Fotografías: Lorena Portero
El Festival Eñe empieza en nada y no sé si llego tarde. Me afeito. Me peino el pelo hacia atrás. Me subo los calcetines blancos hasta las rodillas. Escupo en el portal. Imagino que en un evento tan lleno de escritores, tan literario, debería correr el sexo y el whisky mucho más que el hablar de folios.
–¿A dónde vas? –me pregunta mi vecina, una señora de 70 años.
–A follar.
En un lugar que se define a sí mismo como la Gran Fiesta de la Literatura yo me imagino las salas llenas de humo, debates acalorados, alguna pelea. Morreos por las esquinas con magreos memorables. Algún tipo con sombrero, bigote y espada. Restos de rayas de coca en los retretes del baño. Tangas por el suelo. Nadie en los escenarios, si acaso el público lanzando sillas y rasgando las cortinas. A una poetisa dibujando en las paredes blancas con un rotulador azul. Una pareja follando bajo el hueco de las escaleras. El hombre de seguridad, esposado a una columna y en calzoncillos. Un elefante paseando discreto entre tal espectáculo, buscando la barra de bar. Hernández y Fernández investigando por allí. El chin chin de las copas de champán sonando de fondo, desbordantes las burbujas. Esos brindis, las risas. El baile tremendo de una banda de claqué, sucediéndose en bellísimos bucles. Cámaras de televisión. Gente importante. Gente importante. Gente importante. A mí la gente importante me pone muy nervioso, porque sobreactúo y tartamudeo. El Círculo de Bellas Artes me suena a todas esas cosas. A una explosión de júbilo. A rock and roll. Una reunión de intelectuales, artistas,… cultura por todas partes. A luces, cámara, acción.
En el metro, de camino, voy sopesando que un evento tal y en el centro de Madrid sea carne de cañón para un buen atentado, así como andan las cosas, y con tantos estados de alerta y la psicosis que hay entre las redes sociales y los medios, que hasta miro con sospecha a una anciana cuando mete la mano en su bolso. Pienso en hacerle un placaje, pero no me va el ir de héroe. Soy más un tipo tranquilo. Normal y corriente. Al que le gusta ir por la vida sin muchos excesos tales como salvar el mundo.
Es viernes por la tarde. Madrid se apaga de prisa, como un cigarro moderno. El cielo azul es de color rosa y parece una golosina. La Gran Vía está congestionada. Suena el claxon de algún coche. Taxis, autobuses. Los edificios parpadean y las luces llegan hasta la Plaza Cibeles y sus rocambolescos atascos. La Puerta de Alcalá, detrás, se asemeja a un túnel que parece llevar a cualquier parte y estar lleno de futuro. Todo se desenvuelve hacia una noche bonita.
–Y si lo dice Don Miguel… digo de Cervantes.
–En él pensaba –responde el tipo de la librería Antonio Machado, la cual nace o muere en la propia fachada del lugar al que tanta gente viene hoy a darse cita. Y el señor, muy mayor, de barba y boina que hablaba, se despide y se va. Lamento haberme perdido el resto de la conversación. Al final, he llegado al Círculo de Bellas Artes antes de lo previsto, y he aprovechado para mirar algún título. Dentro de la librería, en el primer mostrador, hay un póster de una foto de Steve McQueen sentado, con un cigarro en la oreja y chupándose los dedos mientras moja un donuts en café, y anda leyendo lo que parece un guion de cine. Pone en letras grandes «reading is sexy«.
Estoy acreditado, y me cuelgo mi pase de prensa al cuello. No sé qué me pasa, que cada vez que me cuelgo un pase de prensa al cuello se me sube el éxito a la cabeza. Pienso en decirle a Lorena, la fotógrafa que me acompaña casi siempre últimamente, que esta vez nos dejemos de pamplinas: las fotos que me las haga a mí y punto, y no a los demás. Llego confundido desde un principio, porque la palabra “festival” me despista. A mí me hablan de un festival y me suena a eso donde se escuchaba «aquella canción de los años 80» a todo volumen, se dormía en tiendas de campaña, se bebía ron barato y el amor se hacía en la arena de la playa. Así que llevo dos condones en mi bolsillo derecho, junto al cuaderno y el bolígrafo, por si acaso. Me acerco a un tipo que viste en forma de camarero, y con inmediata naturalidad le digo:
–Perdone, ¿sabe usted si van a traer luego putas?
