Si preguntase a cien personas con cierto sentido común si creen que hay muchas tiendas de ropa que facturan lo mismo que Zara, me dirían que no. Al igual que tampoco me dirían que los restaurantes de su barrio ganan lo mismo que el de Ferran Adrià o Karlos Arguiñano. Es algo que cualquiera puede intuir.
En cambio, cuando se habla de los futbolistas pocas dudan a la hora de poner a todos en el mismo saco. No importa si son de de Primera, Segunda, Segunda B o Tercera. Para los aficionados que no tienen relación directa con un jugador profesional, todos los jugadores que viven de este deporte se pegan una vida de lujo. Al ver las cantidades que se manejan en Primera, por asociación, dan por hecho que los que no son súper estrellas ganan solo un poco menos. O lo que es lo mismo, una millonada impresionante si ponemos como referencia lo que ganan los diez mejores jugadores del mundo.
La realidad es bien distinta a medida que se desciende por la masa salarial del equipo y se van bajando categorías. No voy a negar que en el fútbol modesto se pagan buenas cantidades de dinero, más aún si tenemos en cuenta la relación entre horas de trabajo y sueldo. Los futbolistas no pueden decir que están esclavizados como los trabajadores subcontratados por empresas locales que confeccionan ropa o calzado para multinacionales como Zara o Nike (entre otras). Pero la mayoría de los futbolistas tampoco ganan los diez millones de euros (o más) que se pueden embolsar algunos jugadores del Barcelona o el Real Madrid, sin contar sus ingresos publicitarios. La estrella de uno de estos equipos gana más dinero del que presupuestan para pasar toda una temporada muchos de los rivales a los que se enfrentan Madrid o Barça. Es algo surrealista pero muy habitual en la Liga española. Algo tiene que fallar cuando existen esas diferencias entre clubes.
La imagen de opulencia que gusta mostrar a muchos jugadores es perjudicial para el gremio de los futbolistas. Ellos no son conscientes de ello, pero la atención de los aficionados es la gasolina que alimenta al ego de los jugadores. No todos saben llevar la popularidad sin hacer abuso de ella. Para algunos jugadores con menos protagonismo, ser reconocidos puede ser un estímulo para subir el autoestima. Por contra, las estrellas juegan a tratar pasar desapercibidos… dando la nota. Por ejemplo, entrando en lugares techados con gafas de sol y gorra. O conduciendo coches tan llamativos que hacen voltear la cabeza a los viandantes y ojear a un lado a los demás conductores en los semáforos. Eso sí, después bajan del coche a la carrera como quien no quiere ser reconocido. A los famosos les gusta ser reconocidos –cuando digo famosos, lo digo con tono despectivo; me refiero a los que viven solo de su popularidad y no se les conoce trabajo– allá donde van para ser tratados de manera especial a cambio de una foto, o lo que es peor, un autógrafo, a piece of shit.
Los jugadores de categorías más modestas sueñan con ser tan prestigiosos como los ídolos que militan en la élite, pero en los escalones inferiores del fútbol todo depende de la ciudad en la que uno se encuentre. Curiosamente, no es lo mismo jugar en el Cádiz que en el Espanyol. A pesar de ser los pericos un club histórico de la Primera División española, en una ciudad tan gigantesca como Barcelona, los blanquiazules no gozan de la misma popularidad que sus vecinos del Camp Nou. Ser perico en Barcelona es un acto de rebeldía, mientras que un club como el Cádiz es el principal representante de una ciudad con una masa social fiel a su equipo independientemente de la categoría en la que se encuentre. En Cádiz, el Ramón de Carranza es tan importante como el Teatro Falla. El Cádiz es una institución para los gaditanos a la altura del Carnaval.
Pero no todos los equipos tienen tanto reconocimiento en sus ciudades. La afición incondicional del Cádiz es, tristemente, un caso atípico entre un puñadito de excepciones. En Segunda B y Tercera hay muchos equipos y pocos espectadores. Cuantos menos espectadores, menos importante es el club; y si la entidad no es importante, los jugadores no pueden percibir sueldos enormes. En esos casos, 2.000 al mes supone actualmente un gran sueldo para un jugador modesto, aunque es cierto que ha habido épocas en las que se han llegado a pagar auténticas barbaridades a futbolistas que jamás habían pisado la Primera División y que, además, tenían pocas expectativas de hacerlo. Pese a la caída en los salarios, en grupos potentes de Tercera española (Madrid, Andalucía, Catalunya…) podemos hablar aún de emolumentos 500 euros de media. Algunos pueden cobrar 1.000 pero a costa de que otros ganen 300 míseros euros. Ser mileurista no da para una vida de lujo, aunque sí para una buena vida tal y como están las cosas. Uno de los problemas del futbolista es que, paradójicamente, disponer de tanto tiempo conlleva la posibilidad de gastar más dinero de lo que a uno le gustaría. El aburrimiento del profesional de la pelota se transforma en una chaqueta nueva, unas zapatillas último modelo o un novedoso aparato electrónico cada poco tiempo. Cuando el sueldo lo permite, el jugador acostumbra a tener el fútbol como única ocupación. No está mal para alguien que no va a llegar a Primera en su vida.
