Estábamos dos parejas cenando un sábado noche en casa de unos amigos cuando –al finalizar los postres y después de una amena conversación de temas cruzados– el anfitrión aprovecho uno de los silencios para decir: «¿Jugamos a algo?» Automáticamente dije que no. Fue una respuesta instintiva. La cena y la velada estaban siendo perfectas, no había porque estropearla con un juego de mesa a la 1:30h de la madrugada. Mi respuesta no fue meditada. Es como si me hubiese preparado para contestarla de forma negativa en cualquier momento de mi vida. A los pocos segundos me sorprendió ese rechazo a los juegos de mesa. El anfitrión me preguntó si no había ningún juego que me gustase… Que alguno habría, pero no. El parchís es un juego que encuentro tedioso, aburrido y matatiempo. La oca me parece muy infantil y desfasada; las cartas recuerdo que me gustaron en el algún momento de mi vida pero a esas horas no me apetecía embarcarme a aprender nada nuevo. Hay muchísimos juegos pero no recordaba ninguno que me pueda apetecer a practicar después de comer. Ni el ajedrez, un juego que me encanta pero en el que estoy muy verde y no sé si mi pasión por el ajedrez no es más que un recuerdo de mi niñez compitiendo en torneos escolares.
De todos modos no creo que la sobremesa (postres y licores incluidos) sea el mejor momento para jugar al ajedrez al igual que no lo sería para ponerse a jugar a fútbol sin haber hecho la digestión. El aparato digestivo es un segundo cerebro y el mayor ejercicio diario que realiza el cuerpo es la digestión. Supongo que esta puede ser una de las razones por las cuales no me parece el mejor momento para concentrarme en una partida de ajedrez mientras mi aparato digestivo está tratando de silenciar los pedos. Además, en el ajedrez solo participan dos personas y éramos cuatro. Yo prefiero quedar expresamente con alguien para jugar al ajedrez aunque sea de forma distendida pero sin distracciones ajenas a los dos jugadores. A raíz de mi sorprendente negativa a los juegos de mesa, surgieron nombres de juegos que fueron populares en los 90 como el Pictionary, Tabú, Scattergories o el Trivial. Este último, parecía a los ojos de los anfitriones, que podía interesarme (por mi perfil de cultureta de barrio), pero tampoco me gusta un juego en el que el más sabiondo responde a las preguntas. «Así aprendemos» –dijo alguien– , yo mejor diría que «así memorizamos datos», que no es lo mismo que aprender.
Los juegos están bien, no lo voy a negar pero después de 432 palabras todavía no sé por qué no me gustan los juegos. Se supone que soy un tipo divertido pero es que tampoco me gustan los chistes. Opino que charlar ya origina risas y que los chistes forman el guión de quien no tiene nada divertido que contar. Las anécdotas, aunque no las haya vivido uno mismo, son infinitamente más divertidas que los chistes (y seguro que me cuentas un chiste y me río) pero cuando éstos están muy mascados aburren y debes simular que no lo conoces para no estropear la buena intención de quien lo cuenta. Evidentemente que prefiero a los que cuentan chistes que a los que cuentan penas para acaparar atención, sin lugar a dudas. Pero creo que nuestras vidas, por muy monótonas que sean, tienen más de interesante que una batería de chistes aprendidos casi de memoria. ¡Ojo! Hay gente muy buena contando chistes. Incluso a veces es necesario contar un chiste para explicar algo en concreto. Esa es el mejor uso que se le puede dar a un chiste; contarlos de manera puntual e imprevisible… Cuando nada hace parecer que se acerca, soltarlo de golpe. La gente se descolora y se siente como cuando la policía circula con su luz azul brillando tras tu coche y en un momento dado te adelanta. Un alivio. Los chistes mitigan el dolor pero hay que saber cuándo y cómo contarlos. No hay lugar malo para arrancar una sonrisa; ni en los entierros nos libramos de ellas. Somos así, necesitamos aliviarnos con una sonrisa. No hay medicamento que te haga sonreír, no lo hay. La ciencia tiene sus limitaciones, puede explicar por qué sonreímos pero no nos puede hacer sonreír sin dañarnos el cerebro (drogas).
Amo los juegos pero no sé cuando me gustaría jugarlos. Quizás tenga que ver con que en mi casa no se jugaba en familia al parchís en las sobremesas (por suerte). No recuerdo si jugábamos a algo en familia pero sí que éramos felices. En la adolescencia sí me gustaban los juegos porque eran una forma de demostrar ingenio y de retarse a uno mismo, pero con el tiempo los juegos de mesa han cedido terreno a los videojuegos –a los cuales me aficioné en la post-adolescencia cuando tuve recursos económicos para comprarme una consola. Antes, en la niñez, ya tuvimos la Atari 2600, pero fuimos más de jugar en la calle y de correr en el centro cívico (lo que ahora se llama ludoteca infantil). Allí tuve una fase de tonteo con los juegos de rol pero era demasiado joven y no era tan freaky como para dedicarles tiempo. El fin de todos los juegos era ganar y puede que quizás, después de mi paso por el fútbol profesional, mis ansias por ganar no se encuentren acotadas en las reglas de un juego o un tablero. Cuando uno se siente en la obligación de tratar de ser la mejor versión de sí mismo no busca consuelo en vencer a otras personas –aunque solo sea un juego–. Me da igual perder a las chapas porque estoy en la fase final de mi desintoxicación. Desde los 12 años he sentido la necesidad de ganar (y lo he hecho), pero con 26 vi que en todo ese tiempo no aprecié la mejor versión de mí, que es la tranquilidad que tiene uno mismo sin esperar el reconocimiento de los demás.
No es por nada, pero prefiero que sigamos charlando en lugar de comprar edificios y calles hasta conseguir arruinar al oponente y hacerme el dueño de la ciudad. No es mi estilo, construyamos un parque.
Fotografía: María Fernández