Pone una cara un poco rara, así que le enseño mi pase de prensa. ¿Y por dónde queda el catering? Salgo a los pasillos del lugar corriendo como un niño pequeño, acercándome a la barra del fondo a zancada limpia a por una cerveza o una mirinda de naranja, pero me entero que cobran por cualquier consumición. ¿Pero a los de prensa también?, pregunto aturdido, ya con cierta displicencia. Y ni siquiera veo pasear a nadie con bandejitas de comida, con lo que me gusta a mí ir cogiendo canapeses en sitios así. En el centro de la sala se venden libros, lo que ya me parece el colmo, que tampoco los regalen… Y ni siquiera a los de prensa. Por lo menos, en la entrada del teatro Fernando de Rojas hay una azafata insultantemente guapa.
Hay mucha gente joven. Hay mucha gente mayor. Hay mucha gente, mucha más de la que uno podía esperar. Pero no es el festival, de hecho, tal y como yo lo había imaginado. Es algo más rígido. Más formal. Hay, por decirlo de alguna manera, menos folleteo. En el baño solo hay gente meando, nadie drogándose a la vista, y las conversaciones se suceden con total discreción: pasan del Ibex a los selfies con cierta calma, como si fuéramos a vivir eternamente. Se habla de libros y de restaurantes, de trabajo y de familia. Afino el oído, por si escuchara a alguien aclarar el tema de las putas. Pero nada.
Hace un calor del copón. Pero me veo guapo con mi jersey azul oscuro y mi camisa negra, asomando el cuello, y me resisto a quitarme prenda. Además, cada vez estoy más seguro de que la azafata que me gusta está tratando de ponerme ojitos. Sí, me gusta un poco. Yo me enamoro muy rápido. El teatro se va llenando. Es un escenario entrañable. Busco algún asiento vip para la gente de prensa, para la gente importante, pero no encuentro nada del estilo y me siento al final del todo, en cualquier butaca y disimuladamente. Le insisto a Lorena, si quiere que pose yo para alguna foto, que me avise. Y sigo pensando que el lugar es bonito, y reflexiono un poco así sobre cosas muy importantes. ¿Para cuándo he de entregar esto? ¿Y dónde está Lorena? Se ha esfumado de pronto, y la veo hacer fotos por todas partes. Saco mi cuaderno y mi boli, y me acomodo para escribir sobre mis rodillas. Miro alrededor, por si hubiera algún señor calvo y con bigote. Siempre es agradable poder escribir sobre alguien calvo y con bigote. A mí me relaja. Vuelvo la vista al papel. Garabateo mi primera frase y se apagan las luces. Que casi me levanto, ¡oigan!, ¡las luces! No veo nada. ¿Y cómo escribo así lo que me dé la gana?
Aparecen Antonio Lucas y Juan Goytisolo, andando muy despacio por el escenario iluminado. Una mesita pequeña. Dos sofás, dos botellas de agua con sendas copas. Antonio trae consigo lo que parece un gintonic, pero no soy quién para acusar a nadie. Yo daría, ahora mismo, por lo menos 500 euros por un gintonic. Con el calor que tengo me lo echaría por encima, como los runners. Goytisolo parece frágil, un trozo de cristal que volara a punto de caer, hasta que empieza a hablar y entonces se me antoja irrompible, pese a sus 84 años. Toman asiento. Y Manuel Rivas, quien dirige este año el Festival Eñe, se acerca al micrófono que hay a un lado.
–Queríamos, en primer lugar, recordar a las víctimas de París… –El gallego habla despacio. Me parece que le tiemblan las manos, pero solo a mí me lo parece, supongo. Últimamente veo borroso. ¿Necesito gafas? Lee el manifiesto de inauguración, quiere que este sea “un lugar para abrir pasos, un lugar sentipensante”, sensipensante, sentipensante, no sé cómo hostias se dice, pero me parece muy bien.
