Wadi Rum – Jordania La carretera, árida y poco transitada, llega a su fin. La bruma tenue y el sofocante calor no engañan: hemos llegado al desierto. Abandonamos el coche que nos ha conducido desde el Golfo de Aqaba hasta el pueblo de Rum y nos montamos en un viejo y destartalado Jeep. Un joven beduino mete las mochilas en el maletero y, tras una efusiva bienvenida, emprendemos el camino hacia el campamento. El polvoriento cuatro por cuatro recorre 13 kilómetros entre dunas, camellos, grandes peñascos y algún pequeño arbusto despistado hasta llegar al asentamiento. Cuatro sencillas tiendas de campaña enclavadas, a cobijo del viento y el sol, entre tres rocas de granito, componen el que será nuestro hogar durante las dos próximas noches.
La erosión de gigantescas rocas areniscas en lo que hace millones de años era el fondo del Mar Rojo otorgan al desierto de Wadi Rum un poder de seducción difícilmente imaginable. Siqs, dunas, cañones y puentes naturales, formados por el implacable soplar del viento y el correr del agua durante milenios, se tiñen al atardecer de un intenso color azafranado que contrasta con las oscuras siluetas de las montañas lejanas, allá donde el sol parece tener prisa por esconderse. En apenas un par de horas, el bochorno diurno deja paso a las gélidas temperaturas que a lo largo de la historia han castigado a tantas tribus y aventureros que han osado pernoctar en el desierto.
A las diez, después de una opípara cena a base de arroz con salsa de yogur, pollo, verduras ykhobez (pan fino y redondo típico de los países árabes), nos alejamos del campamento por un sendero entre las rocas, con la grata compañía de nuestro guía y amigo Arfan. “Aquí”, dice. Obedecemos. Nos sentamos en la arena, todavía tibia, que produce una placentera sensación en contraste con el aire frío. Envueltos por el más absoluto de los silencios, contemplamos el cielo. Oscuridad, silencio y estrellas. Conversamos animadamente con nuestro amigo acerca del islam, de la vida en el desierto, de sus antepasados… Y arriba, y a un lado, y al otro, la inmensidad del cielo, salpicado por la enorme Vía Láctea, que, con su imponente presencia, parece reclamar protagonismo. El rayo de luz de una linterna, a lo lejos, llama nuestra atención. Alarmados, preguntamos a nuestro amigo acerca del intruso. Sonríe y nos tranquiliza: “Un amigo mío. Nos trae té”.
Mâred, de sonrisa impecable y omnipresente, nos ofrece un cigarrillo. Uno más. Los dos jóvenes beduinos, conscientes de nuestra ignorancia urbanita, señalan las constelaciones que bañan su cielo impoluto. El recién llegado, más hablador que su compañero, describe el único año de su vida que se alejó de las noches del desierto. Cuando tenía dieciocho años, sus padres, deseosos de conseguirle un éxito económico que a ellos se les había negado, le enviaron a estudiar ingeniería a la “gran ciudad” de Al Karak. No pasó del primer curso. Cuatro paredes no pueden ser un hogar. Volvió a la arena.
La noche se alarga, se enfría, pero entre sorbo y sorbo de té, el clima de confianza entre europeos y beduinos se intensifica. Los dos amigos nos explican, orgullosos, algunas de sus proezas por las tierras de Wadi Rum. En una ocasión, Arfan, que descubría a unos turistas los recovecos más cautivadores del desierto, advirtió un todoterreno israelí pisándole los talones a su Jeep, ahorrándose el puñado de dinares que cuesta contratar a un guía local. Enojado, decidió acelerar y perderlos en la nada del desierto. “No tengo ni idea de cómo salieron de allí. ¡Si es que salieron!”, exclama entre risas.
Menos inocente es el anecdotario de Mâred, unos años mayor que su compatriota. Aunque habla como si de una gamberrada adolescente se tratara, lo cierto es que, durante un año, se dedicó al contrabando: tráfico de drogas. Llevaba el material de Jordania a Arabia Saudí, cruzando la frontera por el desierto. Lo hacía de noche y a pie. A su espalda, una mochila cargada de una variante comestible de la cocaína -valorada en medio millón de dólares-. Un trabajo peligroso, teniendo en cuenta que en Riad esta actividad se castiga con la decapitación. Aunque a Mâred el juicio poco le importaba: “Si te pillan con la droga, te matan allí mismo”.
El trabajo estaba pensado para dos hombres, que se repartían el poco material extra: agua, comida y un fusil Kalashnikov. “Nunca llegué a disparar”, asegura, “al menos no a un ser humano”, añade con una carcajada. Normalmente, la operación no duraba más de tres horas, aunque en ocasiones tuvo que resguardarse hasta dos días en algún escondrijo, a la espera de que las autoridades saudíes le perdiesen la pista. Le preguntamos si tomaba alguna sustancia para superar el miedo. “No, las drogas dan sed. Antes de salir, me arrancaba el corazón y sólo me dejaba llevar por los pies. Nunca tuve miedo”, relata sin dar demasiada trascendencia a lo que cuenta, pero con un evidente punto de orgullo.
Si Mâred nos narra su historia es, precisamente, porque nunca le pillaron. Supo dejarlo a tiempo. Un compañero suyo no tuvo tanta suerte, aunque pudo ser peor: cuando las fuerzas de seguridad saudíes lo capturaron, ya había dejado la carga y estaba de regreso hacia la frontera jordana. Conservó la cabeza, pero cumple una larga condena en una prisión de Riad.
El trapicheo con sustancias ilegales comportó a Mâred ingentes beneficios: calcula que ganó unos 200.000$, aunque no lo afirma con rotundidad. “Tenía tanto dinero que no lo contaba. No sabía qué hacer con él”. Adquirió tres deportivos de gama alta, viajó por todo el mundo, se amistó con la bebida y las drogas -pese a ser musulmán- y se dio a conocer a base de billetes en los prostíbulos de la vecina Aqaba. “Cuando iba con mis coches de lujo, la policía me paraba y, desafiándome, me decía: ‘sabemos lo que estás haciendo”. Pero no tenían pruebas. Sonríe, pícaro, y explica cómo sorteó la presión de las autoridades con una sola llamada. Mâred se puso en contacto con “alguien de arriba”, y después todo vino rodado. La cadena de llamadas fue bajando hasta llegar a los policías que le habían amenazado. “Ahora son mis amigos”, dice el beduino tras una risotada. Su recién adquirido poder también le sirvió para sacar de la cárcel, a los dos días, a un amigo condenado a más de un mes.
De nuevo, se hace un silencio largo, denso, pero agradable. El amigo beduino se pone trascendente por primera vez en la noche. Sustituye su sonrisa burlona por un semblante más serio. Mira la arena y coge un puñado, que deja escapar de su mano lentamente. Pese al alcohol, el sexo, el poder y el dinero, se sentía vacío. No podía controlarlo. No era feliz. “Ya no me queda nada de lo que gané en aquellos tiempos. Pero no me importa, es mejor ganarse la vida con el sudor de la frente”. Ahora, Mâred vuelve a ser un beduino más. Disfruta de una vida bucólica en la infinidad del desierto. Entre lagartos, zorros, conejos y gacelas. Y entre camellos.
NOTA: LOS NOMBRES DE LOS PROTAGONISTAS QUE APARECEN EN ESTE TEXTO HAN SIDO MODIFICADOS PARA PROTEGER SU IDENTIDAD.