemplazar a Franco Baresi dentro de unos meses en San Siro. Sin embargo, seis balas se cruzaron en su camino.
Hoy, veinte años después, Muñoz, a pesar de ser condenado a 43 años de prisión, está libre, al igual que sus «patrones». Cosas de la justicia. El recuerdo de Escobar debe conformarse con los homenajes que se le rinden anualmente tanto por todo su país natal como por el resto del mundo. El último, en su Medellín natal el pasado miércoles, coincidiendo con el vigésimo aniversario del deceso. Una liga de fútbol callejero también lleva su nombre y su vida será llevada a la ficción.
Andrés Escobar Saldarriaga nació el lunes 13 de marzo de 1967 en una casa del barrio Calasanz de Medellín, la gran ciudad colombiana que más ha abrazado el tráfico de drogas. Era un niño inquieto que solía ir a la primera misa del día con su madre, Beatriz, que murió demasiado pronto. Después, un adolescente que se sentía a salvo siempre y cuando estuviera con don Darío, su padre y el que le contagió el fútbol como a toda su familia. Finanemente, Andrés fue un joven que hacía lo que podía para ser el mejor amigo de sus cuatro hermanos, que lo veían menor, flaco y buenazo. Sin embargo, Escobar tomó la decisión de ser futbolista antes de terminar el colegio porque eso era lo que realmente le gustaba: “El día que yo no siga jugando con alegría –decía cada vez que podía–, ese día no juego más”.
Desde el principio, Escobar fue la misma persona disciplinada, pragmática e intachable tanto en el campo como en la vida. “Uno juega como vive: cuanto mejor comas, duermas, vistas, hables y trates a los demás –dijo alguna vez al periodista Gonzalo Medina, que recogió esas frases en el libro Una gambeta a la muerte–, mucho mejor vas a jugar”. Entró en su Atlético Nacional en 1986 y jugó su primer partido profesional el 22 de marzo de 1987. Llegó a la Selección de Colombia un año después, tras ser convocado por Maturana para remplazar al respetado Norberto Molina. Y, en apenas seis años, hizo una carrera brillante, pero demasiado corta. Perdió la vida a los 27 años, como esos genios de la música que vivieron demasiado rápido. Sin embargo, la disciplinada vida de Escobar en poco pudo parecerse a los excesos de Joplin, Hendrix, Kobain, Brian Jones o Amy Winehouse. Él no se destruyó, a él lo destruyeron a balazos.
Los aficionados cafeteros recuerdan su gol de cabeza en el estadio de Wembley con el que Colombia derrotó a Inglaterra, su papel fundamental en la la Copa Libertadores de 1989 con el Atlético Nacional, o sus actuaciones en el Mundial de Italia’90. Como negro epílogo, también su papel el decepcionante campeonato mundial del 94. Para los contrarios era inoportuno, pero para sus compañeros era certero. Para su equipo era efectivo, pero para los rivales era letal. Ese era Andrés Escobar Saldarriaga, quien con la capacidad que le daban sus 1,87 metros de estatura se encargaba de evitar los goles en su portería y con la misma habilidad los marcaba para su conjunto. Siempre con el ‘2’ a la espalda en su camiseta, que lo identificaba como zaguero central, en ocasiones parecía vestirse el ’10’ por un instante para hacer algún pase o el ‘9’ para definir como todo un goleador, ya fuera de cabeza, o con cualquiera de las dos piernas. Y es que según el propio Pacho Maturana, a pesar de haber pasado 20 años de su fallecimiento, «aún no ha salido un jugador con sus características en Colombia».
Descanse en paz, Don Andrés. Y aunque no tengo nada en contra de Brasil y si mucho contra Scolari, al que le acuso de cargarse el jogo bonito de la canarinha, sería bonito que los nuevos cafeteros le rindieran el homenaje que se merece y demostrar que el fútbol no ha muerto. Y su mejor manera de hacerlo es seguir mostrando ese fútbol técnico, alegre y valiente que también era santo y seña de aquella desgraciada selección de Colombia que entrenaba Maturana.