Antonio Lucas es un hombre elegante (eso está claro), poeta y columnista del periódico El Mundo desde hace muchos años. Habla como un poeta, desde luego, lleva la cadencia en la voz de quien acostumbra a leer versos en voz alta y en público o para sí mismo. «Una persona que encarna todo aquello en quien confiar”, dice de Goytisolo. No sé bien qué tiene Goytisolo, Premio Cervantes 2014, pero es cierto que inspira confianza, y la confianza inspira confianza y dicen que así sucesivamente. Lucas afirma de él que es “uno de los escritores que más admiro de lo que es la literatura en español”. Y que va a preguntar, “que lo que importa es la palabra de Goytisolo”, al que ha oído decir: “Me gusta vivir y me gusta la literatura, pero odio cordialmente la vida literaria: las tertulias, los congresos y las presentaciones de libros”. Le describe como un español de patria cervantina. “Escribir como salvación, novelas, ensayos, libros de viajes, poemas, un hombre entregado a numerosas causas…”
La conversación me parece estupenda, pero solo recojo aquí algunas cosas, porque ando yo como andamos siempre últimamente: escribiendo esto con una mano, respondiendo a mis WhatsApps con la otra, mirando con un ojo al escenario y con el otro a la azafata de pelo negro, y así no hay quien trabaje en condiciones.
–Resulta inevitable, Juan, siendo usted uno de los intelectuales que mejor conoce el mundo árabe, preguntarle por los atentados en París –dice Lucas.
–La verdad es que no me sorprendió demasiado. La víspera estaba en Lisboa, y al día siguiente me llamaron de París. Yo tuve en los años noventa una experiencia de corresponsal de guerra y estuve en cuatro conflictos armados. En Sarajevo, dos veces en Palestina, estuve en Chechenia, y finalmente en Argelia, durante la guerra civil que era más bien una guerra contra los civiles. Esto me concienció de varias cosas: desconfiar mucho de lo que dicen las informaciones, porque lo que yo veía que decían no se correspondía mucho con lo que ocurría en el terreno. Cuando hubo el ataque de las torres gemelas no tuve la mayor sorpresa. Había visto el conflicto que se estaba incubando entre el mundo islámico y las llamadas sociedades democráticas occidentales.
–¿Esto es una guerra?
–No, yo creo que es un error del presidente francés declarar la guerra abierta, porque es lo que están buscando. El terror se ha convertido en una mercancía, lo de París amplía el deseo de terror de jóvenes tanto situados en Europa como en países árabes, es una ínfima minoría para atemorizar al mundo, y es lo que se proponen. Y es un error mandar los aviones y bombardear Siria.
Antonio Lucas recomienda el artículo de opinión de Juan Goytisolo publicado recientemente en El País y titulado Cómo poner fin a la barbarie. Y lo busco y lo leo corriendo.
–Habla usted el árabe dialectal.
–Aprendiendo el árabe dialectal de Marruecos he aprendido multitud de cosas sobre la cultura de España. Conocer bien la cultura marroquí ayuda mucho al conocimiento de la propia cultura española.
–Con respecto al Premio Cervantes del 2014. Hubo cierta resistencia de parte de la institución para darle el premio.
–Hay una oposición a mi obra por parte del canon nacional católico, sobre todo por los ensayos, al poner en tela de juicio ese canon literario español.
–Usted dijo que no le entusiasmaba recibir el Cervantes. ¿No le hizo ilusión?
–A mi edad ya estas ilusiones no existen. Me entró más bien una pequeña depresión –todo el público se ríe.
–Hoy se cumplen cuarenta años de la muerte de Franco…
–Yo estaba en Nueva York, habíamos organizado una cena unos días antes para celebrarlo, pero solo le extirparon entonces el estómago, así que celebramos la muerte del estómago de Franco.
–¿Sigue notando ciertos tics de entonces en la sociedad española?
–Ha habido un reciclaje muy claro, pero las huellas permanecen. Ha habido muchos cambios. Günter Grass decía: “Mis amigos de extrema izquierda se han vuelto tan de derechas que para mirarlos me daba tortícolis”, y eso me ha pasado un poco a mí.
–¿Se considera un autor radical?
–Literariamente, sí. Políticamente, no soy un radical.
Escucharles es un verdadero placer. “Pero la literatura está realizada siempre por anomalías”, dice Goytisolo. “Decía Mijaíl Batjín, el teórico ruso, que ‘la vuelta al pasado es una pértiga para saltar al futuro’…”, dice Lucas.
–Batjín tenía completamente razón. Una obra, para proyectarse en el futuro, tiene que apoyarse en el pasado. Y si permanece solo en el presente está condenada a desaparecer en el presente.
–Hay un autor del que usted ha escrito mucho, y con el que también trató mucho, y que es Jean Genet.
–Mi amistad con Genet fue determinante. Aprendí muchísimo de él. Él despreciaba la vida literaria, la diferenciaba de la literatura.
–Estuvo usted censurado catorce años en España, hasta el 76.
