Cuántas veces habré escuchado la palabra “no”. “No puedes”, “eso no se hace”, “eso no está bien” y otras tantas expresiones interiorizadas por todos como reacción a lo impredecible, y cuyo único fin es el de limitar las infinitas capacidades humanas. Hacer lo que hace el resto sin plantearse el porqué, es una muestra de cobardía y represión. Aunque no se puede llamar cobarde a quien no ha tenido la oportunidad de mostrar su valentía. Decía Elvira Lindo, en una de sus magníficas columnas, que unos días adora Madrid y otros la detesta. Algo parecido me ocurre a mí con la sociedad al completo. Unos días me admiro de lo maravilloso que puede llegar a ser el ser humano, y en cambio otros, los más, me asusto de la maldad que demuestra.
El otro día, zapeando en busca de algún contenido televisivo que requiera de mí algo más que dejar el cerebro en actividad cero, me encontré con Pablo Pineda. Este hombre de 40 años es un maestro, escritor y actor español, galardonado con la Concha de Plata por su actuación en la película Yo, también. Mal que me pese reconocerlo, no le conocía, aunque tuve el habitual recuerdo que empieza en pregunta (“¿De qué conozco yo a este chico?”) y acaba en exclamación (“¡Ah, sí! De la tele”). Impactada por sus declaraciones decidí escuchar la entrevista completa. Como no podía ser de otra forma, Pablo rememoró las innumerables zancadillas que el sistema y quienes lo asumimos, le habían interpuesto en su camino. Era una historia de esfuerzo y superación, pero lo más importante de su relato es que se había negado a seguir los dogmas impuestos por el convencionalismo, y había decidido demostrar, a quienes dicen “no” por sistema, que su futuro le pertenece.
Desconozco el nivel de capacitación que le habrán atribuido aquellos que se han apropiado el “deber” de hacer estas consideraciones, lo que sí sé es que más de un “experto en nada”, que incendia las televisiones con lecciones de todo, debería coger papel y lápiz y anotar todas las cualidades que demuestra Pablo, para ver si así, memorizándolas, consigue interiorizar alguna.
El sistema nos empuja a desaprobar todo lo que se sale de sus renglones predefinidos. Por eso, en vez de maravillarnos ante casos de superación y esfuerzo, preferimos recurrir a los clichés y estereotipos con los que tan cómodos nos sentimos. Clichés con los que etiquetamos un mundo inclasificable. Creamos un espacio de “confort” donde todo es sencillo y predecible, y en el que nuestros sueños y expectativas se quedan fuera. Desde pequeños acudimos a centros educativos cargados de profesores que llevan la negativa por bandera, para conseguir un rebaño de alumnos que acepten normas sin cuestionarlas lo más mínimo. Es algo para lo que nos educan. Está impregnado en nuestra conciencia social.
No cabe duda de que necesitamos tener una serie de normas de convivencia, y la solución no estriba en desatar los instintos más primitivos sin considerar otros factores, pero ¿es necesario que leyes y normas repriman todo lo que nos hace especiales? En fin, eso de “mis derechos terminan donde empiezan los del otro” está my bien, pero ¿acaso eso quiere decir que sólo tengo derecho a hacer aquello que no “moleste” a otra persona? Me desconcierta este falso interés en fingir que anteponemos las libertades y derechos de los demás a los nuestros. La proliferación de casos altruistas y ciudadanos comprometidos con la defensa de la integridad del ser humano ha aumentado exponencialmente en los últimos años, pero hasta el momento el egocentrismo lleva la delantera. Quizás el primer paso necesario para respetar a los demás sea empezar respetándose a uno mismo.
En este baile de poderes, se encuentran los que creen que tienes derecho a todo eso que pone en la Constitución, y los interesados en crear leyes que lo contradigan. Y así es como funciona todo: unos hacen y otros deshacen. Hace cuarenta años unos señores de traje y corbata se pasaron semanas escribiendo un texto que sería la base de la democracia española. Pocos meses después, se levantaba la veda para buscar recovecos al texto, que les permitieran estar por encima de la ley. Esta ha sido la tónica dominante durante los años de “democracia” en España. La valía de la Constitución se ha puesto demasiadas veces en tela de juicio y cada vez se antoja más plausible la necesidad de modificarla.
Muestra de ello es el concepto desfasado que plantea sobre la igualdad. La Constitución dice que todos somos iguales, y eso queda muy bonito en el papel, pero seamos justos, no existen dos personas iguales, lo único que nos asemeja es la pertenencia al ser humano. Todos somos diferentes. Es imprescindible para mantener una convivencia basada en el respeto, que todos entendamos esto y dejemos de verlo como algo negativo. Debemos tener derechos, deberes y obligaciones, pero ¿en nombre de qué principio supremo se atreven a reprimir nuestra biología? Criminalizar lo diferente es una herramienta poderosa que consigue ningunear lo que debe servir de ejemplo.
Los ciudadanos somos piezas de un enorme tablero de ajedrez en el que tenemos como única función dejar que nos muevan a la posición estratégica que más beneficie al dueño del juego. Pero no somos inocentes, hemos sido durante años consentidores y recae sobre nosotros la condena de haber cedido ante la aberrante destreza de algunos “sin talento” que se han hecho grandes a nuestra costa. ¿De qué subsistirían sino los bancos? Lugares cuya única actividad es la de utilizar nuestro dinero para llenar sus arcas aún más. Seguramente, si le pidiera a alguien por la calle que me diera su dinero para hacer negocio con el, me daría una negativa por respuesta. Sin embargo, con los bancos todos accedemos a cederles el resultado de nuestro trabajo para que nos lo “guarden”. Afortunadamente, el mito del banco que “guarda” ha descendido proporcionalmente con la disminución de la inseguridad social. Ahora lo que tenemos es una serie de procesos y normas que nos obligan a conservar ahí nuestro dinero, para poder cumplir con nuestras obligaciones fiscales y legales. ¡Qué suerte!
Es indudable que la Constitución necesita una serie de reformas que pongan en valor a la ciudadanía al completo y respete las inquietudes individuales. Es urgente una renovación que la adapte a los tiempos en los que vivimos, pero lo que es sumamente imprescindible es que no la reformen los que no la han aplicado en los cuarenta años que lleva en vigor.