Fotografía: Lorena Portero
Toma color la mañana. El difuso tono de la luz enturbia las pupilas. Todo el saber de los libros sobre la mesa. Esperan. También internet, la gran panacea. Baldío, rasurado, inmenso, ausente. Poco es lo dicho. El cielo se mece sobre los hombros entre adjetivos aún no inventados. Sky lo llamó Juan Ramón Jiménez, para poder mirar hacia arriba y decir algo nuevo, aún siendo lo mismo. El sky, el cielo, el himmel, el cel, el ciel, el nebe. Lo mismo da. Sangran de azul en su pureza certeros e invisibles hematíes. En algún lugar cercano un avión lo rasga con levedad. Cien aviones. Mil aviones. Como pájaros cansados de insistir tanto en sí mismos, vuelan abatidos en esta batalla imposible. A veces uno de ellos se precipita sobre la tierra. Es sólo una de sus innumerables advertencias. Las conquistas nunca son definitivas, parece decir en un lenguaje de crueldad infantil este cielo que observo en medio de la mañana. El sol y la luna, el viento, la lluvia y la nieve, entre otros, son también símbolos poéticos que se sostienen sobre cielo. A lo largo de la Historia, igual que en una red de extensiones infinitas, los poetas, los filósofos, los hechiceros o los ilustrados han dejado colgadas en él sus palabras, y sus ideas. Hay ilusos que todavía lo miran y esperan alguna señal de esta bóveda que en su sencillez los interpela y los cubre. Tanto para la ciencia como para la magia, el cielo es una fuente de inspiración y riqueza. Hay niños, y no tan niños, que imaginan figuras imposibles en las nubes que fluyen por este inmenso desierto azul. “El mejor destino que hay es de supervisor de nubes, acostado en una hamaca mirando el cielo”, escribió Ramón Gómez de la Serna. Esta columna no es un ramalazo de panteísmo o superstición, sino el golpeteo raudo de un fenómeno cambiante que observo a diario sin que me deje de fascinar. La idiocia ante una verónica larga e imposible de un dios en el que no creo. Quién no se ha quedado alguna vez embobado mirando el cielo, como el que mira el mar -su espejo roto-, preso de su magia, consciente de que todavía no se ha inventado tecnología más perfecta.