–Ahora la censura es de otro tipo, es una censura comercial. Ahora la mayoría escribe para venderse y no para ser leído. En EEUU no se publica a un autor joven si en su perfil en Facebook no tiene diez mil seguidores. Hay diferencia entre la censura política y la censura comercial, tengo un ejemplo muy claro: Estábamos en Uzbekistán, y mientras el chófer ruso estaba siempre leyendo un libro, que era una novela de Scott Fitzgerald, los del equipo de televisión que iban conmigo estaban leyendo un cómic porno que era La habichuela roja.
–Cuando usted empezó en la literatura en los cincuenta…
–En aquella época sí que había una generación que sentíamos la necesidad de informar sobre la realidad española que ocultaban los periódicos y la tv, que solo hablaban de corridas de toros, fútbol… Queríamos cubrir un papel que la prensa no desempeñaba.
Voy recogiendo lo que dice Goytisolo como aforismos que quisiera guardar en mi mesilla de noche: “Me han nombrado varias veces persona non grata. Cuando me dan un premio dudo de mí mismo, cuando me declaran persona non grata sé que tengo razón”. Abandonó la carrera de derecho en segundo año. Entre sus escritores favoritos se encuentran algunos como Flaubert o Tolstói. Fue un “compañero de viaje del partido comunista”, pero se alegra, dice, de no haber entrado nunca, para no haberse convertido luego en anticomunista como les pasó a la mayoría de sus amigos.
–Hablemos de Cuaderno de Sarajevo.
–Fui a Sarajevo gracias a Susan Sontag. Me la encontré en Berlín y me dijo: “Tienes que ir a Sarajevo, a ver lo que está ocurriendo allí”.
–Siempre ha estado usted cerca de las culturas ajenas.
–He considerado siempre que la mirada de la periferia al centro es mucho más interesante que la mirada del centro a la periferia. Ver la cultura española desde Nueva York, desde París, desde Marrakech, es una maravilla, verla desde la distancia y a la vez desde la intimidad es una maravilla.
“Lo de los refugiados es el resultado de la falta de coordinación política en Europa. El fracaso en Oriente Próximo es total”, dice Goytisolo cuando Lucas le pregunta por el tema; echa culpas a los Aznar, Blair y Bush de todo lo que está pasando.
–Tenemos que tener en cuenta la complejidad del mundo. Yo vivo en Marruecos…
–Y es usted catalán. El independentismo, ¿cuál es su impresión sobre esta bola de nieve enorme?
–Luis Buñuel, amigo, decía siempre: “La patria es la madre de todos los vicios”. Estoy totalmente de acuerdo. He sido toda la vida antiespañol, soy anticatalán, antivasco. Mi patria, como decías, ha sido siempre la cervantina.
Cuando la conversación termina, la gente aplaude con fuerza. Menuda suerte de charla, pienso.
No me da tiempo a anotar mucho en mi cuaderno, cuando me vuelven a apagar las putas luces. Mierda. Y aparecen en el escenario Baltasar Garzón y Ernesto Ekaizer. “Para mí, son dos maestros en la vida y en su trabajo” dice Manuel Rivas de ellos. Ya no veo que le tiemblen las manos, ¿o sí? Seguramente no le temblaran antes. Joder, cada vez estoy más convencido de que necesito gafas. “Tenéis 50 minutos para conversar de problemas, y luego hay diez minutos para preguntas”.
–Diez minutos es poca cosa –dice Ernesto.
–Tendríamos que hacerlo al revés –dice Garzón.
–¿Quién empieza?
–Por razón de edad, tú mismo.
–Hay algo que me preocupa, quería planteártelo como punto de partida… – y Ernesto habla de los recientes atentados en París y no solo en París. Del tratamiento que la prensa ha hecho de todos ellos.
–En primer lugar, buenas tardes –dice Garzón–. El martes publiqué en El País un artículo junto a Dolores Delgado, titulado Viernes 13, terror en París, y…
Hablan de normas morales, de ética, de la igualdad de las víctimas. La chica de mi lado se rasca el cuello. Una señora, en algún asiento por delante, escribe notas de lo que se dice en su móvil. Muchos atienden, otros no tanto. Yo llegaba a esta charla con más indisposición que dispuesto, o menos contento que a la primera, y solo tratan temas relacionados directa o indirectamente con los atentados, pero la hora se me pasa volando.
–El Estado Islámico nace sobre la base de la guerra de Iraq –dice Ernesto.