En los meses que jugué en el Dundee FC (Escocia), un compañero italoaustraliano se arreglaba muchísimo para ir a entrenar. Un día le pregunté por qué lo hacía y me contestó convencido que le enseñaron en Italia que «un jugador debe vestirse como un señor para que le respeten». Eso estaba muy bien, pero el tipo tenía mejor pinta fuera del terreno de juego que dentro del campo. Solo había que verle moverse por el verde: era pura fuerza pero poco talento. Él era humilde pero su forma de vestir hacía que todos vieran que era un jugador de fútbol: no era solo la ropa, tenía también las piernas las tenía tan arqueadas que no podía sospechoso de otro deporte más que del balompié. Aquel australiano de orifen italiano tenía obsesión por parecer buen futbolista en lugar de obsesionarse por jugar bien. Esa buena planta le facilitó el aterrizaje en varios clubes, donde el crédito le duraba hasta que le veían jugar. Él no trataba de destacar ante nadie pero parecer futbolista era más importante que serlo. No era un iniciado en el mundo del fútbol, ya que había participado en unos Juegos Olímpicos con su país. Sobra decir que era una promesa del fútbol australiano y sabía lo que es el mundo profesional porque antes ya había militado en otros equipos de mayor nivel que aquel Dundee FC en el que nos encontrábamos.
Los que integrábamos aquel plantel teníamos tres perfiles:
a) Dinosaurios: Jugadores escoceses en el final de sus carreras.
b) Tigres de bengala: Jugadores escoceses jóvenes con proyección a ser importantes en el club o buscar un lugar mejor.
c) Camaleones: Jugadores extranjeros que utilizábamos al club para llegar a un equipo más grande (Celtic, Rangers, Hearts, Aberdeen…).
Al igual que el australiano, yo pertenecía al grupo de los Camaleones. Nos adaptamos a cualquier ambiente con tal de acercarnos a nuestros objetivos, que solo son sombras de lo que soñamos un día. Estar ahí podía parecer la gran vida para aquellos que no estaban en Dundee, pero la verdad es que es duro para alguien que ha estado en clubes medianamente importantes dar un paso atrás en las nuevas condiciones de vida. Acostumbrados a buenos apartamentos, compartir piso con otros dos compañeros es un duro golpe al ego de un futbolista profesional. El sueldo era de unos 2.000 libras, que no era gran cosa para un jugador de fútbol hace una década. Aun así, algunos aficionados nos reconocían por la calle; eso era gratificante. Otras personas, al enterarse de que éramos jugadores, nos trataban especialmente bien porque su verdadera intención era conseguir alguna entrada. Para ellos éramos eminencias, pero si llegan a saber que compartíamos piso porque si cada uno se hubiera alquilado el suyo nos hubiese quedado muy poco dinero… Para ahorrar solo había una tele. Estaba en mi habitación y recuerdo que la compré en Cash Converter por 35 libras. Era tan pequeña que la llamábamos «la Game Boy». En ese minúsculo aparato veíamos Lost, las noticias y algún programa de música. Tres futbolistas alrededor de una pequeña televisión compartiendo un piso de dos habitaciones en el cual sacrificamos el salón, transformado en dormitorio, para tener todos cierta intimidad. Esa era la vida de los fichajes estrella del Dundee FC para la campaña 2005/2006. Esa es la vida de muchos otros jugadores de fútbol en la actualidad. El lujo es cosa de unos pocos.
En este deporte ocurre como en el programa de TVE Españoles por el Mundo, en el que te mostraban que emigrar era un chollo. Solo sacaban españoles que vivían en islas paradisíacas gracias a una escuela de submarinismo que ellos mismos habían montado. No es oro todo lo que reluce y el mundo del fútbol no es una excepción. Fijaros en un detalle que pasaba inadvertido en Españoles por el mundo: mucho bla bla bla, pero todos los entrevistados andaban como locos porque les llevaran productos españoles a su lugar de residencia como si fueran heroinómanos esperando por su dosis.
El futbolista común es el que más abunda. Las estrellas y jugadores de Primera –que son dos especies diferentes– no representan a nadie más que a una pequeña fracción de los jugadores profesionales que juegan en las diferentes categorías. En el fútbol hay más cocineros de Bar Manolo que chefs de El Bulli.
Fotografía: Wikicommons