–En Iraq no existía Al Qaeda. Nace en Mesopotamia cuando estalla la guerra en Iraq, y después va mutando a este Estado Islámico mucho más virulento. El problema –dice el jurista– es que estamos combatiendo los efectos. Nos ponemos de acuerdo para bombardear un país, pero no para qué estamos combatiendo. No digo que no se tengan que combatir los efectos, pero ¿cómo no hemos sido capaces de percibir una estrategia conjunta?, de profundizar…
En su artículo citado más arriba, escrito con la fiscal antiterrorista, Garzón dice: “Han tenido que pasar doce años para que Tony Blair haya reconocido que la guerra de Iraq está en la base de la generación del terrorismo del Estado Islámico que, sin aquella acción ilegal y sin justificación, nunca hubiera aparecido. Ahora nos toca sufrir las consecuencias. (…) Mientras tanto, el principio de confianza entre países, compartir experiencias, la acción conjunta y la búsqueda de sinergias entre los pueblos afectados son las vías para definir una estrategia integral frente a la barbarie, haciéndole más angosto el espacio y eliminando cualquier justificación a su actuación”.
Hay un hombre a mi lado que no sé si está dormido, y estoy tentado de echarme yo también una cabezadita. Pero temo babear a nadie. El chaval que se sienta delante de mí ha dejado de prestar caso definitivamente, y lee un artículo en su móvil sobre Manuela Carmena. Me asomo un poco, tanto que se gira extrañado y yo le enseño mi pase de prensa como para disculparme.
–Se genera información para generar más miedo –dice Garzón– y sobre el miedo nos movemos todos. Dicen que estamos en nivel cuatro, ¿y el nivel cinco qué es?, ¿quedarnos en casa agarrados a la pata de la mesa? Hay que acudir a la historia. Tanto a la más remota como a la próxima. Lo grave es que no aprendemos de los errores. Algo estamos haciendo mal.
–Hoy, 20 de noviembre, es un doble aniversario –dice Ernesto–. ¿Qué te sugiere?
–El 20 de noviembre de hace cuatro años me sugiere que menos mal que han terminado estos cuatro años. No han sido buenos años, aunque ahora estemos mejor y se nos venda… Y lo de Franco… Mira, yo no estoy hasta las narices de hablar del franquismo, voy a seguir hablando del franquismo y de las víctimas del franquismo, porque falta memoria y falta justicia [la gente aplaude]. La memoria es presente y es futuro, y es lo que nos conforma como pueblo y lo que pretendemos ser.
“¿Qué es lo que pasa aquí?», dice Garzón para terminar. Eso mismo digo yo. Son las ocho de la tarde y ni siquiera he merendado. Y a mí lo de no merendar me sienta fatal.
Aparece Miguel Ríos, pero yo voy al baño a mear y después pregunto por la sala de columnas, en la cuarta planta me dicen, pues quiero ver a Juan José Millás. Subo por esas escaleras grandilocuentes desde el salón de baile. Subo por las escaleras porque soy joven y fuerte y llego al cuarto piso desfallecido, incluso mareado, con el corazón desacompasado, marchito, dolido, y vuelvo a entrar al baño, esta vez para beber agua y tomar aire, lavarme un poco la cara. Me tomo el pulso. Cojo el boli con fuerza, por si me diera un infarto por lo menos dejar escrita en la pared alguna frase memorable. Me cago en la puta, vaya escaleras. Qué cansancio. Salgo del baño. Hay una fila enorme para ver a Millás y al otro, ¿quién coño es el otro? Resulta que es un tal Esteban Beltrán, el director de Amnistía Internacional. Es la primera vez en mi vida que sé de este tipo. Y van a hablar de la palabra del Poder y del poder de la palabra.
Millás lleva gafas y tiene el pelo blanco. Viste chaqueta de pana negra que se quita antes de empezar, y se queda con un polo de manga larga color burdeos. Y Esteban Beltrán es calvo y también lleva gafas. Pero no sé bien cómo va vestido, pese a mirarle fijamente. Me pasa esto a veces, es una deformación profesional por mi parte. Le ayudan a Millás a colocarse el micro, que se le ha hecho un poco un lío. La sala está hasta arriba. No cabe la gente en las sillas, no hay sillas suficientes, y no caben ni las sillas de la gente que hay. Cedo mi silla a un grupo de chicas con una amiga embarazada, porque así les hago un flaco favor, quedo de caballero y puedo pasearme un poco y buscar a la azafata de pelo negro que me gusta. Los altavoces reproducen música alegre antes de empezar.
–Son dos activistas de los derechos humanos –dice la chica que les presenta– uno como director de Amnistía Internacional y otro desde sus artículos y columnas y libros…
–Buenas tardes –dice Millás–. Gracias por venir a este encuentro, que es el resultado de un malentendido. Esto son diálogos intrépidos (nombre que les da la organización del evento). Aquí el intrépido es Esteban, yo soy más bien pusilánime, así que espero –le mira– que seas intrépido por los dos…
Hablan “de qué formas nos pueden manipular con las palabras y cómo nos podemos defender con las palabras y de las palabras del Poder”. Hay un momento que me enredo un poco y ya no sé si el tema son las palabras del poder o los poderes que las palabras le dan al Poder. Estoy cansado y tengo hambre. Pero de lo que no cabe duda es de que vayan a hablar de palabras y de poderes. Y algo está aún más claro en la sala, y es que con Millás hablando la gente se parte el pecho de risa, y me incluyo. Millás cruza las piernas, habla pausado, se convierte desde el principio en entrevistador y Esteban en entrevistado. A mí, con perdón, en cuanto se ponen a hablar de Amnistía Internacional y de gobiernos llega un punto en que la cosa me aburre y echo de menos las palabras. Lo del poder siempre me aburre. De hecho, aguardo con impaciencia el turno de Millás para reírme, aunque solo suelte una frase, porque tiene ese sentido del humor propio de ciertas inteligencias, que hace bromas casi sin darse cuenta, con total facilidad, que brillan levemente en el discurso compartido como purpurina en un vestido y lo hacen así más ameno.
–A ver, qué te iba a preguntar yo ahora… –dice el escritor, parando la conversación y mirando al techo, reflexionando. Y la gente se ríe, y yo también, de nuevo, y ni siquiera sé por qué– ¿Estás a favor del tópico este de que somos los seres humanos capaces de lo mejor y de lo peor?
–Sí –Y Esteban habla de derechos humanos, de que la paz es ausencia de guerra pero no garantiza siempre esos derechos, de más gobiernos, de desaparecidos, de eufemismos tales como la «presión física moderada» a modo de tortura.
–¿Vosotros coleccionáis eufemismos como el que colecciona mariposas? –dice Millás. Carcajada entre el público.
–Tengo muchos –y menciona algunos más.
–Hemos hablado del terrorismo en general, pero respecto a los atentados de París…
Y siguen conversando un rato y siento que así se cierra mi primer día en el Festival Eñe. Me llama un amigo. Va a pasar con el coche por delante del Círculo de Bellas Artes. Le digo que me recoja. Me despido de Lorena. Pero me dice que ella también se marcha ya. Cuando bajamos por las escaleras me pregunto dónde estará la azafata de pelo negro. Cada vez estoy más seguro de lo muchísimo que le he gustado. ¿Se habrá dado cuenta de que llevo un pase de prensa? Al salir a la calle, delante de la librería Antonio Machado, le enseño a Lorena el póster de Steve McQueen.
Camino por la Gran Vía con cierta prisa, mi amigo lleva dando vueltas con el coche un tiempo considerable, esperándome. Terminamos cenando en el Nebraska de Callao unos perritos calientes con patatas y jarras de cerveza. Tomamos unas copas con algunos amigos en el piso de la novia de mi hermano hasta acabar en una discoteca de la calle Juan Bravo.
Los festivales de literatura, pienso, ya no son esas fiestas despampanantes que uno imagina, no sé si alguna vez lo fueron. Supongo que tratan de adaptarse a las realidades más urgentes. Llevaba varios días, desde que me dijeron que cubriría yo el Festival Eñe para la revista, imaginándome la salida del lugar el viernes por la noche: Sacado a hombros del Círculo de Bellas Artes entre varios editores, vitoreado por todos, con cientos de cámaras flasheándome como si fuera una estrella. Con un puro encendido en los labios y una corona del Burger King en la cabeza. Lanzando cánticos al cielo junto con otros escritores, dejándome besar por muchachas desconocidas y firmando autógrafos en sus tetas. Diciendo frases lapidarias como si fuera un genio, hablando del futuro con cinismo. Bebiendo a morro de botellas de vino tinto y sin camiseta. Con un caballo blanco esperándome en la puerta para llevarme hasta alguna otra fiesta privada…
Menos mal, de todas formas, que el sábado volvería. Y entonces vería de nuevo a la azafata de pelo negro.